Debo aclarar que no me siento nada próximo a la obsesión de nuestro tiempo por las gradaciones. Enfrentarme al dilema de elegir el mejor libro de la historia, el mejor gol de la semana, el vestido más elegante de la entrega de premios, enriquece de manera ínfima mi experiencia. Entiendo poco, y quizá mal, la necesidad de buscar constantemente ganadores para competencias que dependen parcial o enteramente del gusto. Si diez personas compiten en la disciplina de salto de longitud, y las diez cumplen a pie juntillas el reglamento, saber quién merece la medalla de oro será relativamente fácil: el que haya llegado más lejos en su salto. Inventar una justa entre pintores, bailarines o escritores; añadir un podio con un único lugar reservado para primero, segundo, tercero, o el número de lugares que el inventor decida; y defender a capa y espada los premios otorgados -porque no hay competición de este tipo que no haya sido ya realizada y juzgada en la mente de quien la propone- puede ser la puerta de entrada a un debate, si bien intenso y prolongado, casi siempre fútil. Casi siempre.
En algunas ocasiones, estos juegos -que no son otra cosa- pueden encaminarnos a experiencias altamente satisfactorias. Si los resultados del certamen, o mejor, si la discusión acerca de cuáles habrán de ser los resultados, nos llevan a conocer los gustos de los otros, a entender cómo piensan o a descubrir nuevas fuentes de placer, acaso de vez en cuando resulte deseable decidir cuál el color más agradable, el tirano más maldito, las piernas más bellas en la historia del rock -Tina Turner, por supuesto- o los mejores tacos del mundo.
Una revista de la Ciudad de México pidió a sus lectores que compartieran el nombre de su taquería favorita. Después les solicitó que votaran por las mencionadas y nació así un catálogo enorme, enriquecedor y variadísimo del taco. Cada delegación, cada zona de la ciudad, contaba con representantes dignas y merecedoras de afición, aprecio y hasta fanatismo. El paso siguiente resultaba evidente, había que elegir, entre todas las taquerías, a la ganadora absoluta. No se juzgaba atención, amabilidad, iluminación, limpieza del local, calidad de los baños o rapidez. El único criterio en la mesa era el taco. Había que encontrar el mejor taco de la ciudad más grande de México.
Aceptadas ya las reglas del juego, me permití un camino de conclusiones tramposo. Decidí -porque en esto siempre se trata de decisiones- que si creía en el resultado de la competencia, podría darme el lujo de agregar algunos corolarios -sin rigor alguno- que la hicieran aún más interesante; los relato a continuación: 1. La mejor taquería del mundo está en México; 2. La Ciudad de México es por puro poder numérico la candidata natural para tener la mejor taquería de México; 3. La taquería que aparece en primer lugar en la clasificación de la revista es, por lo tanto, la mejor del mundo; y, naturalmente, 4. El mejor taco de esa taquería es el mejor taco del mundo.
Con esta serie de convicciones a cuestas, apuntaladas por un antojo que se remontaba a mis antecesores, me di una vuelta por la campeona. Probé toda la variedad. Y sí, comí el mejor taco del mundo.
Contra todas mis expectativas, el mejor de todos los tacos que existe no es el de suadero, el de trompa, el de pastor, el de tripa, el de nana, el de labio, el de seso… en fin, el mejor taco del mundo forma parte de una “orden de bistec con queso”. Lo sé, ¿queso?, ¿en serio, bistec? Pues sí. Y esto es lo que ocurrió. Pedí mi orden de bistec con queso. Seis tortillas pequeñas, ligeramente tocadas por el aceite caliente, servían de cama a una cantidad ingente de carne perfectamente cocinada, sin más añadidos que sal, y un cantidad igualmente enorme de queso que se había fundido sobre la carne. Todo ello era coronado por anchas porciones de aguacate rebanado y un montón de jitomate fresco picado finamente. La primera mordida cambió mi vida. La primera mordida y el mundo se hizo taco y sólo taco, la carne era jugosa, aromática, y se distinguía sin divorcio, del queso fundido completamente, crujiente en algunas zonas debido al tiempo preciso que había sido dejado sobre la parrilla. Las tortillas contenían sin esfuerzos todo el contenido y sugerían su presencia de maíz sin robar protagonismo. El aguacate y el jitomate aportaban sabores y temperaturas contrastantes. El calor de la carne y el queso danzaba con la frescura de los agregados vegetales, y de la salsa. La salsa era cómplice, destacaba porque hacía destacar todo lo demás. No era un desplante de picor, sino una descarada seducción, era amor violento, tierno, puro y totalmente contaminado. En un sólo bocado se concentraba toda la cultura de un país, el mestizaje, la pasión y la sabiduría, y la tragedia y las glorias. Un taco era el universo.
Mi vida no ha sido la misma desde entonces. He probado el mejor taco del mundo. Ahí radica toda mi soberbia, y me compadezco de todos desde las alturas de mi orgullo. Desafortunadamente el espacio de mi texto se acaba y no quedará lugar para compartir el nombre del paraíso.
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