Hace unos días tuve la tentación de compartir una cadena de comentarios tan graciosos como crueles, que, en mayor o menor medida hilarantes, pero por igual despiadados que acertados, hacían chances sobre una madre que preguntaba cómo prevenir a su hija de un brote de sarampión, ya que no la había vacunado. Para la moderna oleada anti-vacunas, todo empezó -cómo no con las fechas trágicas- un 11 de septiembre de 1999, hace casi 20 años, con un pequeño artículo de Andrew J Wakefield en la revista de ciencia británica The Lancet. Aunque no era una idea totalmente nueva. El rechazo a las vacunas se puede rastrear ya desde finales del siglo XVIII con un infame sermón del reverendo Edmund Massey que había llamado “operaciones diabólicas” y una práctica pecaminosa a esta previsión médica que, según él, contravenía el designio divino y la lógica de las enfermedades como justo castigo por el pecado.
En Estados Unidos además se hizo popular un lobby de famosos liderado por el cómico Jim Carrey y la actriz y modelo Jenny McCarthy (sin credenciales académicas, pero mucha influencia masiva). Con la exposición mediática, la posición antivacunas fue ganando terreno. Algunos países europeos se sumaron a esto, y como consecuencia hemos asistido a un regreso de enfermedades casi extintas en algún momento, lo que dio paso a que, en 2017, apareciera un brote de sarampión que alcanzó a más de cuarenta mil niños en la Unión Europea, consecuencia de que en algunos países se deslindó de su obligatoriedad a las vacunas. El caso implica por supuesto una discusión ética sobre si los padres tienen derecho a elegir por sus hijos, si tienen derecho a contravenir las indicaciones del gobierno (basadas en evidencia), y si, además, estos tienen derecho a poner en riesgo la vida de otras niñas y niños, ante el riesgo de que algunos no hayan sido vacunados aún, o que no tengan las herramientas ciudadanas para hacerlo (por vivir en regiones alejadas de centros de salud), o incluso el riesgo de que pueda darse alguna mutación de familias de virus que habíamos logrado mantener a raya. Los números son desastrosos, al punto que la OMS ha declarado que el sarampión es la primera causa de muerte infantil prevenible a través de la vacunación.
Aquel viejo artículo de Wakefield, que probablemente la mayoría de los antivacunas desconocen o que otros citan como autoridad científica ignorando todos los demás estudios que lo contrarían. El artículo, sin embargo, surtió un pernicioso efecto. Padres y madres alegaron a partir de esa idea errónea que tenían derecho a prevenir a su progenie de los supuestos efectos secundarios. La recomendación de Wakenfield, de cualquier forma, había sido que la vacuna triple no se administrara por separado. Pero la parte más oscura de todo esto es que se probó que la investigación había sido financiada por un grupo contrario a los fabricantes de vacunas. El autor nunca transparentó a la comunidad científica este conflicto de intereses, que devino en un escándalo diez años después. Peor aún: toda la psicosis contra las vacunas estaba dada por una supuesta relación entre infantes de doce años que habían recibido la inoculación y que presentaban autismo.
La mera suposición de que un trastorno comportamental es peor que una epidemia viral nos deja muy mal parados en nuestra relación con la manera en que valoramos la salud en general. Para las madres y los padres con progenie dentro del espectro debe ser bastante ofensivo que se prefiera el riesgo de una epidemia de alcances insospechados antes que el “riesgo” de que esta afección se dé. En todo caso, la visión espesa, casi siempre nacida de la desinformación que se tiene de la ciencia es algo que estamos obligadas y obligados a combatir. “La ciencia -dicen quienes se proclaman contra ella- también se equivoca”, y hay que decir que, en el sentido austero eso es correcto, pero si sabemos que se equivoca es justo porque está en permanente revisión y corrección. Así lo han demostrado diversos estudios en el caso concreto mencionado, uno de los más recientes, está depositado en el PubMEd Central.
La discusión más importante debería centrarse en si hay cosas que los estados deben de obligar a hacer a sus ciudadanos en función de protegerles de su propia ignorancia y de proteger a sus compatriotas de su negligencia. No es una discusión sencilla filosóficamente, pero es más bien contundente en términos pragmáticos. La importancia de la ciencia para la toma de decisiones en el ámbito público es imperante. Debemos luchar por defenderla. Un primer paso es preocuparnos por hacernos de información. Entre mayor sea la información que tengamos en cada caso -en esto soy optimista, o incluso tal vez naïve– podremos aspirar a tomar mejores decisiones.
/aguascalientesplural | @alexvzuniga