A Club de Cuervos la amas o la odias. A mí, que me encanta valorar las cosas no sólo por el valor del contenido mismo sino por el contexto en que se crearon, me parece una genialidad y algo único en su momento. Los detractores dirán que tiene agujeros de guión tremendos, la primera temporada tiene infamias en aspectos básicos de realización, o que no retrata con fidelidad la operación de un club profesional de fútbol. Yo prefiero fijarme en que sí me hizo reír (muchísimo), explota a Luis Gerardo Méndez en la extensión del papel de su vida (lo siento, no es el de Tiempo Compartido) y que tiene un ritmo incómodo muy lejano a las otras comedias mexicanas que fueron sus predecesores.
La creación de Club de Cuervos es especial por sí misma. Una de las primeras series originales de Netflix realizadas fuera de Hollywood. Su apuesta por América Latina, antes de que intentarán ir 100% por el público masculino en El Chapo (con Univisión) o apelar a la nostalgia a través de Luis Miguel con Telemundo. No era una serie del Once que intenta demasiado tener seriedad marca HBO. Tampoco es una comedia mexicanísima del Canal 2. El secreto está en el reel de Gary Alazraki para venderle Nosotros los Nobles a Warner: un símil de The Royal Tenenbaums con Arrested Development y Trading Places. ¡Sus referencias son las comedias (o dramedies)! Y eso apela a toda una generación.
Cuervos puede irritar a quien buscaba una reinvención del género o que se volcara completamente en el sitcom tradicional de Seinfeld o la locura single-cam de 30 Rock. Más bien es un documento fársico al estilo de Veep, cosa que es un paquetote, pero es una especie de híper realismo (las locaciones espantosas pero reales de Cuervos) con personajes despreciables/encantadores en una comedia de lo incómodo que no busca anclarse en un mito (como Luis Miguel y su esfuerzo por volver interesante el tema Luis-Miqui) sino en la avaricia y ambición de dos mirreyes.
Todo el choro es por el estreno de la cuarta y última temporada. Una pena, porque siguen los cambios interesantes. Afortunadamente sigue sin haber regreso de Giménez-Cacho y el aburridísimo personaje que le escribieron pero vuelve Stephanie Cayo de una manera no muy intrusiva en la trama, con especialmente un episodio donde permite brillar a los comediantes del elenco. Joaquín Ferreira y su “Potro” Romani vuelven de lleno en una especie de reinvención bonachona. Luis Gerardo Méndez tiene algo qué hacer con una subtrama acerca de la formación de una compañía tecnológica, luego de intentos algo sosos de volver interesante su jornada de personaje luego de resolver el arco argumental en el que pierde control del equipo.
El cambio más relevante está en lo técnico, ya que un nuevo director de fotografía (Chuy Chávez, quien tiene una interesante carrera en Hollywood) le da la profundidad a la serie que tanto adoleció con Isi Sarfati. Nunca se había visto tan bien Nuevo Toledo y se le da un toque interesante a locaciones que antes retrataban pésimo como el corporativo o hasta la casa de Isabel Iglesias, personaje que resiente para bien la nueva fama de Mariana Treviño como lead de comedias románticas.
Algo un poco extraño es como la estrella en ascenso de todo el elenco, Jesús Zavala, es pobremente explotado o simplemente está como decoración en esta cuarta temporada. Todavía más raro si consideramos que hubo una miniserie (La Balada de Hugo Sánchez) enteramente dedicada y sostenida por él. Si tomamos en cuenta esa hazaña, es particularmente extraño como el guión prefiere dar más responsabilidad a “Potro”, el entrenador Rafa o hasta una escena para que Sofía Niño de Rivera brille.
Bocadillo: Insisto en que Cuervos es algo único. A Gaz Alazraki y compañía, Netflix les permitió realizar dos spin-off: la mencionada Balada (con Zavala y todo el elenco secundario) y Yo, Potro un documental falso con ancla en Ferreira.