Es tradicional en la administración pública, que los últimos días del año viejo y los primeros del nuevo año, surja un dilema que afecta directamente la operatividad de cualquier oficina que funcione mediante el suministro del recurso económico provisto desde el gobierno, y que es en el sentido de la imposibilidad de asegurar un presupuesto suficiente para funcionar durante todo el año.
Existen, para toda esta ciencia de la presupuestación, varios principios que no detallaré en esta colaboración, pues mi intención es otra. Pero bástenos saber que el presupuesto, como su nombre lo indica, parte de suposiciones, no de certezas. Vamos, es cierto que durante el año el cuerpo de bomberos apagará incendios, sin embargo, nadie en su sano juicio podrá predecir el número exacto de conflagraciones que sucederán y que ameritarán la intervención de los tragahumo; mucho menos saber con precisión en qué día de la semana se dará, la hora, y las causas. Por ello, el presupuesto habrá de hacerse, en algunos casos, atendiendo a un criterio histórico en una mano, y un rosario en la otra: firmemente presupuestemos en la hoja de cálculo la atención de veinte incendios, que es la media anual, rogando con la otra mano que no vayan a suceder aparte otros treinta.
Preciso: no se trata de adivinar, ni de inventar en el mejor sentido. Lo que habrá de presupuestarse son las actividades que la propia ley asigna a cada ente y a partir de allí, por estudios probabilísticos, ajustar las condiciones solicitando más o menos recursos de los ejercidos con anticipación. Habrá factores que incidan directamente en la ampliación de actividades. Imaginemos un año de mucho calor en donde es posible que por las condiciones atmosféricas exista más probabilidad de incendios forestales. Resulta difícil preverlo desde el día uno del año.
Por ello un presupuesto raras veces es certero, hablando en el estricto sentido de llegar a final de año sin un peso de menos en las arcas, pero tampoco con un peso de más. A comienzos de este año ¿Cuánta gasolina gastaremos en los próximos doce meses?, ¿cuál será el precio de referencia que utilizaremos para dicho cálculo?, ¿qué garantía habrá de que dicho precio no subirá o bajará durante todos los días del año?
Una cosa, verdad de Perogrullo, que viene bien acotar: el dinero es para gastarse. En estos tiempos de polarización, donde parece no estar bien visto recibir recursos públicos para desempeñar sus funciones, es menester señalar que el aparato gubernamental así funciona. Es cierto que años atrás, cuando no existían los mecanismos que actualmente nos rigen, hubo quien destinó recursos para otras cosas que no eran sus fines en sí mismos; sin embargo, entre auditorías, revisiones, formatos, transparencia y acceso a la información, y otros mecanismos, cada vez se van acotando las posibilidades de que existan malos manejos en menoscabo del pueblo. Ahora no solamente se gasta, sino que se procura gastar bien.
Dos cosas quisiera reflexionar en este momento, al menos en la materia de esta columna política electoral. Las elecciones, por sí mismas, tienen un costo. No importa cuáles serán los cargos a elegir, si es completa o intermedia. Hay que calcular el costo de instalación de una casilla, con todos sus funcionarios, la papelería, tinta indeleble y boletas. Claro que variará el número de boletas y actas, pero no la existencia de ellas. Por ello, la solicitud de recursos es muy similar. En los últimos procesos electorales, la autoridad en Aguascalientes ha solicitado alrededor de 92 millones de pesos, sabiendo que esa es la cantidad con la que se solventan todas las necesidades de la elección.
La otra parte de la reflexión, también está asociada a su costo. Y es el precio que pagamos, histórico, por tener el sistema electoral del que gozamos hoy: uno donde el votante se registra en un formato que es infalsificable y con tramas de seguridad, generando una sofisticada base de datos que se actualiza diariamente a nivel nacional; vota en un documento que, en su composición, tiene más candados que el propio papel moneda que circula en el país. Para terminar contando no una, ni dos, sino hasta tres o cuatro veces cada voto, por diferentes personas en distintas instancias para garantizar que la suma de ellos, que al final nos proporcionará al ganador, está libre de trampas.
Concluyendo, estoy convencido de dos cosas: de que en las elecciones se gasta mucho dinero, como también de que se puede gastar menos. Pero ello no puede ser ahora; sí, quizá, en unos años más, cuando cambiemos la idea de que el sistema es caro y se vende al mejor postor, por la idea de que el sistema se mueve al ritmo que le marca la ciudadanía.
/LanderosIEE | @LanderosIEE