A semanas de iniciada la presidencia de Andrés Manuel López Obrador es poco claro en qué consiste esa cuarta transformación con la cual vendió su candidatura desde la campaña electoral. Cambios hemos visto muchos: algunos meramente simbólicos, otros económicos y otros de protocolo. A mi parecer, el mayor cambio que estamos viendo con respecto al poder ejecutivo federal tiene que ver con la manera muy particular en que AMLO piensa que debe vivirse una democracia. No nos equivoquemos, el presidente se dice y se cree verdaderamente un demócrata: sus rasgos de marcado autoritarismo no restan un ápice a la propia concepción de democracia que él cree que debe implementarse y ha implementado desde un inicio de su gestión.
Dos de las particularidades democráticas que estamos viviendo estas semanas tienen que ver con dos apellidos con connotación positiva de las democracias (¿liberales?) actuales: la participación ciudadana y la deliberación pública. López Obrador, quien se sitúa a sí mismo en la izquierda del espectro ideológico democrático, está buscando revitalizar la democracia participativa y la democracia deliberativa. Dejo para otra ocasión un análisis de la primera, que el presidente piensa pueda vivirse a través de consultas populares. ¿Qué objetivos deberían perseguir las consultas?, ¿cómo deben diseñarse?, ¿respecto a qué problemas deben implementarse?, ¿qué problemas no deben resolverse con este instrumento?, son preguntas importantes y que dudo que tengan claras sus respuestas el presidente y los miembros de su gabinete. Pero ahora, preguntémonos: ¿qué metas deberían perseguir las deliberaciones públicas?, ¿cualquier problema público debería someterse a deliberación pública?, ¿cuáles son los costos (de existir) de la deliberación?, ¿qué ofrece adicionalmente la deliberación a la mera agregación de preferencias de la ciudadanía o a la resolución de problemas mediante el juicio de expertos? Por mi parte, pienso que los costos de la deliberación pública son altos y no están contemplados en la revitalización que la cuarta transformación desea hacer de la democracia deliberativa.
Empecemos por la última pregunta. El apogeo de la deliberación pública se dio en el contexto intelectual precedido por la publicación de Democracy and Education de John Dewey a inicios del siglo pasado (1916), y varias décadas después por la publicación de Theorie des kommunikativen Handelns de Jürgen Habermas (1981). La primera de estas obras, adicionalmente, inspiró al movimiento educativo anglosajón denominado Critical Thinking, que buscó incorporar al currículo escolar universitario herramientas argumentativas. En todos los casos anteriores existe una creencia, asumida muchas veces de manera acrítica, de que la argumentación, llevada a cabo correctamente, es capaz de modificar las creencias originales del grupo deliberativo hacia una solución consensada o unánime. Además, se creía que el procedimiento deliberativo mismo instanciaría dos de los valores preponderantes dentro de una democracia: la libertad (en particular, de conciencia) y la igualdad (en particular, de participación política). Así, la deliberación añadiría a procedimientos de agregación de preferencias (voto individual sin incluir deliberación pública previa) y procedimientos de toma de decisiones por parte de expertos (epistocracia, suele denominársele) procedimientos que fomentarían mayor participación ciudadana y darían mayor legitimidad a la autoridad democrática.
Algo de cierto hay en todo lo anterior, pero ¿cuáles son sus costos? La deliberación pública, como mencioné, busca consenso y unanimidad, por tanto, se piensa que uno de sus efectos es la reducción de la polarización. Pero ¿es esto cierto? Lo es en un amplio clima de civilidad argumentativa. Los demócratas deliberativos piensan, de manera acertada, que si se argumenta civilizadamente al menos podremos comprender mejor las razones de las que disponen nuestros adversarios para creer lo que creen. En un clima de mayor comprensión mutua, piensan otra vez de manera atinada, podremos trabajar mejor juntos, incluso cuando nuestras diferencias persistan. Pero ¿acaso pedir civilidad argumentativa como una condición necesaria para la deliberación pública no es pedirles demasiado a nuestros congéneres? Lo es, y pienso que estamos viendo sus consecuencias.
Los costos de la deliberación pública en democracias inmaduras (incluso en las maduras, como lo vemos día con día en la vida pública estadounidense) son altos: buscan reducir la polarización, pero las más de las veces la incrementan. El antagonismo, la incivilidad y el estancamiento son variables de la polarización que suele ampliar más que mitigar la deliberación.
Ahora bien, en México queda claro que nos falta por aprender a deliberar públicamente. La herramienta es extraordinaria, pero requiere de ejecutores diestros y civilizados. ¿Lo somos? Andrés Manuel no ha comprendido que México no está listo (¿algún país en verdad lo está?) para implementar una democracia deliberativa funcional. Controlar la agenda de la discusión pública diaria y cotidiana, y hacer públicas casi todas las acciones de gobierno y someterlas al escrutinio público puede hacer mucho más difícil la ya complicada atmósfera de la vida pública mexicana. Creo, aunque me gustaría equivocarme, que la cuarta transformación será en verdad una transformación de la vida pública: una más crispada y colérica, una más agresiva y ciertamente menos funcional. Si tengo razón, esperemos que el gobierno más temprano que tarde recule con respecto a sus mal pensadas innovaciones democráticas.ç
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