No es raro que la opinión pública se apresure a tomar partida. Muchas de las preguntas de nuestra vida en particular y de la pública en general se ofrecen -o las planteamos- como opciones binarias. En temas eminentemente públicos odio esos planteamientos: preguntas como “¿Estás a favor de la vida o del aborto?” suelen ir del falso dilema al reduccionismo en temas a veces realmente torales para nuestra sociedad. Estar a favor o en contra es una costumbre que puede quedar bien en el fútbol (y aun así, aún en un tema así de frívolo se vale preguntarse si un seguidor de tal equipo debería apoyar al equipo némesis si este representa a su país en una competencia internacional, por ejemplo). Esta tendencia de ponerlo todo en absolutos me parece un fetichismo que puede venir de la tradición del monoteísmo cristiano: acaso los griegos y los romanos podían encontrar más puntos intermedios en su intrincado panteón. Recientemente este fetiche de lo absoluto lo he visto en la discusión sobre la lucha contra el así llamado huachicoleo: que hay que combatir a los traficantes a costa de todo y al costo que sea, con tal de luchar en nombre de la honestidad. ¿Es esta observación correcta? No tengo en nada en contra de la honestidad, por supuesto, pero porque no la concibo como un valor incuestionable y universal, y menos aún que tenga preponderancia definitiva sobre otros. ¿No mentiríamos por guardar la intimidad de alguien que amamos y que merece nuestra confianza? Por ir al ejemplo clásico: ¿No mentiríamos para esconder a una víctima inocente? Si se responde positivo descubriremos, a poco, que la honestidad no es un valor preponderante sobre los demás y cabe preguntarse si lo es, por ejemplo, sobre el gasto más eficiente (no el ideal) en asuntos del erario: si cuesta más transportar gasolina sin que se roben una gota, que transportarla huachicoleo incluido (¿habremos de preferir pagar más caro el costo sólo en nombre de la honestidad?). Pero yo quería hablar de Venezuela.
La secuencia a estas alturas es más que conocida: en la semana el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela se proclamó (claro, con apoyo de la Asamblea) como encargado de la Presidencia de su país para convocar a nuevas elecciones. Una serie importante de países se pronunciaron a favor y desconocieron inmediatamente a Nicolás Maduro. México guardó una postura un tanto conservadora -que sin duda corre el riesgo de considerarse tibia- ante el hecho. No ha sido, afortunadamente el único. No creo, honestamente, que podamos contarlo en la lista de los países que hicieron el proceso inverso: sostuvieron que Maduro sigue siendo el presidente legítimo del país sudamericano. Nos encontramos en un caso peliagudo en donde, esto es un hecho, la neutralidad puede verse con sospecha y como una “traición” doble. Richard Dawkins suele decir que los religiosos moderados traicionan por igual a las dos partes. Yo no estoy completamente de acuerdo. Creo que en casos así de complicados las formas son lo más importante.
Mi reconocimiento a la postura de la Secretaría de Relaciones Exteriores se basa no tanto en la invocación de la Doctrina Estrada, sino a la posibilidad de fungir como uno de los interlocutores que llame al diálogo: creo que más importante que mostrar qué bando se prefiere el esfuerzo debe ir en que no haya una escalada de violencia insospechada (más cuando el poder militar al parecer aún está controlado preponderantemente por Maduro). La solución ideal (si ésta fuera posible) sería negociar una retirada con la menor violencia posible (aunque la ha habido, la hay, y está en riesgo permanente de crecer). Ofrecerse como una parte neutral puede generar una confianza de las dos partes. En todo problema existen tres soluciones posibles: 1) que la violencia decida qué parte es más poderosa, 2) que un tercero intervenga de manera contundente (por reconocimiento de las partes o imposición -que también es violenta-), o 3) que se llegue a un acuerdo a partir del diálogo. Cada situación debe analizarse para saber cuál es la forma más económica (no la más honesta, ni la más moral). En este caso, dado que la violencia aún no llega a los niveles desastrosos que pudiera llegar, parece que se pueden explorar aún las soluciones 2) y 3). Que México se sume a los países que buscan hacer esto me parece digno de reconocimiento.
Sin embargo, esta postura no queda exenta de crítica: la forma es clave para poder mantener una objetividad respecto a los hechos. Y en este caso particular, creo, se deben considerar los siguientes factores: que, por un lado, Guaidó y la Asamblea hacen una interpretación de la Constitución que, si bien no le toca resolver en primera instancia a un tercero (por el principio de soberanía), no es una interpretación que podamos considerar sin riesgo de equivocidad. Por otro lado, que, independientemente de que esta interpretación pueda ser incorrecta y que la mejor solución, tanteo, es que Maduro se repliegue para nuevas elecciones, eso no cambia que debe haber una condena enérgica a las violaciones de Derechos Humanos que internacionalmente se conocen porque que los propios venezolanos han dado a conocer al mundo. La crítica que merece la postura de México, me parece, es que, si cabe la expresión, ha mantenido una neutralidad tibia, que se pueden analizar los diferentes momentos y capas del problema y reconocer que si bien Guaidó no tendría por qué ser reconocido sin más por los otros países, eso no implica que el rechazo a las formas en que Maduro ha llevado autoritariamente su gobierno no pueda darse.
Lo que es verdad es que el tiempo en este conflicto no parece un aliado y que, en el pragmatismo que he señalado desde el principio, lo más importante, en todo caso, no es si Estados Unidos mete mano, si lo hace Rusia, si es por el petróleo, si los que apoyan a Maduro lo hacen desde un trasnochado ideal comunista, sino que, más allá de esas ideologías, hay un pueblo en riesgo y que cada paso que se dé debe ser primordialmente pensado, de manera implacable, en su bienestar.
/Aguascalientesplural | @alexvzuniga