Vivimos en una sociedad en la que el peso de la formación judeocristiana nos ha obligado a dividir emociones en correctas e incorrectas: a juzgarlas moralmente. Muchos sentimientos y emociones pertenecen a esta dicotomía. Rechazamos la tristeza, queremos huir de ella públicamente. Nos incomoda la tristeza: “todo va a estar bien”, “échale ganas”, “la cosa no está tan mal, ¡ánimo!” son mantras que acaso más que tener su génesis en el optimismo o el deseo del bien ajeno la tienen en la profunda incomodidad que nos origina la tristeza.
Rechazo, miedo, compasión, pondero son emociones como respuesta a la tristeza. Bien es cierto que -de suyo- puede que la alegría sea una emoción que parece más un bien pública y la tristeza, por su talante más personal, quede restringida a la patria de la intimidad. Pero de pronto parece que esta es una lógica “neoliberal” de las emociones: hay que socializar las ganancias y personalizar las pérdidas. Tal vez haríamos bien en socializar la tristeza. En avergonzarnos menos de ella. Tal vez haríamos bien en aclarar que mostrarla no obliga a nadie a venir a compadecernos, ni les obliga moralmente a hacernos sentir mejor. He conocido mucha gente que no quiere asistir a funerales, ya no por el dolor evidente de la pérdida humana, sino por la dificultad de enfrentarse con quien se duele. Nuestra cultura socializa sólo la felicidad: casi nadie se sentiría paralizado ante una celebración o tendría incomodidad o duda para reaccionar ante la alegría, contrario a lo que sucede con el dolor.
Generamos reductos para esta emoción: la película, la novela, la terapia. Hace poco leí una frase tan enternecedora como dolorosa: “estaba viendo una película y aproveché para llorar por otra cosa”. La incomodidad con la tristeza victimiza por segunda ocasión a quien se duele: no sólo debe lidiar con el dolor, sino que debe de encontrar la manera de no incomodar a nadie, que nadie tenga la preocupación o sienta la obligación de atender el llamado. ¡Tenemos incluso que pagar por terapia para poder decir lo que no podemos decir a nadie más, para poder sentirnos vulnerables en un lugar seguro! Claro está que hay un grupo pletórico de bondad y magnificencia, nuestras amistades, acaso alguien de la familia, pero quien muestra dolor por una opinión, un comentario, una situación difícil, incluso una traición, termina esforzándose por estar “por encima de las circunstancias”, por no tener “la piel tan delgada”, por no parecer débil. Yo no sé si sentir tristeza sea signo de debilidad o no, pero sé que, a todas y todos, en determinado momento se nos viene encima la tristeza, y que, seguramente, tenemos que cuestionarnos cómo lidiar con ella. Nacho Vegas, un apologeta de la tristeza, dice que la felicidad está sobrevalorada: ¿no es acaso tal vez una obligación abusiva que nos hayan dicho que nuestra meta en la vida era la felicidad? ¿no implica ello, como meta, que decir que estamos tristes sea equivalente a decir que hemos fracasado?
Yo quiero hacer una cruzada a favor de la tristeza, no para que nos compadezcamos unas y otros, sino sólo para que la normalicemos. Que no se encumbre en el talante maldito ni que se oculte con pudor. Que podamos decir proclamar a los cuatro vientos en cuando, digamos, alegremente, que estamos tristes.
/aguascalientesplural | @alexvzuniga