Nada, ni Bohemian Rhapsody, ni el bulo de Juan Gabriel, el meme de Lafourcade y Maluma, o la terrible pérdida de Fernando Del Paso evitaron que en la agenda mediática y la comentocracia se mantuviera vigente la campaña de desprestigio que se hace para con la caravana migrante.
El sueño comunitarista es fortalecer círculos poblacionales, pueda entenderse esto como comunidades rurales, ciudades, estados, o naciones. Un peligro inminente del comunitarismo radica en que está dispuesto a sacrificar ciertas garantías individuales en pro del beneficio colectivo. En oposición a ello, el liberalismo señala como prioridad que no haya nada que impida el ejercicio soberano de la libertad, que cada miembro de una sociedad tenga salvaguardados cada uno de sus derechos civiles.
Pondero que el comunitarismo en realidad es una suerte de contradicción performativa: suponer que puedes buscar el bien común al costo de violentar garantías individuales genera la paradoja de que, o no toda la comunidad estará bien, o debemos definir a la comunidad en función de la mayoría, con lo que quieres no piensan igual quedarán automáticamente excluidos de ella.
Una forma de comunitarismo la encontramos en el gobierno de Trump, quien ha fortalecido la idea de comunidad, con resultados notables en algunos aspectos, como el económico, pero con el inevitable lastre de que quienes se benefician de éstos son aquellas y aquellos que él ha reunido en su sentido comunitario: las y los blancos, en primer lugar, preferentemente educados, clase media y alta y de confesión cristiana. El comunitarismo tiene como resultado, ciertamente, una fuerte sensación gremial: quienes quedan en la circunscripción de la comunidad se sienten protegidos, empoderados en contra de quienes no pertenecen a ella: la otredad.
Lo que hemos visto las últimas semanas no es sino una reacción comunitarista, nacionalista en contra de las y los inmigrantes centroamericanos: una sensación de amenaza para quienes no pertenecen a nuestro grupo. Incluso hay memes que se refieren a nuestro himno como si permitir su tránsito por el país fuera una afrenta contra los principios de nuestro bélico símbolo patrio. Los señalamientos parten de una agenda y una ideología comunitarista (nos demos cuenta o no): ¿por qué no protegemos primero a los nuestros? ¿Por qué hay albergues para ellos y no casas para los que no tienen? ¿por qué se les da comida en su breve paso por el país mientras millones mueren de hambre? Las preguntas tienen una parte válida desde el punto de vista las garantías individuales: deberíamos tener un gobierno que se preocupe por que nadie viva sin casa o sin comida. Absolutamente. Está garantizado teóricamente por nuestro hermoso artículo cuarto. Pero los mecanismos que hacen que en vez de defender esto nos volquemos contra que los demás no lo tengan es un talante comunitarista. El liberalismo por el contrario, exigiría que todas y todos tuviéramos garantizado derecho humanos básicos (y ese todas y todos genera, en contraposición, bien colectivo y no de la comunidad: el cosmopolitismo es la mejor forma de proteger a la totalidad de los seres humano), y que por extensión entendiéramos que un grupo de personas en tránsito por nuestro país deberían ser protegidos, sobre todo ante otra inconsistencia: nos quejamos todo el tiempo del indigno trato en la frontera norte, cuando es bien sabido que en la frontera sur hay enormes abusos: mujeres violadas, hombres coaccionados por el narco, secuestrados sistemáticamente para trabajos ilegales. Las pasiones nos llevan a hacer juicios errados y generalizaciones absurdas: tomamos un caso de declaraciones desafortunadas para mostrar a toda la caravana como delincuentes, abusivos, malagradecidos. ¿No era esto lo que tanto nos indignó de Trump en su campaña presidencial? Acaso lo que nos movió en aquel momento a la indignación no fue la justicia sino la sensación de protección comunitaria, y lo que nos mueve ahora tampoco es la justicia sino la venganza: que pague por las injusticias que sufrimos cualquier grupo a quien podamos aplicarlo: sobre todo si no pertenece a la comunidad, si son los otros. Pero todas y todos, en algún momento, podemos ser los otros. Aquellas que quieren abortar, aquellos que quieren unirse legalmente con alguien de su mismo sexo, por ejemplo.
Una democracia sin liberalismo es una forma de tiranía comandada por la mayoría. Una mayoría que, por razones históricas no tiene la educación e información necesarias para tomar las mejores decisiones. Una mayoría con sed de violencia. Una mayoría mancillada que, paradójicamente, encuentra su mejor defensa en la exclusión de los que son todavía más débiles. Las pasiones obnubilan la coherencia. Y la incoherencia es una bestia peligrosa que tarde o temprano busca más alimento, o nos morderá a nosotros mismos.
/Aguascalientesplural | @alexvzuniga