La luna nueva.
Ella también la mira
desde otra puerta.
Jorge Luis Borges
Una ciudad no es sólo una ciudad, sino la suma de las ciudades que le habitan. Ciudad-enigma, ciudad-misterio, ciudad-destino; ciudad-mazmorra, ciudad-trama, ciudad-narrada; ciudad-deseada, idealizada, inmaculada, visualizada y recreada en la memoria y acaso pervertida al paso de los años: ciudad-recuerdo en la que se concentra esa urbe desconocida e inhabitada ya, en la que sin embargo habita todavía el fuego concentrado del recuerdo que el hombre recupera y reconstruye; lo que imagina, lo que otros le han referido.
En 1965 Jorge Luis Borges publicó Para las seis cuerdas; 11 milongas escritas en octosílabos que recrean la ciudad inhabitada por él pero vivida y habitada por los soberbios cuchilleros, fundadores de “la secta del cuchillo y el coraje”.
Treinta años antes, Borges había dado a la imprenta un ejemplar de “tapas rosadas”, algo así “como revés de naipe” acaso, donde recuperaba la memoria del poeta Evaristo Francisco Estanislao Carriego Giorello, a quien la literatura recuerda solamente como Evaristo Carriego, nacido en Paraná el siete de mayo de 1883. A los cuatro años llega un Carriego niño al barrio de Palermo con sus padres. En ese barrio conocería a un párvulo Jorge Luis Borges nacido en 1899. Más de una década, en apariencia, los separa.
En el prólogo a su Evaristo Carriego, Borges puntualiza: “…me crié en un jardín, detrás de una verja, con lanzas, y en una biblioteca de (…) libros ingleses. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas… (…). ¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y violentos fueron cumpliéndose a unos pasos de mí, en el turbio almacén o en el azaroso baldío? ¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?”
Con su ensayo biográfico sobre Carriego, Borges pretendía contestar esas preguntas con un “libro menos documental que imaginativo”. Cuando en 1965 Borges publica Para las seis cuerdas da, a mi juicio, solución de continuidad a las respuestas planteadas inicialmente en su ensayo y que de alguna manera había venido formulando y respondiendo desde antes en Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente o Cuaderno San Martín publicados en 1923, 1925 y 1929, respectivamente, al regreso del viaje a Europa que junto a sus padres y su hermana Norah había iniciado en 1914.
En 1921, dos años antes de la aparición de Fervor de Buenos Aires Borges y los suyos están de vuelta; pero es probable que ese Palermo primero, quizás sólo existía ya en la memoria de Borges y en la que de Carriego, muerto en 1912, guardaba pero que es ya ese poeta que de quien Borges sostiene nueve años después que “pertenecerá a la ecclesia visibilis de nuestras letras… y a las más verdadera y reservada ecclesia invisibilis, a la dispersa comunidad de los justos…”.
Sin embargo, no es sólo en Para las seis cuerdas donde Borges aborda ese pasado que acaso vislumbraba a través “de esos tangos de Arolas y de Greco” que supuso haber “visto bailar en la vereda”. Esta idea, expresada ya en El Tango, poema incluido en El otro, el mismo (1964) y que antecede a Para las seis cuerdas (1965), pero que se conecta con Arrabal, que forma parte de Fervor de Buenos Aires (1923), cuando escribe: “y divisé en la hondura/los naipes de colores del poniente/y sentí Buenos Aires. Esta ciudad que yo creí mi pasado/es mi porvenir, mi presente;/los años que he vivido en Europa son ilusorios,/yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”.
La ciudad, sus calles, sus casas; los aljibes, los patios, las altas, verjas; el poniente y su tono de naipe de colores, las sombras lejanas y apacibles o inquietas, el continuo acto de rememorar para trémulamente decir que “He nombrado los sitios/donde se desparrama la ternura/y estoy solo y conmigo” tal y como escribe en Cercanías o cuando en Un Patio, desliza: “El patio es el declive/por el cual se desparrama el cielo en la casa./ (…)Grato es vivir en la mitad oscura/de un zaguán, de una parra y de un aljibe”, poemas incluidos en Fervor de Buenos Aires.
Es sin embargo en Para las seis cuerdas, donde Borges mejor rememora ese “…turbio/ pasado irreal que de algún modo es cierto”, a través de una serie de once milongas en las cuales “el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea en el umbral de un zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra” tal y como el poeta plantea en el prólogo de este singular conjunto de poemas, o milongas, como las llamó el propio autor.
Asistimos en Para las seis cuerdas al inusual espectáculo de un pasado de arrojo y valentía y voces de mando en los puntos extremos de una urbe en formación hacia “el mil ochocientos noventa y tantos”; un tiempo que Borges sólo pudo conocer por referencias, por haber prestado atención a Carriego cuando éste visitaba la casa familiar luego de la hípica dominical y Borges era un infante que no llegaba a su primera década y por lo que seguramente escuchó después y guardó en su memoria para expresarlo en más de una ocasión. A veces como una sombra; a veces como un salmo laico, a veces como una ensoñación.
En Milonga de dos hermanos, Borges concluye, por ejemplo, que Caín sigue matando a Abel cuando al verse superado por su hermano El Ñato, Juan Yberra “le dio muerte de un balazo/allá por la Costa Brava”; tendiéndolo luego sobre las vías del tren para que el rostro del Ñato quedase desfigurado en un trazo poético que sirve para dejar en claro esa visión ya deslizada en El Tango cuando dice; “¿Y ese Yberra fatal (de quién los santos/se apiaden)/que en un puente de la vía,/mató a su hermano El Ñato que debía/más muertes que él, y así igualó los tantos?, contando así de ida y de vuelta una historia que acaso no por breve deja de ser rotunda, circular.
En la Milonga de Jacinto Chiclana al igual que en la Milonga de don Nicanor Paredes, Borges evoca lo mismo al hombre comedido incapaz de alzar la voz –el caso de Jacinto Chiclana— que a caudillos de “Lacia y dura melena/y aquel empaque de toro/la chalina sobre el hombro y el rumboso anillo de oro” como Nicanor Paredes quien en realidad existió y se llamaba Nicolás; caudillo del barrio que si veía armarse “…algún entrevero/él lo paraba de golpe, /de un grito o con el talero” para luego seguir impasible contando “sucedidos/al compás de la vihuela” y a quien solían acompañar hombres de “valor sereno” como Juan Muraña o Saverio Suárez. El primero, presentado ya desde El Tango como soberbio cuchillero. El segundo, nombrado como al paso en Milonga de Nicanor Paredes y que reaparece como figura ya definida en Un cuchillo del norte y de quien se sabrá en ese momento “que en garitos y elecciones/probó siempre que era el bueno”.
Al lado de esos caudillos, están también aquellos que eran “el patrón y el ornato/de las casas menos santas” aspirantes a caudillos del barrio que hacían armas en el conventillo y lo mismo en el amor que el cruce de cuchillos a la vuelta de una esquina dejaban memoria de sí, aun cuando supieran que cualquier día, otro igual a ellos habría de blandir un arma para caer muerto quizá “en Thames y Triunvirato” y mudarse así “…a un barrio vecino,/el de la Quinta del Ñato”.
Ese era el barrio que Borges memoraba en el recuerdo. Quizá a partir de su conocimiento infantil de Carriego, quizá por lo que otros le contaron, quizá porque sabía que para tener arrojo y valentía debía ser no el Borges de la casa de altas verjas ni la amplia biblioteca sino otro Borges que sin serlo, lo fuera. Un Borges que torna en un Borges personaje en los trazos de aquellos hombres que al fragor del barrio ganaban nombre y prestigio: Jacinto Chiclana, Nicanor Paredes, Manuel Flores, los Yberra, Muraña, los mismos que “Allá por el Maldonado,/que hoy corre escondido y ciego,/allá por el barrio gris/que cantó el pobre Carriego,/” sentaron sus reales como mandones intocados del suburbio.
Late en esta poética lo mismo que en la prosa del ensayo sobre Carriego y que en La historia de Rosendo Juárez y de manera más perceptible en Hombre en la esquina rosada; narraciones donde el recuerdo del pasado toma por asalto la ciudad recuperada que es lo mismo trama, que poema, pasión, desenlace y ensoñación; lección imperecedera al paso de los años resumida por Carlos Fuentes: “En literatura, nos confirmó Borges, la realidad es lo imaginado”. Una ciudad no es sólo una ciudad sino la suma de las ciudades que le habitan es algo que Borges supo bien como después lo sabrían también desde su propia ciudad Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco o Efraín Huerta.
Historias de laya leal todas, estéticas de un tiempo irrevocable en la memoria; imágenes, presencias y nombres que se persiguen bajo lo esfera rotunda de la noche como quien busca un complemento; el poder de recuperar historias, trazos, una foto sepiada o las páginas amarillentas de algún libro: “…la otra calle, la que no pisé nunca…el centro secreto de las manzanas, los patios últimos…lo que ignoramos y queremos”. Ciudad recuperada –y acaso también perdida— en una esquina del suburbio.