Universidad y argumentación / El peso de las razones - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Es una realidad cada vez más cotidiana que las universidades, si quieren ser competitivas, inviertan más en la formación académica de su claustro. El profesor ya no debe ser visto como una persona que domina manuales y principios institucionales, sino como un investigador, un innovador que se atreve a pensar y a salirse de los cauces de la mediocridad intelectual.

Pero ¿cuál es la receta para lograr que los académicos salgan del pozo neuronal en el que cómodamente se encuentran situados? A simple vista, no parece haber ninguna, sino miles, para lo contrario. Basta con un buen puesto, un salario que le permita vivir sin preocupaciones y con ciertos lujos, un nombre que los demás respeten y conozcan, unos cuantos subordinados que hagan las tareas administrativas, y una oficina agradable en la que pueda presumir su estatus. Pero admito cierta trampa en la descripción anterior: algunos se conforman con mucho menos.

Hoy en día, principalmente en América Latina, es políticamente incorrecto, y hasta cierto punto peligroso, no ser un mediocre. Los vecinos de oficina o de pasillo están a la expectativa. Resulta poco más que un atrevimiento mover las partículas del medio ambiente añejo en el que se pudren pastas de libros viejos y conocimientos inútiles. Las universidades parecen haber olvidado su principal motor: la vida intelectual y académica. La universidad debería, ante todo, ser el sitio privilegiado de innovación, un ambiente donde se respirase conocimiento, donde los pasillos no estuvieran plagados de estudiantes sólo discutiendo sobre el partido de fútbol del día anterior, sino sobre las cuestiones más acuciantes del mundo, la realidad, la cultura… Lo sé, mi utopismo roza la más grave ingenuidad.

Quisiera, en este breve espacio, sugerir un atrevimiento… Atrevámonos a argumentar. ¿Qué quiero decir con esto? Sencillo. La trasmisión del conocimiento se ve como algo completamente estático. Pareciera que el versado profesor, el sabio padre o la experimentada madre, el empresario, el jefe, sólo trasmiten lo que ya tienen, lo desde hace años creen y piensan, lo cual, por supuesto, es una verdad inamovible en sus mentes.

Atrevámonos a ver en la trasmisión del conocimiento algo con mucho mayor dinámica, una relación enriquecedora donde nunca falten libros, discusión, debate, argumentación… En otras palabras, atrevámonos no sólo a decir el qué, sino los porqués. Es de vital importancia transmitir un conocimiento dinámico, un saber práctico (know how, no know that), que prepare a nuestros hijos, alumnos, empleados, para la vida. Sé que esto no es fácil y nos coloca en una situación un tanto incómoda. Pero en la vida existen miles de responsabilidades, muchas de las cuales interpelan a nuestra persona de una manera inesquivable.

La educación, si no es la principal, es una de las más importantes. A mi parecer, la argumentación es el enclave donde confluye la formación intelectual. Si somos incapaces de dar argumentos, o de ser lo suficientemente sinceros para admitir que no los hay, nuestro conocimiento se funde con el dogma (en el sentido peyorativo del término): lo que nos hace incapaces de dialogar, debatir, defender nuestras creencias y sustentar nuestros puntos de vista. En pocas palabras, si no sabemos el porqué de lo que pensamos o creemos, nos escindimos del mundo, nos impedimos avanzar y hacernos valer como seres racionales. Nuestra capacidad de autoafirmarnos y de ser reconocidos se ve mermada hasta que el yo desaparece en una neblina de prejuicios.

La situación no es nada halagüeña. Los hispanoamericanos hacemos gala de un centenar de vicios intelectuales que pervierten nuestra fidelidad a la verdad. La responsabilidad, muchas veces ignorada por los profesores, ahora está en los estudiantes. Ellos deben ser los impulsores, los exigentes, los que pidan razones y no sólo un flujo de información carente de contenido y fundamento. Ellos son los que gastan su tiempo y dinero por una educación que desmerece a su auditorio. George Steiner lo entendió a cabalidad, tanto su lado brillante como oscuro. El brillante: “En la masa crítica de una comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta. Puede apuntar, con alivio, hacia una forma de vida intermedia, absolutamente mundana. Puede no ser capaz de sacar el máximo provecho de lo que se le enseña o de los debates científico-filosóficos que surgen a su alrededor. Puede sentirse a menudo amenazado por fuerzas mentales, por la celebridad, hermética o universal, de los maestros (por ejemplo, ese aparcamiento en Berkeley para uso exclusivo de los premios Nobel). La excelencia tiraniza casi de manera inconsciente. No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, ‘huelen’ la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresada, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío”. El oscuro: “Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto. Un Maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir. Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado. Disminuye al alumno, reduce a la gris inanidad el motivo que se presenta. Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío. Millones de personas han matado las matemáticas, la poesía, el pensamiento lógico con una enseñanza muerta y la vengativa mediocridad, acaso subconsciente, de unos pedagogos frustrados”.

 

[email protected] | /gensollen | @MarioGensollen



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