Voy a contarles la historia de un prejuicio personal y cómo lo combatí. Lo cuento porque para mí fue importante librarme del miedo y tal vez esto pueda resultar útil para alguien que me lea. Hasta bien entrada mi juventud tuve un fuerte rechazo a la adopción homoparental. No creo jamás haber tenido rasgos de rechazo para con los y las homosexuales. Pero el límite era la crianza: yo pensaba que estaba bien que cada quien hiciera su vida de la manera en que quisiera, pero algo en mí encontraba tremendamente extraño (y por ello ciertamente atemorizante) la idea de que dos hombres o dos mujeres criaran como pareja a un menor.
Un día tuve la suerte de escuchar una conferencia sobre la educación homoparental. Era un debate (si no mal recuerdo en el teatro Leal y Romero) allá por los años 98 o 99 (yo tenía casi ya veinte años) y me sorprendió la contundencia y la seguridad de quien defendió (invocando con destacada maestría cifras, estudios, libros) la crianza homoparental. Esa contundencia mezclada con una sensación de reto intelectual fue el primer paso, me llamó poderosamente la atención que los datos dados mostraran (según se dijo) que la crianza homoparental era aparentemente mejor que la heteroparental: menor violencia intrafamiliar y menor índice de deserción escolar, por ejemplo. Esto era desconcertante y provocador. ¿Qué podrían tener las madres y los padres homosexuales para aparentemente ser superiores a las y los heterosexuales? No me conformé y comencé a investigar al respecto. Pronto lo descifré. No era el factor homosexualidad sino el factor adopción. Resulta -es bastante lógico cuando se piensa- que las familias de crianza en adopción tienen considerables ventajas sobre las familias biológicas: evidentemente para adoptar se necesita una voluntad diferente, quienes pretenden hacerlo deben someterse al escrutinio del estado, deben mostrar reiteradamente ese deseo, han decidido conscientemente su responsabilidad de crianza, están más observadas y observados, necesitan probar una estabilidad emocional y económica, y un largo etcétera. Esa diferencia, la que aleja a la crianza consciente de la espontánea, de la no planeada, de la que hace de los hijos (en muchos casos) una obligación inesperada y no un deseo largamente buscado, es la que destaca, de manera indirecta, la crianza homoparental de la heteroparental. Fueron las cifras, los libros, estudios, incluso revisión directa de experiencias las que me ayudaron a combatir mi miedo. Tener un miedo menos, en un mundo lleno de amenazas emocionales es importante incluso por razones meramente egoístas. Y así lo superé yo. Esa es mi historia y hoy, con casi el doble de edad, he vivido la mitad de mi vida reconciliado. Sin sentirme amenazado, ni ser hostil a partir de ello. Debo también decir, porque también de esto trata este texto, que no sé si hubiera producido el mismo cambio en mí que me llamaran homófobo. Fue siempre un reto intelectual el que me movió a cambiar. Mentiría si dijera que fue un espíritu de amor y paz para todas y todos.
Esta semana se vivió una larga discusión sobre la mujer transexual que participará en Miss Universo. Más allá del despropósito que es darle importancia a un concurso de belleza, quiero declarar que puedo entender (por esa noticia del párrafo anterior) que haya personas que se sienten amenazadas intelectualmente por esto. Que sienten que lo que toda su vida aprendieron está en riesgo. Que cambia sus esquemas. Y así como creo abusivo exigir a la comunidad LGTTTTBIQ la didáctica para explicar y dialogar, después de años y años de repudio, de burlas, de segregación, creo también que es poco fértil conformarnos con señalar como “homófobos” o “transfóbicos” a quienes, de alguna manera muestran confusión. Bien es cierto que tampoco la ignorancia excusa de la responsabilidad de hacer chistes fáciles en algunos casos, francamente idiotas en otros, pero creo que el fenómeno da para pensar en que necesitamos dialogar. Necesitamos encontrar terreno común. Por un lado, que éste y otros muchos cambios que faltan tienen que darse sin duda y sin demora, pero también que señalar con hostilidad a cualquier persona con dudas o confusión es probable sea un camino que espese más ese tránsito y termine polarizando, radicalizando más las posturas. Creo, de verdad, que tenemos, todas y todos, un compromiso ineludible, aunque será pesado y demandante: seguirnos educando, lidiar con muchísimos prejuicios con los que crecimos de la manera más natural.
Yo veo miedo. Miedo a lo extraño, a lo que no se parece a los esquemas aprendidos. Ese miedo es el que lleva a alguien a usar el femenino para referirse a los hombres homosexuales, el que lleva a preguntar -ya sea con inocencia, ya sea con malicia- “¿quién es la mujer” en una relación de dos hombres y, al mismo tiempo, en el culmen de la inconsistencia, negarse rotundamente a hablar en femenino de una mujer transexual y recalcar que es un hombre, que porque los hombres nacen hombres y se mueren hombres no importa lo que quieran. Esta incongruencia es el síntoma del problema real: lo que subyace no es que nos importe o no que alguien se haga llamar hombre o mujer, sino que salga de los esquemas que conocemos, ya sea de una forma o de la otra. Y que queremos nombrar, a costa de chistes, clichés, motes sexistas y segregadores, esa diferencia para que se acomode a nuestra educación. Pero no podemos permitirnos tal pereza: el mundo sigue cambiando y lo hará sin, con o a pesar de nosotras y nosotros, más nos vale decidir si permanecemos en él con miedo y continuamos generando furia. O, ya no sea por bondad sino por un ejercicio intelectual, entendemos que el mundo no es como nos lo enseñaron y que, como el caso de la paternidad, presumir algo como biológico no sirve absolutamente de nada.
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@alexvzuniga