Después de haber sobrevivido al Y2K y de corroborar que el mundo no terminó con el inicio del año 2000, la comunidad internacional no tuvo más remedio que poner en marcha la maquinaria para replantear y buscar alternativas de solución a los grandes problemas mundiales. A partir de entonces, inició una nueva etapa del multilateralismo que buscó enganchar a todos los gobiernos mundiales en diversas estrategias para revertir las consecuencias de décadas de miopía selectiva que nos mantenían en un polvorín.
Así, desde la visión de las Naciones Unidas, los grandes problemas de la humanidad si bien no eran nuevos, tampoco habían logrado atraer la atención y la voluntad de la comunidad internacional para darles solución. El año 2000 planteó un dilema -incluso moral- sobre el modelo de desarrollo vigente que no sólo no había cumplido con la promesa de llevar a las sociedades a la prosperidad, sino que incluso, contribuyó a la profundización de las desigualdades y, de manera menos evidente, pero igualmente grave, a la devastación de los ecosistemas y al uso abusivo de los recursos naturales.
Ante este escenario, las grandes potencias mundiales comprometieron grandes flujos de cooperación internacional a los países en desarrollo y, sobre todo, a los menos adelantados, a fin de aliviar los estragos de un modelo productivo tan rapaz. Así, surgieron los Objetivos de Desarrollo del Milenio como una estrategia a 15 años (2000-2015) que buscaba reducir las brechas de desigualdad existentes y contribuir a que todas las sociedades se beneficiaran del proceso de globalización masiva. Esta estrategia abarcó ocho grandes temas, desde la salud y la educación, pasando por cuestiones ambientales y de fortalecimiento institucional.
Las necesidades eran tan grandes que 15 años resultaron insuficientes para transformar las condiciones que dieron origen a estos grandes problemas. En este sentido, durante la Conferencia de Río +20 en junio de 2012, los Estados miembros de la ONU acordaron establecer un grupo de trabajo intergubernamental para diseñar una agenda post-2015 que permitiera incorporar los primeros avances logrados.
En diciembre de 2014, la Asamblea General de las Naciones Unidas presentó una resolución para llamar a organizar la “Cumbre de las Naciones Unidas dedicada a la aprobación de la agenda para el desarrollo post-2015”. Un año después, en diciembre de 2015, los esfuerzos internacionales culminaron con la Cumbre de Desarrollo Sostenible, en el marco de la cual se aprueba la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que consta de 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, 169 metas y 230 indicadores globales.
La Agenda 2030 es considerada como un logro histórico del multilateralismo moderno, pues desde la adopción de la Carta de las Naciones Unidas en 1945, ningún esfuerzo global había conseguido un consenso tan generalizado por parte de la comunidad internacional. Su naturaleza transversal e intersectorial le da una característica auto-habilitadora, pero también da origen a estructuras de coordinación sumamente complejas que tendrán que crearse y fortalecerse en los próximos años. Más allá de representar “el gran logro histórico del multilateralismo”, es una oportunidad de replantear los paradigmas económicos, sociales y ambientales que nos mantienen al borde del colapso.
El sector ambiental ha recibido con optimismo la adopción de la Agenda 2030 como compromiso de Estado, y ha participado de manera activa en la integración de la Estrategia Nacional para su puesta en marcha en el ámbito nacional. Sin duda, tendrá implicaciones significativas en la forma de planear y diseñar la política ambiental, pues se ha puesto el énfasis en la necesidad de que las variables ambientales se conviertan en un elemento fundamental del desarrollo social y económico.
Sin embargo, queda mucho camino por recorrer en el proceso de apropiación de la Agenda 2030, pues, como era de esperarse, también se han generado resistencias que -en su mayoría- son reacciones inerciales frente a un nuevo planteamiento del proceso de toma de decisiones, ahora más horizontal, multi-actor y transversal. La vieja guardia burocrática tendrá que abrir puertas y encontrar canales de diálogo con otros sectores, incluso con aquellos con los que tradicionalmente encuentran posiciones antagónicas.
Específicamente, se abre la oportunidad de que presupuestariamente el sector ambiental sea considerado de manera prioritaria en la asignación del gasto público, ya no como un acto de mera voluntad política, sino como una condición sine qua non para la estrategia de desarrollo nacional sostenible.
Ante un panorama de crecimiento de la población mundial acelerado (las proyecciones a 2050 indican que habrá 9,700 millones de personas en el mundo, de mantenerse las tasas de crecimiento), sumado a la subsistencia de un modelo económico Business As Usual, en el que se prioriza la maximización de las ganancias monetarias por encima de la preservación de los servicios ambientales que proveen los diversos ecosistemas, se prevé un escenario de degradación continua y, por tanto, insostenible.
Hoy como nunca antes, el medio ambiente se convierte en eje rector de la estrategia de subsistencia del planeta, y tendrá que ser el factor de cambio que impulsará las transformaciones en los sistemas económicos y la manera en la que las sociedades se establecen y se desarrollan.
@Sullie1017