Hace algunos días Atusa realizó un paro de la operación de autobuses en la ciudad, con la intención de presionar al Gobierno del Estado para autorizar un aumento de tarifa de 7.50 a 10.50 pesos. Esta situación dejó sin servicio a gran parte de la población, al mismo tiempo en que el gobierno se limitó a desplegar algunos vehículos oficiales para dar un “aventón” a los usuarios afectados. En un comunicado, el gobierno aseguró que lo de Atusa “es una declaración directa en contra de la ciudadanía, en la que muestran que no están dispuestos a mejorar las condiciones de transporte”; y afirma que “este gobierno no cederá ante los chantajes de los concesionarios que nuevamente piden que se firme un cheque en blanco con la promesa de que mejorarán el servicio si existe incremento en la tarifa”. Similarmente, Atusa aseguró que su solicitud se debe “a los incrementos de combustible, salario mínimo e inflación”, así como a inversiones “que se tendrán que hacer para el proyecto de movilidad iniciado por el Gobierno del Estado” (La Jornada Aguascalientes 11-10-2018).
Este conflicto tiende a repetirse en cientos de ciudades tanto en México como en el mundo. Es común que los concesionarios soliciten un aumento a la tarifa para compensar mayores costos de operación o invertir en nuevas unidades, mientras la respuesta del gobierno generalmente es la misma: el aumento de tarifa depende primero de la mejora del servicio. Como en el caso del huevo o la gallina, pretender resolver qué es primero, el aumento de tarifa o la mejora del servicio, es un falso debate que poco ayudará a encontrar soluciones a los problemas de transporte público en la entidad. Veamos.
El problema de financiamiento del transporte público se debe a un modelo en el que se asume que al transferir la operación a cientos de concesionarios privados se asegura la disponibilidad de recursos suficientes tanto para la operación como para la modernización del sistema a través del cobro de pasaje. Eso generalmente es falso: la finalidad social del transporte público, es decir, proveer un servicio de transporte asequible para sus usuarios, quienes en su mayoría son personas de menores ingresos, difícilmente permite generar recursos suficientes a través del cobro de pasaje para mantener o mejorar continuamente la calidad del servicio, pues una tarifa demasiado alta tendería a marginar a miles de usuarios. Adicionalmente, la tendencia de los políticos en turno a evitar el aumento de tarifa –con la finalidad de evadir los costos políticos de esa decisión– para compensar la inflación o mayores costos de operación no sólo contribuye a la insuficiencia de recursos para mejorar la calidad sino que además prolonga y transfiere el problema a la próxima administración.
Por lo anterior, el transporte público se encuentra en un círculo vicioso: cuando la calidad del servicio empeora, el aumento de tarifa es aún más complicado, pues cualquier aumento podría percibirse como una recompensa inmerecida para los concesionarios. Es decir, un servicio de mala calidad hace el aumento de tarifa aún menos popular, lo que a su vez lleva a un peor servicio, mismo que genera mayor oposición a dicho aumento. El resultado es evidente: un pésimo servicio de transporte público derivado de una política diseñada para mantener tarifas bajas a cambio de la no regulación del servicio; con lo cual los concesionarios retienen la operación del sistema mientras el gobierno en turno se libera de su responsabilidad de regular e invertir en el transporte público.
Mantener tarifas bajas indudablemente tiene una justificación social, al mismo tiempo en que seguramente será cierto que el actual modelo de financiamiento dependiente del cobro de pasaje es insostenible e impide proveer un servicio de calidad. ¿Qué hacer? ¿Aumentar o no la tarifa? El problema no son las tarifas bajas sino la ausencia de mecanismos de compensación entre la tarifa técnica, es decir, el costo real de prestar el servicio en condiciones de calidad, y la tarifa que finalmente se cobra al usuario, o sea, 7.50 pesos –asumo que tanto los concesionarios como la Coordinación General de Movilidad conocen a cuánto equivale la tarifa técnica y, por lo tanto, la diferencia entre ambas.
En otras palabras, el problema se encuentra en la ausencia de subsidios u otros mecanismos para cubrir la diferencia entre tarifas, de manera que permita al mismo tiempo aumentar la calidad y mantener un precio asequible para los usuarios. De lo contrario, los concesionarios generalmente cubren esa diferencia eliminando los costos de mantenimiento o aumentando las horas laborales de los choferes o reduciendo los horarios de operación. Por supuesto, la asignación de subsidios o recursos adicionales debería estar sujeta no sólo a mecanismos que garanticen el uso transparente de los mismos, sino especialmente a la regulación efectiva del servicio por parte del Estado –lo que no sucede al día de hoy– para asegurar que éste se presta de manera confiable, segura y eficiente. Por lo tanto, la discusión debería enfocarse en cuáles podrían ser los mecanismos de compensación entre tarifas, qué porcentaje de la operación debería provenir del cobro de pasaje y cuánto de fuentes alternativas de financiamiento, así como en la manera en que pretende el gobierno retomar el control y la regulación del sistema de transporte público.
En conclusión, el transporte público generalmente requiere de subsidios o recursos adicionales para operar con calidad –a cambio de una verdadera regulación–, así como para mantener un precio accesible para los usuarios. Por un lado, los costos de operación difícilmente pueden ser cubiertos exclusivamente por el cobro de pasaje; por otro lado, la tarifa no puede ser tan elevada que impida a los usuarios hacer uso del servicio. Este es un dilema común; la diferencia está en la capacidad técnica y política de los gobiernos para ejecutar soluciones creativas, efectivas, oportunas y responsables que permitan garantizar un servicio de mejor calidad; la falta de capacidad o la ausencia de estrategia podría perpetuar la mala calidad del transporte público en la entidad. Veremos.
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