Voraces se alimentaron de perejil por lo menos una semana y media, dormían mucho, o al menos eso supongo, escalaban las pequeñas ramitas que coloqué en una caja de donas vacía con un fondo de tierra para macetas y una tapa de garrafón llena de agua, no tenía idea si los gusanos tomaban agua; de sólo observar, aprendí con asombro una serie de datos curiosos que sin duda se pueden encontrar fácilmente en internet, pero que jamás hubiera pensado en buscar, además, la experiencia de presenciar el momento no superará nunca lo que pueda mostrar una pantalla.
Uno cambió de piel y se la comió; el otro escapaba de la cajita un día sí y el otro también; el tercero, el más pequeño, no reaccionaba mucho y un día amaneció muerto, y el cuarto se mantuvo siempre muy discreto.
Sigilosos se colaron a una bolsa de tela que tenía los sándwiches, las bebidas y unos paquetes de botanas, la salida en familia al campo transcurrió con calma en medio de un campo reverdecido por las lluvias al lado de un riachuelo con agua un tanto turbia. No fue sino hasta que regresamos a casa que me percaté de aquellos pequeños polizontes y decidí cuidar de ellos.
Uno a uno y con pocos días de diferencia, se mantuvieron quietos por largo tiempo colgados de cabeza sobre una de las ramitas hasta que envolvieron su cuerpo y cambiaron su forma a un capullo sorprendentemente camuflado, el primero en hacerlo estaba rodeado de hojas de perejil y su coraza se tornó color verde, no así los otros dos que pegados a una rama más gruesa, se quedaron de un color café con un aspecto seco. Sostenidos de un hilo que rodeaba sus cuerpos, permanecieron en letargo más tiempo del que imaginaba.
Una tarde de lluvia el aire empujó el agua dentro del tejaban y los alcanzó dentro de la caja, comenzaron a moverse y así supe que no habían muerto dentro de sus capullos; días después, uno a uno, con pocos días de diferencia, comenzaron a emerger, el primero, el que en su primera fase fue el más grande permanecía colgado de cabeza sobre la rama, majestuoso con un par de alas aún débiles, las abrió y cerró un par de veces y al notar mi presencia empezó a caminar, a falta de saber usar su nuevo cuerpo se alejó con prontitud hasta la sombra de una maceta pegada a la pared. Salí de casa y al regreso ya se había ido.
Al segundo lo encontré muerto, fuera de su capullo, con las alas arrugadas parecía que no se habían terminado de formar, no había más que hacer.
El último en salir tuvo más tiempo para desentumecerse y descubrir su nueva forma, para cuando lo vi estaba muy activo, pegado a una hoja ancha de una planta cercana, apenas di un paso para verlo de cerca y emprendió el vuelo, golpeó contra la pared una vez y corrigió su vuelo para perderse en el cielo.