¿En qué consiste ser mexicano? Más allá de la evidente dificultad en homologar a un ejecutivo de Polanco en el D.F. con un indígena mixe, las diferencias -aparentemente más “sutiles”- entre una familia que se reúne el domingo a comer machitos o cabrito al pastor en Monterrey y la que come chipilín con bolita en Chiapas son mucho más profundas que lo que indica la mera gastronomía. Definir lo que es ser mexicano es una tarea bastante ardua.
México es muchos Méxicos. Nuestra larga y accidentada geografía permite una insospechada variedad de costumbres cuyas conexiones terminan siendo siempre ficticias: se ha dicho, por ejemplo, que ser católicos o guadalupanos nos da identidad -pasando por alto decenas de credos distintas, y por supuesto de descreencias-, pero ni siquiera la religión es la misma: en el norte Juan Soldado, el Niño Fidencio y Malverde han engrosado el santoral, hacia el sur hay un Niño doctor y el día de muertos aún es perfumado con Cempazúchitl.
Supongamos que el criterio se reduce sencillamente a las fronteras: ser mexicano, entonces -como ser alemán o chino- es, en un sentido, un mero accidente geográfico. Ser mexicano entonces es absolutamente contingente.
Por estos días asistimos al anual desfilar de banderas por las calles: se comercializa con el sentimiento de pertenencia aún cuando parezca tan difícil definir pertenencia a qué. Por supuesto que los bigotes falsos, el sombrero hiperbólico y el tránsito de banderas forman parte también de una impostura y un fenómeno parcial: el sector más pobre de nuestro país difícilmente participa de esta febrilidad tricolor, pero no puede ser menor cualquiera que sea la motivación que terminará atiborrando las plazas públicas de nuestro país.
Intentos por explicar la “mexicanidad” hay unos cuantos y bastante serios: El perfil del hombre y la cultura en México, de Ramos; el más leído Laberinto de la soledad, de Paz; la Fenomenología del relajo de Portilla y La jaula de la melancolía de Bartra. Evidentemente no tengo mucho que aportar sobre la identidad del mexicano. Una característica común en los análisis es sin duda la propensión a la fiesta -por brillantes y/u oscuras motivaciones-, de fiesta en la alegría y la tristeza, para los mexicanos, diría Paz “Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos”. ¿Será sencillamente el espíritu festivo lo que lleva a tantos mexicanos a gritar con pasión “Viva México, Viva” cada septiembre?
Creo que hay otra motivación pero no pertenece al ámbito de “lo que somos como mexicanos” sino al de “cómo nos vemos como mexicanos”, me parece que la celebración obedece en mayor medida a la percepción -más o menos atinada- de lo que somos. Me arriesgo a que suene a Perogrullo, pero lo que puede unir al que celebra con Sotol y al que se embriaga con Mezcal es la percepción que tienen del cómo somos. Si esto es correcto, la motivación histórica fue el orgullo de pertenencia a un pueblo como el nuestro. ¿Y qué percepción es esa, que nos haga ufanarnos? Que más allá de estas diferencias de costumbre y tradición, somos un pueblo amable y solidario. O lo habíamos sido.
Desde el exterior del país, más allá de los clichés del machista y del huevón (siesta bajo cacto incluida), también se nos concebía como un país de gente amable y en cierto sentido un pueblo tranquilo. Hoy no es así: el extranjero pone focos rojos en México, y se piensa dos veces su visita. Nosotros mismos hacemos eso. Salir a carretera ya es un desafío y ciertas costumbres otrora distintivas ahora nos son extrañas (entrar a comer a la casa de un desconocido, recoger a alguien en el camino) y sospechosas. En estos días hubo nuevos linchamientos por “confusiones”, con la locura de los “robachicos” (por cierto, vi, en una macabra broma, un post que circula con la imagen de un actor de cine acusado como uno de ellos); se reportó una caja de tráiler con más de cien cadáveres no reconocidos en Jalisco y la noche del sábado hubo una balacera en Garibaldi.
El discurso político que celebra a héroes que nos serán lejanos mientras el pueblo que construyeron se desmorona, el momento de inseguridad que nos pone alerta sobre las celebraciones públicas y la decadencia de esta noción de nosotros mismos debería ponernos antes de luto que de fiesta. Celebrar cualquier cosa sobre tanta sangre derramada es cuando menos escandaloso. Sin embargo, más allá del impostado grito, la falsa charrería y el bigote postizo (como señalaba Neruda), tal vez más que nunca merezca la pena unirnos en un deseo: “que viva México, que viva”, porque algo de él sigue muriendo.
/Aguascalientesplural | @alexvzuniga