La Jornada Semanal que apareció el pasado 15 de septiembre tuvo como tema central la Teología de la Liberación. Esta reflexión teológica impulsó –todavía no con el nombre de Teología de la Liberación- las Conclusiones más importantes de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, y ésta, a su vez, legitimó a la propia Teología de la Liberación.
Independientemente de dedicar otro artículo a ese pensamiento teológico de liberación, quiero ahora decir unas palabras a esa famosa reunión episcopal que tuvo lugar en Medellín, Colombia, hace precisamente cincuenta años, del veintiséis de agosto al ocho de septiembre de 1968, y que fue inaugurada por el Papa Pablo VI, en la primera visita de un Papa a América Latina. La Conferencia de Medellín llevó por título “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”.
Podemos decir que así como 1968 trajo la llamada “Primavera” de París y de Praga, se puede hablar también de una Primavera de la Iglesia Latinoamericana, a partir de la Conferencia de Medellín.
Tuve noticia de la Conferencia Episcopal de Medellín, en los últimos meses de 1968 o primeros de 1969. Cursaba entonces mi último año de bachillerato en la Preparatoria del Instituto Autónomo de Ciencias y Tecnología (IACT), hoy Universidad Autónoma de Aguascalientes, y participaba en un grupo católico de apostolado estudiantil, la Corporación de Estudiantes Mexicanos (CEM). En una de las pláticas de formación cristiana al interno del grupo, recuerdo que se trató de los “Documentos de Medellín”. Nuestro asesor, el P. Javier Castañeda, sintetizó en una frase el contenido de esas conclusiones episcopales; si mi memoria no me traiciona, dijo: “La salvación no es sólo en el cielo, sino que comienza en la tierra, logrando la justicia en la sociedad”, sino es textual, sí es el sentido de sus palabras.
Esa idea, por sí sola, compendia la visión eclesial que propuso la reunión de Medellín: no sólo importan las almas, sino también los cuerpos; el Reino de Dios no es sólo el cielo al que llegaremos, bajo ciertas condiciones, después de la muerte, sino que ese Reino se construye, e implica justicia y paz, y los cristianos tenemos que ver en su producción; a los cristianos, por lo tanto, no sólo nos interesa el templo y la sacristía, sino la sociedad, el mundo.
He dicho que a partir de Medellín se inicia una Primavera de la Iglesia Latinoamericana. La Conferencia Episcopal celebrada en Colombia en 1968, recoge una vivencia eclesial, que expresa en sus Documentos, e impulsa una evangelización integral que compromete no sólo la proclamación de la Palabra, sino el testimonio de amor y la búsqueda de una sociedad más justa que lleve a una verdadera paz. Pues, como se afirma en el Documento Paz: “La paz es, ante todo, obra de la justicia. Supone la instauración de un orden justo en el que los hombres pueden realizarse como hombres, en donde su dignidad sea respetada, sus legítimas aspiraciones satisfechas, su acceso a la verdad reconocido, su libertad personal garantizada.” (Paz, II, 14)
La Conferencia de Medellín, retoma la tradición defensora de la justicia y los derechos de los empobrecidos que hacen los obispos latinoamericanos en el siglo XVI, como Bartolomé de Las Casas y Vasco de Quiroga -por mencionar sólo a dos-, y pone de manifiesto para los cristianos de hoy, habitantes de este subcontinente, su responsabilidad por la justicia.
Estoy convencido de que la Iglesia Latinoamericana ha sido profundamente marcada por Medellín; esto pese a la restauración de la vieja pastoral espiritualista, desencarnada, y sin compromiso social, a partir de mediados de los años ochenta. El trabajo eclesial de aproximadamente 25 años no se borra a pesar de la restauración. Entre 1960 y 1985, es decir los tiempos que preparan Medellín y los que corren por su inspiración, son extraordinariamente ricos en la vida eclesial latinoamericana, de tal modo que su huella está presente, y si se le encuentra inspira y puede seguirse.
Muchos consideran que la historia de la Iglesia en América Latina se puede dividir en dos etapas: antes y después de Medellín. Ese grado de importancia tiene el aporte del Episcopado Latinoamericano en 1968. Considero que las conclusiones de la Reunión de 1968 son muy ricas en todos sus aspectos, pero abreviando un poco me atrevería a destacar tres:
1).- Reconocimiento del pecado, también como una situación.
2).- Ligar a la fe cristiana, la búsqueda de la justicia y la paz.
3).- El propósito de la pobreza que hace la Iglesia.
Los obispos reunidos en Medellín, entendieron perfectamente que el pecado trasciende al ser humano y pasa a formar parte de la organización social. En el documento “Paz” dicen: “Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, el subdesarrollo latinoamericano, con características propias en los diversos países, es una injusta situación promotora de tensiones que conspiran contra la paz… Al hablar de una situación de injusticia nos referimos a aquellas realidades que expresan una situación de pecado…” (I, 1.).
El pecado es el mal. Es todo aquello que obstaculiza el Reino de Dios, buscado por el mismo Jesús. Ese pecado nace del corazón del ser humano, pero no se queda sólo en los individuos que lo generamos, sino que trasciende la dimensión individual y se vuelve una realidad ajena al individuo, constituyéndose en situaciones sociales de pecado, esto es, en estructuras pecaminosas. De esas estructuras injustas que atentan contra el ser humano y la naturaleza, sin embargo, somos responsables, como pecado de todos. Y, como dice el teólogo Arturo Paoli, es un pecado que los curas no puedan absolver, sólo queda, como producto de nuestra responsabilidad, llevar a cabo acciones políticas, económicas y ecológicas para tratar de erradicarlo, es decir, para producir la justicia, la paz y la armonía.
El pecado crea, entonces, situaciones sociales opresivas e injustas para los seres humanos. Los cristianos, como seguidores de Jesús en la construcción del Reino del Padre, debemos erradicar el pecado tanto en lo individual como en las estructuras opresivas del ser humano, y por lo tanto, debemos estar siempre en una actitud de conversión y en una lucha por la justicia. “La búsqueda cristiana de la justicia es una exigencia de la enseñanza bíblica. Todos los hombres somos humildes administradores de los bienes. En la búsqueda de la salvación debemos evitar el dualismo que separa las tareas temporales de la santificación… Creemos que el amor a Cristo y a nuestros hermanos será no sólo la gran fuerza liberadora de la injusticia y la opresión…” (“Justicia” II, 5).
Por otro lado, ante la miseria del pueblo latinoamericano, los obispos reunidos en Medellín, sienten la necesidad evangélica de una Iglesia más pobre, e incluso el documento número 14 lo titulan “Pobreza de la Iglesia”. Manifiestan: “Cristo nuestro Salvador no sólo amó a los pobres, sino que siendo rico se hizo pobre, vivió en la pobreza, centró su misión en el anuncio de los pobres de su liberación… La pobreza de la Iglesia y de sus miembros en América Latina debe ser signo y compromiso. Signo del valor inestimable del pobre a los ojos de Dios: compromiso de solidaridad con los que sufren” (14, II, 7).
Como decía, a pesar del conservadurismo de las jerarquías eclesiales, contra las que incluso lucha este Papa latinoamericano, Francisco I, a pesar de ello, digo, las Conclusiones de la Conferencia Episcopal de Medellín han sido trascendentales para la vida de muchos cristianos en América Latina. Todavía inspiran, hoy mismo, muchas acciones de cristianos a favor y junto con los empobrecidos en sus derechos, en sus reclamos de vida justa y digna.