A 50 años de una de las épocas más trágicas para México, en particular para los estudiantes y universitarios, es necesario buscar la reflexión en torno a la violencia y los factores que pueden estar fermentando su emergencia, en especial aquellas prácticas o expresiones desapercibidas que se han normalizado, haciendo del odio, la exclusión, el arribismo y la venganza parte de nuestros estilos de vida. En septiembre de 1968 se suscitó la masacre de San Miguel Canoa, donde los habitantes lincharon a trabajadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, y en octubre ocurrió Tlatelolco, la represión del Movimiento del 68, otra aniquilación. Cada uno de estos hechos cuenta con su propio cariz, pero el común denominador fue el rechazo a la diferencia, por incapacidad orillada o con plena intención de negarla, lo cual, a 50 años después, ratifica uno de los más grandes pendientes de nuestra república democrática: el respeto y la posibilidad de convivir con el otro, con el distinto.
La masacre en San Miguel Canoa es un negro episodio en la historia de la educación superior en nuestro país, no sólo porque sus víctimas fueron universitarios, sino porque se sitúa en un periodo en el que la educación y la ciencia parecían irrumpir en las costumbres de una nación que se resistía al proceso de modernización global. Para comprender a Canoa se debe considerar el caciquismo del pastor del pueblo, quien se aprovechaba de la religiosidad de la comunidad y del abandono por parte del Estado, haciéndole llegar al fanatismo. El comunismo, el pensamiento crítico (impulsado por el revisionismo de la tradición marxista) y el intercambio de información internacional que se hacía cada vez más fácil, representaban por sí mismos un atentado a la estabilidad del status quo pues, al menos, significaban cuestionamiento y la posibilidad de pensar en otras realidades.
Es así que la agresión a los trabajadores universitarios fue resultado de una serie asignaturas pendientes: la histórica negligencia del Estado en las zonas de mayor vulnerabilidad, la falta de extensión de los beneficios de la ciencia y la educación, además del inacabado proyecto de establecer un Estado laico, entendido como uno donde sea posible la diversidad de culto y donde la actuación de cada uno de ellos esté delimitada a sus propios espacios de religiosidad, sin determinar la vida pública y mucho menos la de los individuos. Sin embargo, muy a pesar de sus particularidades, el punto de quiebre fue la negación a la diferencia, junto con los imaginarios que se le llegan a atribuir a lo distante.
En este sentido, también es indispensable aceptar que, debido a ese y otros sucesos en San Miguel Canoa, se ha conformado una imagen nociva sobre sus pobladores, pues incluso en algunas investigaciones se señala que los jóvenes de dicha localidad se enfrentan a un alto rechazo al buscar empleo, pues llegan a ser considerados de manera premeditada como violentos. Es peligroso olvidar, pero también lo es volver a caer, paradójicamente, en las mismas transgresiones que se pretenden erradicar: la violencia, el fanatismo.
Por su parte, el Movimiento del 68 representaba una amenaza al proyecto de estabilidad social para el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, que implicaba un gobierno totalitario, así como una incipiente reforma al sistema de la educación superior en México, la cual buscaba priorizar la formación técnica ante la perspectiva desarrollista que preponderaba el crecimiento económico con base en la industrialización. Sin embargo, no se pueden negar los diferentes fenómenos que se presentaron con anterioridad al interior de la UNAM, como las pugnas entre diversos grupos políticos, religiosos y sociales (documentadas por diversos investigadores de la educación), que fomentaron en su comunidad universitaria la búsqueda de una autonomía sustantiva, que permitiese la discusión política, la crítica social y la incidencia positiva real de los universitarios en su entorno. El Movimiento del 68 en México no fue aislado, pues también se presentaron otros a nivel internacional que, en gran parte, derivaron del silencioso combate entre el socialismo y el capitalismo, que implicó en las instituciones de educación superior el cuestionamiento sobre la desigualdad social, la guerra, el colonialismo y el imperialismo.
Los jóvenes del 68, del Movimiento del 68, encarnaban el cuestionamiento a las formas establecidas de pensar, actuar, administrar y dirigir los esfuerzos de las instituciones. Los jóvenes del 68 eran una masa cargada de estigmas, prejuicios e ideas negativas: comunistas que atentaban a la estabilidad de los intereses económicos nacionales, rebeldes que amenazaban con destruir los esquemas familiares tradicionales, irresponsables buscapleitos, libertinos sexuales. El 68 llegó como marea ante una población incapaz de escuchar y dialogar. El 68, ¿un crimen de Estado? Muy a pesar de las inagotables investigaciones, el sí es rotundo. Sin embargo, ¿dónde queda la responsabilidad de la sociedad espectadora? A 50 años, el lastre continúa.
A 50 años de Canoa, a 50 del 68, es necesario impulsar una profusa reflexión sobre la ciudadanía y la democracia que requiere nuestro país para avanzar hacia estadios de mayor respeto, solidaridad y paz. Por una parte, la responsabilidad de los centros de educación y desarrollo del conocimiento para, además de poner herramientas de mejora a disposición de los diferentes sectores de la sociedad, extender el pensamiento crítico y la introspección hacia la población, en particular en las comunidades más vulnerables; por otra, la responsabilidad del Estado de fomentar mecanismos para reducir las brechas de desigualdad, para transformar los escenarios de cultivo de violencia y resentimiento social, para impulsar la convivencia entre diferentes realidades para forjar una tolerancia sustantiva, promover la libertad de expresión deliberativa, responsable y empática, para así responder al compromiso de una nación incluyente. A 50 años de Canoa, a 50 del 68, es urgente volver a su reflexión.
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