Luego de largas y exhaustivas discusiones en redes sociales en que la derecha católica se esforzó por dejar en claro su postura en contra de la despenalización del aborto, dando argumentos confesionales que pretenden generalizar para las mujeres, ofreciendo soluciones utópicas que dejan en claro que aman más sus propias creencias que el bienestar en general de la población a la que pertenecen, esta semana volvió a resurgir con una crudeza enorme el tema de la pederastia al interior de la Iglesia católica.
Una investigación en Pensilvania revive el doloroso, el terrible, el vergonzante caso de los sacerdotes que han abusado y más aún, que han sido protegidos por las cúpulas de su propia organización para quedar impunes sobre los abusos a menores de edad. Los relatos son escalofriantes, las víctimas se calculan en centenas o miles, y los pormenores son dignos de la más retorcida historia de terror imaginable: niñas y niños abusados con amenazas de infierno, mancillados con símbolos religiosos, obligadas y obligados a callar por miedo o vergüenza, por figuras de autoridad que no sólo abusaron de su poder en el acto, sino que dejaron una marca indeleble de doloroso silencio y amenaza.
Ahí están los casos del país del norte, y hay más, como el exhaustivamente documentado en The Keepers –que puede encontrarse en Netflix-, y los casos que han sido de dominio público en México por décadas. Conocemos bien el infame apellido Maciel, y su relación con Karol Józef Wojtyła, el encubrimiento de sacerdotes abusadores que fueron, a lo mucho, removidos de diócesis, retirados a un tiempo de reflexión, protegidos por su iglesia para evitar la justicia laica, dejando los garantes civiles de lado a través del poder político que sigue teniendo esa corporación religiosa en este y en otros países.
Flaco favor hacen sus fieles a la Iglesia al no denunciar, a no participar duramente de la crítica, del reconocimiento vergonzoso, pero necesario del daño. El propio Juan Pablo II tuvo el gesto histórico de disculparse por Galileo quien estuvo a punto de ser muerto por decir una “salvajada” tal como que la tierra rotaba alrededor del sol. El hecho de recular públicamente le salvó de la muerte. No corrió la misma suerte Bruno quien prefirió sostener la verdad que abjurar sobre sus descubrimientos y terminó reducido a cenizas, quemado vivo en la hoguera: recordatorio eterno de la peor de las vergüenzas para la especie humana: no sólo matar en el nombre de un dios que se supone todo bondad, sino hacerlo con la perversa convicción de la infalibilidad: con el peligrosísimo poder de creer que lo que creemos es incuestionable.
Las y los mismos católicos que hace unas semanas defendían una vida en abstracto, aquella que ponen lo humano en potencia por encima del acto humano que es una mujer con proyectos, recuerdos, relaciones sociales y un sinfín de complejidades, obligándola a actuar conforme sus incuestionables convicciones e ignorando los datos científicos y estadísticos a nivel mundial, este mismo grupo hoy calla. Se extenúan en describir el dolor del cigoto, hacen narrativas sobre cómo el feto sufre, poniéndole una voz ficticia, dotándolo de licencias literarias, pero al mismo tiempo ignoran el dolor concreto de niñas y niños marcados de por vida. Niñas y niños con proyectos, recuerdos, relaciones sociales y un sinfín de complejidades.
Flaco favor hacen a su iglesia porque reconocer la verdad no es renunciar a sus creencias. Porque mal haría la izquierda en no reconocer los horrores de sus dictadores. Porque reconocer el vergonzoso episodio de Stalin, los campos de concentración de Castro, la hambruna con que Chávez y Maduro sometieron a su pueblo, las atrocidades que Guevara propició a sus enemigos, habla sólo del compromiso con la propia izquierda. Así, los católicos, si esperan fortalecer la institución a la que pertenecen, la que ya sufrió hace unos años la renuncia de su jerarca, deben de transitar el camino de exigir la limpieza jurídica y espiritual de quienes se erigen como sus representantes.
Mal haríamos en generalizar sobre la religión. Es indudable que tiene beneficios, que hay gente buena en ella, que hay bienintencionadas y bienintencionados, que las y los buenos son más. Que estos sacerdotes pederastas no hacen más que reflejar la cruda realidad humana. La verdad de que ninguna institución es infalible a la maldad y la perversión. Pero protegerlos es como pensar que tolerar la corrupción es un precio para que los gobiernos no caigan y vayamos a la revolución o la anarquía. Pasa todo lo contrario: cualquier miembro de un club específico debería preocuparse porque su club tuviera buena fama, porque ganara adeptos, por expulsar a quienes generen mala imagen, a quienes elijan a lo Sartre, para su estirpe, lo que será una sombra indeleble por décadas. El silencio en este caso aterra, sobre todo porque por omisión o permisión, se vuelve cómplice.
/Aguascalientesplural | @alexvzuniga