Vivimos en una época de lucha entre dos visiones de cómo debe conducirse la política exterior de un país. Una está basada en el autoritarismo escudado en la soberanía nacional, la segunda, en los derechos humanos y la responsabilidad compartida. Este cambio tuvo sus muestras más escandalosas con el Brexit y Trump, pero creo que cobra más sentido si analizamos su desarrollo a partir de una visión de transición y época. La época que vino antes de la transición que estamos viviendo fue la Guerra Fría, y tras su fin, el mundo experimentó fuertes cambios.
Los años desde la caída del muro de Berlín trajeron ideas que iban en línea con el espíritu del momento: la gran lucha había terminado. Llegaba a su fin la batalla del siglo, el comunismo había caído ante las presiones del capitalismo. La Unión Soviética, la nación que llevó al hombre al espacio, se desintegró y dejó tras de sí una ola de democratización en el mundo. Las cartas estaban sobre la mesa, y el juego había terminado, proclamó Fukuyama en su El Fin de la Historia. La paz reinaría en general, y habría una serie de valores predominantes que regirían el mundo del mañana.
Desgraciadamente, su predicción estaría equivocada; la guerra de los Balcanes y la Guerra del Golfo nos darían dos fuertes lecciones. La primera, que había conflictos regionales que surgirían con la nueva configuración geopolítica y social. La segunda, que las tentaciones de ser la potencia en un planeta unipolar pueden llevar a que la ambición se desborde. Las condiciones políticas se imponen a la moral. Este fue el error de Francis: confundía el sentimiento de un gran acontecimiento con sus efectos.
Luego vendría el 11 de septiembre, América estaba bajo ataque y el hegemón se sacudía seriamente por primera vez. Esta es la marca indeleble de nuestros tiempos: el reto a la hegemonía norteamericana. Estamos en una época posterior a los 90 del desencanto de Fukuyama: ahora el resto del mundo está luchando por un mundo multipolar.
Los norteamericanos enfrentándose seriamente con China en el terreno del comercio. Además, su democracia acaba de ser sacudida por una interferencia rusa real, pero de una dimensión dudosa. Rusia, heredera histórica (militar, científica, geográfica, demográfica, cultural y académica) de la Unión Soviética, está respondiendo; lento pero seguro. Actuó de forma preventiva en Ucrania, aprendiendo de la experiencia de esperar a que la OTAN hiciera un movimiento como en Kosovo. Tomaron Crimea y nadie movió un dedo, al menos no en términos militares. Aguantaron la presión americana frente a diferentes escenarios frente a Obama. Es claro que aún con este combate en la “cima” del poder internacional, continuación directa de la confrontación que protagonizó la Guerra Fría, el mundo es uno muy diferente.
Para empezar, no solo Rusia no es la Unión Soviética, sino el Estados Unidos de Reagan no es el America de Trump. Esto ha causado que los bandos no estén tan definidos como antes, y los estados más pequeños tengan más espacio para maniobrar. Además, la tecnología ha avanzado, posibilitando nuevos terrenos de competencia, conflicto y significación para personas y gobiernos en todo el mundo.
Esto ha dado paso a situaciones muy interesantes, incluyendo una que brilla por la emblemática que es: el tweet que enfrentó a Canadá y Arabia Saudita. Tras el encarcelamiento de una activista saudí, la cuenta de Foreign Policy Canada (Política Exterior Canadá) tuiteó lo siguiente:
“Canadá está seriamente preocupado sobre los nuevos arrestos de miembros de la sociedad civil y de activistas de derechos de las mujeres en #ArabiaSaudita, incluyendo a Samar Badawi. Exhortamos a las autoridades saudíes a liberarlas inmediatamente a ellos y a todos los activistas por los #derechoshumanos” (traducción propia)
Los saudís reaccionaron expulsando al Embajador canadiense en Riad, convocando a su embajador en Ottawa, sacando a todos sus estudiantes de intercambio y cancelando tratos comerciales con Canadá.
Es un país poco importante económicamente para ellos y una buena oportunidad para dar un mensaje al mundo, una amenaza para quien ose meterse con los saudís: si te metes con sus asuntos internos, serás considerado un enemigo.
Esto se explica en buena medida porque Estados Unidos tiene un presidente que ha mostrado claramente que no le causará problemas a los saudís en relación a los derechos humanos. Let’s do some bussiness. Por otra parte, Egipto y Rusia han hecho declaraciones que defienden la soberanía de Arabia Saudita y critican la postura canadiense por soberbia e intervencionista. La hegemonía ideológica de los derechos humanos, al menos como el discurso de lo correcto en la conducción de la política exterior, está siendo desafiada. Esta es la causa principal del comportamiento saudí y el mensaje de pragmatismo que muestran sus acciones en su profundidad: “si Estados Unidos no se opone a nuestras acciones, nadie puede hacerlo”.
Y este es precisamente el punto central por el que Canadá se encuentra en esta situación. La postura de Trudeau frente al los temas de derechos humanos y su intención natural de responderle a sus críticos no son suficientes para explicar que Canadá ahora salga de esta escaramuza como un paladín internacional de los derechos humanos. Es la ausencia de una enérgica respuesta americana que reclamará su lugar como el defensor (en el discurso, claro está) de los derechos humanos.
A los canadienses se les conoce en el mundo por su gentileza y amabilidad, es una especie de estereotipo. Este caso puede interpretarse en este sentido, con un Trudeau que aprovecha la situación para incrementar su popularidad, pero que en el fondo sabe que las reglas del juego han cambiado y que él se acaba de dar cuenta.
Canadá, por un tuit que hubiera sido de rutina en los años de Obama (y en los años Clinton y Bush) es ahora el único país que está decididamente denunciando el arresto de una activista en Arabia Saudita. Hoy más que nunca, está claro que el fin de la historia no ha llegado.
@joseemuzquiz