No es la primera vez que cuento esta historia: cuando recién llegué a vivir a Concepción, la ciudad de Chile que quedó devastada tras el terremoto de 2010, la situación era terrible: no era poco común encontrar gente en la calle que de pronto, a solas, caminando, en la plática de café, en una tienda de abarrotes, se echaba a llorar. La sensación de luto y apremio cubría toda la ciudad con un manto lúgubre. Apenas unos meses después comenzó la edición mundialista en Sudáfrica. Por primera vez en varias décadas, la selección chilena avanzaba de fase de grupos. Fue verdaderamente impresionante el cambio emocional que se vivió. La ciudad se vistió de fiesta unas semanas, renovó sus ánimos. Los niños, que parecían haber desaparecido por meses, poblaban las calles con la playera de su selección, o hacían rodar el balón imitando a sus jugadores favoritos. Los seleccionados eran héroes que incluso en la más dura catástrofe daban alegría, regresaban la esperanza a su pueblo. Eso tiene el fútbol, que he dicho, es sólo un juego, no más que eso, pero tampoco menos que eso. El juego es un lujo que, aunque no pocas especies se dan, se revela en la práctica humana en todo su esplendor.
Se terminó una edición más del mundial de fútbol. Una vez más este deporte movió sueños, rompió corazones, provocó disgustos, tal vez peleas, hermanamientos insospechados, nuevas amistades y otro sinfín de emociones durante unas semanas. Para México significó, una vez más, la confirmación de nuestro lugar en el universo de este deporte. Somos parte de los dieciséis mejores equipos del mundo. Lo hemos sido sin falta desde 1994. Pero no de los primeros ocho. Tampoco damos para más. Ése es nuestro lugar y no es poco mérito, aunque suele sabernos a derrota. En todos estos años sólo Brasil ha logrado pasar la primera fase eliminatoria junto con nuestro seleccionado. El tercero que compartía ese podio se quedó fuera, un campeón con aspiraciones a repetir su corona, Alemania, que demostraría a la postre de su improbable derrota contra la tricolor, ser un equipo viejo, lento, venido a menos, con la necesidad de un recambio generacional. México, podríamos decir, ya está para ganarle a cualquiera, pero en los momentos decisivos, pareciera que cualquiera puede ganarle. Incluso selecciones que en ediciones recientes no pasaron de la primera ronda se mostraron sorpresivamente potentes en este mundial.
Bélgica comprobó su buena fama, un país pequeño que juega al fútbol de manera alegre y letal, dejó fuera al siempre poderoso Brasil, pero sería vencido sólo por quienes ulteriormente serían los campeones. Argentina le quitó a Messi su sueño de ser campeón, a pesar de que muchos pensamos que es acaso el mejor jugador de la historia, ese adeudo le impedirá estar indiscutiblemente al nivel de Pelé o Maradona. Otro que pasó su mejor momento sin probar esas mieles es Cristiano Ronaldo. Inglaterra una vez más quedó por debajo de las expectativas de su hinchada. Uruguay y Colombia, países latinoamericanos que llegaron más lejos, demostraron que el pundonor es necesario, pero no suficiente para hacer historia. Pasó lo mismo con el subcampeón: un equipo sorprendentemente aguerrido que llegó a la final con un partido más (luego de 3 tiempos extras de media hora) y un día menos de descanso, ayer fue quien puso las ganas, el coraje, el tesón de la hombrada, pero no le alcanzó. Sin que le quite un ápice de mérito a la revelación mundialista, no pudieron contra una letal Francia. Poderosa, rápida, despiadada y contundente. El único que equipo que no estuvo en apuros reales ni una sola vez en toda la justa.
El campeón es un equipo al que ya podemos saludar como potencia mundial. Plagado de jugadores de ascendencia africana (14 de los 23 seleccionados provienen de Guinea, Mali, Senegal, Angola, Argelia, Marruecos, Camerún y la República Democrática del Congo); el himno integracionista Black Blanc Beur nacido en el 84 y coreado alegremente en el 98 como una celebración de la integración y de la ciudadanía por encima de la nacionalidad, se confirma con toda su fuerza. Sé que habrá quien me tache de exagerado, y que no se debe mezclar política con fútbol (como si eso fuera posible), pero haber sorteado el peligro de Le Pen y mostrarse como una potencia interracial no son poca cosa para un país que sigue cosechando simpatía mundial.
Viene una larga sequía. Nada se compara a la competencia mundial. Pero queda, creo yo, un buen sabor de boca: Rusia se abrió al mundo; se vislumbran ya los herederos de Messi y Cristiano para el futuro (creo que Neymar confirmó que él no lo es); aunque aún falta mucho de afinar los procesos se estrenó, con momentos muy afortunados -pondero-, el sistema de asistencia por vídeo para los árbitros; y seguimos uniéndonos, de todos los rincones del país, en los horarios más improbables por esos espacios de dos horas, no sólo los dos países involucrados, sino millones de espectadores en el mundo que disfrutamos de ese deporte que es sólo un juego, pero no menos que eso.
/aguascalientesplural | @alexvzuniga