“¿Por qué no inviertes tu tiempo en algo más trascendente?”, me sugirió una amiga de la universidad, tras echar un vistazo a mi muro de Facebook. Recién me había inscrito a un curso de cocina mediterránea y había publicado un álbum fotográfico de los platillos que preparábamos en clase. No la culpo de hacerme ese sutil reproche. La cocina doméstica ha sido un oficio menospreciado y anónimo, asignado por convención a nuestro sexo, junto con el cuidado del esposo y de los hijos. En la sociedad alemana conservadora del siglo XX, este papel se resumía en una fórmula conocida como la “triple K”: Kinder, Küche, Kirche (niños, cocina e iglesia). En nuestro país, en la época de la Revolución, surgió un refrán equivalente: “Las mujeres pa’l metate y pa’l petate”. Esa idiosincrasia se siguió expresando en la llamada “sabiduría popular”. En mi niñez, cuando una joven preparaba un festín, solían decirle a modo de cumplido: “¡Ya te puedes casar!”. ¿Por qué habría yo de cocinar, si estudié una profesión para escapar al destino de las amas de casa?
Durante el mes pasado estuve viendo en Netflix Chef’s Table (David Gelb, 2016), una serie de biografías de chefs aclamados por el público. La mayoría, hombres y mujeres, empezaron a cocinar por razones similares. Una figura femenina (ya sea la madre, la abuela o una tía), con excepcionales dotes culinarias, les infundió el amor por la cocina. O bien, aprendieron el oficio de padres restauranteros y luego heredaron el negocio. Se habían consagrado al arte culinario para honrar su linaje y para remontarse a su infancia. Por el contrario, para las mujeres de mi casa, guisar era un deber engorroso. Sólo en Navidad, Año Nuevo o días festivos, lo asociaban al placer y al regocijo. Salvo por el recuerdo del pozole, la pancita, la barbacoa, las carnitas, los tacos o las quesadillas, no poseo una entrañable memoria culinaria. Cocinar era un hábito mecánico y tedioso, que mi familia rompía con ánimo festivo cuando íbamos a comer a los changarros, a los tianguis o a una cadena de fast-food.
La crisis de los 30
En mi adolescencia me jactaba de que “se me quemaba el agua”. Nunca quise aprender a cocinar. Tampoco me lo exigieron mi madre ni mi abuela, con quienes crecí. Esto no significó un problema hasta que me independicé y sufrí los rigores de la ignorancia. En mi vivienda de soltera, consumí hasta el hartazgo comida procesada y era clienta asidua de las fondas de “comida corrida”, donde los comensales juegan a la ruleta rusa de las enfermedades gastrointestinales, pues desconocen a ciencia cierta en qué condiciones se han preparado los alimentos y de qué calidad son. Ese periodo me enseñó una lección: si una mujer aspira a ser independiente, debe aprender el ABC de la cocina por su propio bien. A menos que pague carretadas de dinero, nadie se hará responsable de su alimentación. Pero, siendo honesta, yo no pisé una escuela de cocina sino en calidad de mujer casada y con el patrocinio de mi pareja. Él no me presionó en absoluto, pues cuenta con una cocinera de planta. En realidad, el factor decisivo fue la llamada “crisis de los 30”, que me ha obligado a cuestionar mis esquemas y a enriquecer mi visión del mundo.
Entendí claramente mis motivaciones cuando vi la película Julie & Julia (Nora Ephron, 2009), basada en dos historias reales. Presa del aburrimiento y de la frustración, en el año 2002 la joven Julie Powell se propuso cocinar en el lapso de un año las 524 recetas de Mastering the Art of French Cooking (Dominando el arte de la cocina francesa), publicado en los años sesenta por Julia Child. Pese a la diferencia de épocas y contextos, las biografías de Julie y Julia guardan estrechos paralelismos. Estudiaron una carrera universitaria y trabajaron en la burocracia, desempeñando labores un tanto anodinas. Un poco tardíamente, cuando ya eran unas esposas treintañeras, descubrieron su pasión por la alta cocina y la transmitieron a través de géneros literarios marginales: Julia Child, con un enciclopédico recetario de cocina; Julie Powell, con las 365 entradas de un blog titulado “The Julia Project” (El proyecto de Julia), donde a diario compartía sus experiencias al preparar cada receta. Cuando la vida parecía no depararles mayores sorpresas, un pasatiempo “frívolo” las transformó en autoras y en figuras mediáticas.
Estudiar en el aparador
Más o menos ésa fue mi puerta de entrada al mundo de la nouvelle cuisine, que se distingue por la belleza, la elegancia y la impecabilidad de sus procedimientos. Desde hace cuatro años vivo en Cuernavaca, una ciudad dormitorio, donde los días transcurren con monotonía. Profesionista freelancer, a unos cien kilómetros de mi familia y amigos, me sentí muy aislada por partida doble. La depresión amenazaba con paralizarme cuando reparé en un moderno edificio transparente y de acabados metálicos, similar a la casa de Big Brother. Era un instituto culinario. “Voy a estudiar en el aparador”, me propuse en un arrebato de entusiasmo. Asistir a clases elevó mi nivel de compromiso y me restituyó el sentido de pertenencia a un grupo o Zugehörigkeit, como se dice en alemán. También surtió efectos positivos en mi estado de ánimo, debido al carácter dual de la cocina: es un rito que practico a solas o en compañía, para mi bienestar, pero también para el bienestar de los otros. Sacia mis pulsiones individualistas, así como mi necesidad de trato social: una receta eficaz en contra de la neurosis depresiva, que se traduce en malos hábitos alimenticios.
Por estas razones me he apasionado por la cocina. Como la literatura, ha despertado mi curiosidad por otros países, culturas, idiomas, personajes y estilos de vida. Parafraseando a Wittgenstein, descubrí que “los límites de mi paladar son los límites de mi mundo”. Además, la cocina me ha ayudado a comprender mejor la naturaleza de la escritura. Artes, oficios y medios de comunicación, la cocina y la escritura se aprenden y perfeccionan en la academia o al margen de ella. En este proceso, las buenas intenciones no bastan. Se necesita intuición, capacidad para concentrarse, incontables horas de práctica, tolerancia a la frustración para servir un banquete suculento o publicar una obra memorable. Pero nadie puede sentirse demasiado complacido con sus méritos, a menos que sea un soberbio o un mediocre: la autocrítica y la insatisfacción permanentes son indispensables para adquirir cierta maestría y para reinventarse. Pero las mujeres se enfrentan con un grado de exigencia mucho mayor, pues tanto la cocina como la escritura son terrenos donde han llevado la batuta las figuras masculinas.
La sartén por el mango
Desde tiempos inmemoriales, las mujeres se han hecho cargo de la cocina doméstica. Pero alrededor del mundo, son principalmente los hombres quienes han gozado de prestigio dirigiendo las cocinas profesionales. En La autoría emergente en gastronomía y la escritura autobiográfica de las cocineras (UNAM, 2017), Julieta Flores Jurado subraya esa paradoja: “Hay un árbol genealógico de los grandes cocineros de la historia, y en esta familia de artistas es casi imposible encontrar el nombre de una mujer antes de la segunda mitad del siglo XX”. La desigualdad de género persiste hoy en día. Pude constatarlo en el Liceo donde estudié: tanto la planta de maestros como la de alumnos está conformada, en gran parte, por hombres.
Esto se debe a múltiples factores, pero haré hincapié en dos. El primero es el escaso apoyo moral en el hogar, donde la cocina no suele ser vista como una ocupación digna. La monja budista Jeong Kwang, llamada “La filósofa de la cocina”, defraudó las expectativas de su padre cuando emprendió el camino que la convirtió en una celebrity chef. Sólo una firme determinación y una gran perseverancia le permitieron sobreponerse al desaliento. Pero a veces las chefs pecan de humildad y no aprecian el potencial de sus recetas. Christina Tosi, fundadora de la cadena estadunidense Milk Bar, requirió de un paladar experto que le infundiera la suficiente confianza como para lanzar al mercado su concepto de repostería.
El segundo factor es el ninguneo, basado en prejuicios sexistas muy arraigados. Las mujeres no obtienen el mismo reconocimiento que los hombres en materia culinaria. El imaginario colectivo, que las identifica con los sentimientos y las emociones, atribuye sus logros a la “tradición”. En el caso de los hombres, a quienes concibe como seres más bien racionales, los adjudica a su “genio” y “originalidad”. Para ser tomadas en serio, las chefs deben incluso adoptar un estilo andrógino: andar de pelo corto, sin maquillaje y hasta lucir cierta musculatura, como explica Charlotte Druckman en su artículo “¿Por qué no ha habido grandes mujeres chefs?” (Gastronómica, 2010). Otras de plano tienen que camuflar su persona entera. Niki Nakayama, propietaria de un restaurante japonés de Los Ángeles, ocultó la cocina tras un enorme biombo. Ciertos comensales, al observar que una mujer preparaba el menú, mostraban una predisposición a descalificar los platillos.
Curiosamente, en las estudiantes de posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras, percibí también esa propensión a disimular o borrar los rasgos de feminidad. Por usar maquillaje, faldas, vestidos y zapatos de tacón, yo sufrí el estigma de material girl en mi paso por las aulas universitarias. Pero más allá de los disfraces y de los escondites, algunos atributos “masculinos” o anticonvencionales sí han sido esenciales para alcanzar el éxito no sólo en el medio culinario, sino en las artes en general, como reconoce la historiadora Linda Nochlin. Hace falta un talante de workaholic, una buena dosis de ambición y un espíritu competitivo. Ser la primera en llegar, la última en irte, trabajar tiempo extra, correr riesgos y sacrificar muchos aspectos de la vida privada son los requisitos para tener la sartén por el mango.
Romper con los estereotipos
En las sociedades modernas existe el prejuicio de que las mujeres sólo desperdician su tiempo, talento y energías desempeñando tareas culinarias. Pero debemos romper con los estereotipos que limitan nuestro margen de acción, aun con los de corte progresista. La cocina es, en realidad, una manifestación cultural más compleja, que expresa una amplia gama de posturas políticas, filosóficas y religiosas. Incluso el feminismo tiene cabida en ella, como he querido probar en estas líneas. En el ámbito privado, echando mano de los conocimientos básicos y de los instrumentos adecuados, mejora nuestra calidad de vida en un sentido físico y espiritual, según mi propia experiencia. En el ámbito público nos ofrece la posibilidad de realizarnos profesionalmente en un campo de trabajo muy lucrativo y versátil, donde aún quedan muchas batallas por ganar en pro de la igualdad de género.