“…nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer”, escribe Ricardo Piglia en El último lector. La afirmación podría retrotraernos a las páginas iniciales del primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, el pormenorizado registro de una vida, la de Piglia y la amalgama de vertientes que dotaron de sentido y unidad la suma de su trabajo literario.
Nacido en Adrogué, ciudad cabecera del partido de Almirante Brown, 23 kilómetros al sur de Buenos Aires, Piglia vivió en esa ciudad hasta 1957, fecha en que la familia se traslada a Mar del Plata. El impacto del desplazamiento lleva a Ricardo Piglia a registrar los hechos en un primer diario que comprende un periodo cuyo registro concluye en 1958. La causa del cambio es política. El padre de Piglia es partidario del peronismo, pero el gobierno de Juan Domingo Perón -surgido en 1945 y consolidado en 1946- ha sido depuesto por el golpe militar de la autodenominada Revolución Libertadora. Cuando Perón asciende al poder Ricardo Piglia tiene casi cuatro años; cuando las circunstancias políticas obligan al desplazamiento de la familia, Piglia tiene casi 16 años.
“En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas de la casa empecé a escribir un diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. Todavía hoy sigo escribiendo ese diario. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantuve fiel a esa manía”, dice en Años de formación, el primero de los tres tomos de sus diarios.
“…fiel a esa manía”; la de consignar en un diario que alcanzó los 327 cuadernos todo aquello que al paso de los años podía difuminarse le sirvió a Piglia para varias cosas. Aprender a leer los diarios de otros, por caso el de Cesare Pavese y dar paso entonces a Un pez en el hielo. También para “Negar la realidad” y estar en posibilidad de recrearla, reencauzarla o subvertirla para crear una diferente que desagregue fragmentos de otra para crear una nueva como sucede en Desagravio; al mismo tiempo, un diario sirve para saber que un autor siempre está en deuda con sus propias lecturas que en el caso de Piglia abarcaron una serie diversa de poéticas que a su vez le permitieron crear una propia. Es probable que sólo en el caso de Jorge Luis Borges sea posible afirmar también tal cosa. Acaso lo anterior quede probado en un hecho indiscutible: la mejor manera de escribir es tener presente que si bien la apropiación de un texto no tiene más límites que no plagiarlo, no menos cierto resulta que copiar el estilo de Borges o Piglia es imposible porque cada uno creó una poética propia.
Lo entiende así Piglia: “…En Borges, el acto de leer articula lo imaginario y lo real…la lectura construye un espacio entre lo imaginario y lo real, desarma la clásica oposición binaria entre ilusión y realidad…”; el acto de leer remite entonces a ese “lugar de cruce entre el sueño y la vigila, entre la vida y la muerte, entre lo real y la ilusión…”. El escritor, entonces, “escribe para saber qué es la literatura”, en el entendido que ésta “produce lectores, los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer”.
Desde los 16 años Piglia se entregó a la lectura y la escritura de su diario; tenía tres o cuatro años y bajó un libro del estante donde los había colocado su abuelo; sacó una silla frente a la vereda -paso obligado de los viajeros que descendían del tren distante unas cuadras la estación de su casa- y emprendió la tarea de leer. Un viajero pasó frente al niño que sostenía el libro y le indicó que el libro estaba al revés. ¿Fue acaso Jorge Luis Borges que solía viajar a Adrogué y hospedarse en el hostal Las Delicias?
El sino de Piglia fue la lectura. Pero no era cualquier lector. Era el lector más atento que el siglo pasado y éste han de recordar; capaz de detectar los vasos comunicantes entre el libro y el lector, entre el libro y su autor y entre el libro y el mundo en una doble vertiente: la del mundo en que se lee y la del mundo que se lee. Leemos en el mundo, en el espacio concreto que por gusto, necesidad o accidente se dedica a tal actividad y leemos el mundo desde el mundo mismo. Si toda lectura requiere un contexto, contexto que es responsabilidad de cada lector, Piglia tiene la lámpara en las manos y guía la lectura y contribuye a fijar el contexto. Es por Piglia que sabemos que un cuento tiene siempre dos historias, que es el espacio visible y subterráneo por donde corren dos ríos.
Ricardo Piglia fue también un lector de detalles, detalles que escaparían a un lector poco atento o de plano descuidado. En La linterna de Anna Karenina hay más de un ejemplo de la capacidad lectora del profesor de Princeton. Una actriz en el desierto, apartado con el que cierra el ensayo antes señalado es un excelente ejemplo de cómo leer y al mismo tiempo contextualizar una lectura e incluso un momento de esa lectura. Bajo estos parámetros, acercarse a la lectura de Ricardo Piglia supone acercarse a una poética que cambia el modo de leer.
Suele decirse que el mejor homenaje a un escritor ausente es leerlo. Si estas pinceladas logran que un lector se acerque a la obra narrativa de Ricardo Piglia estas notas habrán cumplido su cometido. El 6 de enero de 2017 Ricardo Piglia se introdujo en las páginas de la inmortalidad para seguir leyendo y escribiendo porque escribir, ya se sabe, es “un modo de vivir…”.