Hace dos años asistí al estreno de la película Me estás matando, Susana, con Gael García y Verónica Echegui en los papeles estelares. Es una adaptación de Ciudades desiertas: una novela “agustiniana”, en la jerga de su autor. Pero como el orden de los factores no altera el producto, primero vi la película y después leí la obra. Entre ataques de risa, disfruté las dos por el humor inteligente y audaz de José Agustín, pero también por mi estrecha identificación con los protagonistas, Eligio y Susana, que enfrentan su peor crisis conyugal en el extranjero. Me remonté a 2015, cuando viví una aventura similar en París, donde mi pareja hizo una residencia artística de tres meses. Yo estaba incluida en la invitación y en julio emprendimos el viaje, pese a los muchos “estira y afloja” de nuestra vida en común, que auguraban tormentas trasatlánticas.
Ubicado a unos pasos de la Gare d l’Est, una moderna estación de trenes, Les Récollets es un antiguo convento del siglo XVII, remodelado para hospedar a los becarios del programa, que tienen el compromiso de desarrollar proyectos en torno a la vida parisina. Ahí disponíamos de un departamento pequeño y equipado con mobiliario, luz, gas, teléfono e internet. En suma, vivíamos en una romántica buhardilla parisina, en un tercer piso y con vista al jardín del monasterio. Pero la Ciudad de la Luz, como la Ciudad de México, impone a sus habitantes duras condiciones que no cualquiera aguanta y nosotros no fuimos la excepción. Nuestro mayor choque cultural se tradujo en un drástico cambio de rutina, que hizo tambalearse una relación de suyo inestable.
Aunque contábamos con servicio de limpieza una vez por semana, los quehaceres domésticos eran una fuente constante de fricciones. Por los elevados precios de los brasseries, los restaurantes más modestos, comer en la calle significaba la ruina y decidimos hacerlo en casa. Íbamos al súper con frecuencia, pues nuestro refrigerador almacenaba pocos alimentos. Nos abastecíamos en el Mono Prix (el “Mono”, de cariño), un comercio cercano, tan estrecho y mal surtido como las tiendas Oxxo. En París no hay grandes supermercados, salvo en la banlieue, a las afueras de la ciudad. Nunca se nos ocurrió comprar un carrito y salíamos del Mono como los antiguos tamemes: encorvados por el peso de las bolsas, siempre a punto de rasgarse por las botellas de agua y de vino.
En ese entonces yo tenía escasos conocimientos culinarios y siempre guisaba algún menú sencillo: gazpacho, carne asada y una guarnición, por ejemplo. Mi pareja se encargaba de los trastes, un suplicio interminable digno de Sísifo. Una vez por semana yo lavaba la ropa en una lavandería de autoservicio, de dimensiones liliputienses. No había personal, sólo cámaras monitoreando a los clientes. En la brasserie de la esquina, llena de pensionados que se dedicaban al chisme, compraba un café-creme y lo tomaba en la lavandería, lejos del barullo. Pero un buen día, mientras estaba hipnotizada por el ciclo de lavado, entró de súbito un francés de 32 años, alto, rubio y ojiverde. Exhalando un tenue aliento etílico, se presentó en inglés como “Nicolás”. Vivía en esa calle, la Rue du Terrage, y me había observado desde su departamento. Cuando supo mi procedencia, respondió espontáneamente con un “¡Oh, Muertas de Juárez!”. Que asociara mi país a un crimen antiguo, pero tan atroz e impune como los más recientes, me hizo sentir culpable por haberlo archivado en mi memoria.
Evidentemente Nicolás quería un ligue conmigo. Muchas que se dicen proindigenistas hubieran matado por esa oportunidad. Pero, por fortuna o desgracia, los güeros no me sorbían el seso. A lo sumo, consiguió robarme un beso. Pero una mezcla de lealtad y de temor a ser descubierta pesó en contra del affaire. Como Eligio en Ciudades desiertas, resistí el escarceo cordial pero insistente de un extranjero apetecible. A decir verdad, en París sólo me intimidaba un pelotón de rubios, con metralletas en mano y semblante de bulldog, que patrullaban a diario la Gare de l’Est. Su recelo me parecía excesivo, pero luego comprendí el porqué: en noviembre de ese mismo año, ocurrió una serie de atentados terroristas en diferentes sitios de París, donde murieron 137 personas. Temblé al pensar que pudimos haber figurado entre las víctimas si hubiéramos prolongado nuestra estancia.
Sin vislumbrar siquiera esa desgracia, mi pareja y yo salíamos por las tardes a conocer París. Nos dividíamos la mañana entre el quehacer y el trabajo. Debíamos escribir, como Susana en Ciudades desiertas: él, un cuento; yo, mi tesis de maestría. De México había traído un borrador de 30 páginas, pero tan caótico que el solo ojearlo me angustiaba. Necesitaba concentrarme y pasar muchas “horas nalga” frente a la computadora. Pero al mismo tiempo, tenía frente a mis narices la distracción constante de la ciudad y el impulso de explorarla de cabo a rabo. En esa lucha interior, París siempre obtuvo la victoria: fue la única tentación a la que sucumbí y jamás pude colmar por entero mi deseo. A diario visitábamos un nuevo museo, teatro, café, bar, templo o cine de salas miniatura. Pero la oferta excedía por mucho nuestro tiempo y presupuesto. Ya lo dijo Vila-Matas: “París no se acaba nunca”. Primero acaba contigo… En nuestros recorridos nos llamaba la atención la belleza y diversidad de la ciudad, así como de las mujeres. Era un verano muy caluroso y se vestían en paños menores, haciendo gala de los mejores cuerpos. A diferencia de México, no las acosaban con palabras soeces ni miradas reprobatorias. Tampoco lucían tacones ni peinados de salón.
“París es una fiesta”, dijo Hemingway. Pero nadie puede gozarla de tiempo completo sin enloquecer de repente. La diversión nos agotaba tanto como el deber. Caminábamos hasta siete horas diarias entre mares de turistas nipones y, muchas veces, bajo el sol ardiente. En el idioma alemán, hay una palabra para describir los efectos nocivos de unas largas vacaciones: Freizeitstress (estrés por el tiempo libre). Acumulamos esa tensión, que se transformó en una bronca apocalíptica. Por un asunto de cocina, una noche casi nos despellejamos vivos, entre gritos y mutuas amenazas de abandono: de su parte, un regreso intempestivo a México; de la mía, una fuga a otro país del “Espacio Schengen”. Por poco interpretamos una tragedia parisina, tipo Bitter Moon de Polanski o Last Tango en París de Bertolucci. Sin embargo, también hubo cierto histrionismo en nuestra discusión de altos decibeles, justo como las de Eligio y Susana. ¿Cuál de nosotros era el villano de la película? Cuestión de perspectiva. De seguro fuimos la comidilla de nuestros vecinos artistas, que no entendían español, pero sí el lenguaje universal de las disputas conyugales. Resentidos, mi pareja y yo nos hicimos la ley del hielo y salíamos cada uno por nuestro lado. Poco antes, él había presenciado con asombro espectáculo de las prostitutas sexagenarias de Faubourg Saint-Denis. Por obra de los celos, imaginé que se entretenía con ellas.
Con ánimo vengativo fui derechito a la lavandería, esta vez dispuesta a todo. Pero el francesito ya se había rendido y no dio señales de vida. Deambulé entonces por los Champs Elysées y el desfile de zombies nipones frente a los aparadores de lujo, destellando luces de neón en pleno día, recrudeció mi desolación. Cambié de rumbo y empecé a reconocer, entre la multitud, a los solitarios venidos a menos. Los clochards, nacionales o extranjeros, pululaban por doquier. Algunos mendigaban por su adicción a la heroína: los delataba la inconfundible putrefacción de sus dientes, cuando pedían una moneda s’il vous plaît. Otros habían caído en desgracia por un divorcio. Según nos platicó Eduardo García Aguilar, un novelista colombiano que reside en París desde hace 30 años, las francesas eran despiadadas y dejaban a sus ex maridos literalmente en la calle con el respaldo de la ley. Pero la crisis económica también golpeaba a familias enteras: a mediodía, sobre el Boulevard Magenta, vi a un matrimonio con dos niños, tratando de dormir sobre un colchón tirado en la banqueta. Los demás eran indocumentados que migraron persiguiendo una fantasía similar al american dream. Sin permiso de residencia, su sueño se había convertido en pesadilla y huían aterrados de los cateos al interior del metro. Me solidaricé con ellos por mi propia experiencia en materia de trabas migratorias: en todo el mundo, mexicano es sinónimo de clandestino e ilegal, como en la canción de Manu Chao.
En este panorama de lujo y miseria, por fin se aclaró mi confusión de sentimientos. En la novela de José Agustín, Susana termina con Eligio para cultivar su vocación y luego le da una nueva oportunidad. Pero al igual que él, yo ambicionaba lo mejor de dos mundos: ordenar mi vida profesional y afectiva simultáneamente. Mi historial de pleitos conyugales había resquebrajado estas dos facetas. Para resanarlas, debía poner manos a la obra cuanto antes. Mi pareja y yo habíamos ensayado una ruptura, pero volvimos porque nos unían los mismos lazos invisibles que Eligio percibe en ausencia de Susana. Atestadas de extraños que lidian con la violencia, la pobreza y la discriminación, México y París son ciudades desiertas sin la compañía del ser amado. Regresé a la buhardilla con una certidumbre: si la estrecha convivencia había actuado en nuestra contra, también lo haría a nuestro favor. Sólo requeríamos paciencia y sobre todo sinceridad. Frente a frente, hacer explícito lo que nuestras separaciones decían entre líneas: “Me estás matando… porque te quiero”.