Alemania, mi mamá y el mundial del 98 - LJA Aguascalientes
13/04/2025

No dejo de pensar en lo emocionante que será contar esta historia en veinte años. Un Chucky Lozano retirado, un poco calvo, recordando ese pase de Chícharo. Concederá entrevistas cada mundial para recordar ese particular segundo. Quizá para entonces ya se habrá convertido en analista deportivo. Veremos la repetición: envejecerán los comentaristas, la definición de las cámaras, el uniforme lucirá anticuado. Miraremos el contragolpe, el pique por la banda izquierda. Los defensas alemanes corriendo con sus dos metros de musculatura. El vértigo del área. El Chucky, de nuevo el Chucky. El afilado recorte, caprichoso para muchos. Neuer en la portería como un titán furioso. Escribo esto a una hora de que terminó el partido. Estoy en un camión rumbo a la Ciudad de México. Hay neblina, llueve. Varios pasajeros destapan cervezas de lata. Un amigo me regala una. No estoy en mi ciudad, ni cerca de mi familia. Uso una playera de la selección y un ridículo gorro que no me quitaré el resto del día. No pienso en este mundial, en lo que viene, en lo que se logró. Pienso en el otro, el de Francia, el mundial más hermoso de la historia y en cómo mi madre, a quien no le interesaba el deporte en lo más mínimo, me hizo amar el futbol.

Me viene a la mente Luis Hernández, el Matador: un recorte y un disparo. Contra Alemania. La alegría de herir a los inmortales. México arriba en el marcador en aquel mítico mundial del noventa y ocho. Después, como todo el mundo lo esperaba, la tragedia de una remontada obvia. Mi madre vivió aquel mundial con un fervor que aún hoy me parece inexplicable. Se comprometió con el seleccionado nacional desde un principio. Me compró un juguete en el tianguis: una clase de balón despertador que, cuando le dabas un ligero golpecito, tocaba la canción que Ricky Martin le hizo al torneo. Arriba va, el mundo está de pie. Go, go, go. Allez, allez, allez. Mi ídolo, esos días era Luis Hernández, delantero de los rayos del Necaxa, mi equipo. La selección prometía poco, como siempre. Fue el primer mundial del que tuve conciencia, el primero que esperé. Vi el partido contra Corea del Sur solo, en la sala. Mi madre estaba lavando ropa en el patio trasero. No recuerdo por qué no estaban en casa ni mi hermano, ni mi papá. A minutos de que iniciara el partido, el primero de nuestra selección en aquel mundial, mi mamá amarró el balón despertador a la cadena del ventilador de la sala . “Cada que meta gol México, le pegas y vengo a ver la repetición”. No sé cómo, pero parecía que mi milagrosa madre sabía que la selección metería tres goles. La primera anotación fue de Corea. Dolió mucho. Contravine las indicaciones y fui a decirle a mi mamá que le habían metido gol a México. Creo que lloré. Mi mamá, que ese día lo sabía todo, me dijo que no me preocupara, que en un ratito empataban. La primera anotación de México fue la más dulce. Fue Ricardo Peláez, el goleador histórico del Necaxa. Tras un tiro de esquina, la pelota le quedó a escasos metros de la portería rival. Empate. Le pegué al balón despertador y corrí hasta el patio de atrás. Grité “gol de México” muchas veces, con el temblor de mis siete años. Abracé a mi mamá junto a la lavadora. Ella sonrió y me soltó un lindo “¿qué te dije?” acompañado de una mirada que nunca se me va a olvidar. ¿Podía mejorar el partido? Sí. El Matador metió dos goles. En cada uno le pegué al balón despertador y corrí hasta el patio a abrazar a mi madre.

El segundo partido lo vimos en la casa. Mi mamá había comprado playeras en algún lado. Lo vimos sólo los cuatro: mi madre, mi hermano, mi papá y yo. México empieza perdiendo por un gol que no por ridículo fue menos doloroso: un rebote le pegó en la panza a Marc Wilmots y el balón pasó por debajo de las piernas de Jorge Campos. Minutos después, el mismo jugador incrementó la ventaja. México abajo por dos goles. Los fanáticos de Bélgica entregados al festejo. Penal a favor de nuestro país. Alberto García Aspe anota y acorta distancias. Cinco minutos después, tras un centro prodigioso de Ramón Ramírez, Cuauhtémoc Blanco, entonces jugador del Necaxa, se lanza por el aire en un remate imposible, con las piernas adelante y mete el esférico por un rincón del palo derecho. Recuerdo la cara de mi hermano. Sus ojos abiertos. La sorpresa. México empata. Segundo milagro al hilo. Fin del partido. Esa noche, mi hermano y yo nos la pasamos tratando de imitar el remate de Cuauhtémoc Blanco. Nos aventábamos un peluche de una cama a la otra, mientras uno de nosotros trataba de golpearlo con la parte externa del pie. Recuerdo que utilizábamos un peluche de Alf que me trajeron los reyes magos. México estaba a un punto de calificar, pero el tercer partido era contra el más fuerte del grupo: La Holanda de Davids, Cocu, Bergkamp, De Boer, Overmars y el portero Edwin Van der Sar. Imposible.

Me termino la cerveza y trato de dormir. No puedo. Por mi mente sigue deslizándose la hazaña. Carlos Salcedo barriéndose por todas partes, con personalidad. Carlos Vela driblando entre los corpulentos teutones. Héctor Herrera recuperando el balón y lanzándolo por las bandas. Tony Kroos, actual campeón del mundo y de la Champions League, caminando desencajado. El técnico alemán cubriéndose el rostro con ambas manos. Me habla por teléfono mi hermano y me pregunta si vi el partido. Respondo que sí, que tampoco lo puedo creer. Mi hermano dice que mi papá está llorando. Creo escucharlo. Me dan ganas de llorar. Vi el partido en el hotel, en una tele relativamente pequeña. Lo vi con personas que no conozco. Abracé a personas que no conozco. Grité con personas que no conozco. Exploté. Festejé con una estridencia que no me era extraña del todo.

En Francia 98, el último partido de la fase de grupos se pronosticaba terrible. No sólo por el rival ni por los puntos que necesitaba la selección para llegar a la siguiente ronda, sino que estaba programado en jueves, a las nueve de la mañana, hora en la que la maestra Lolita me trataba de enseñar la tabla del tres. Se me hacía una injusticia perderme el último encuentro. Había sido una semana agitada. No existía otro tema. En los recreos jugábamos a que éramos México. Otros preferían ser Brasil o Alemania. A cada niño se nos asignaba un jugador. Algunos gritaban “Pido a Cuauhtémoc”, “Pido al Beto Aspe”. Yo quería ser el Matador, pero sabía que ese honor le correspondía al niño que mejor jugaba. A mí me tocaba Jaime Ordiales o Raúl Rodrigo Lara o uno de esos jugadores que ya nadie recuerda. Una vez me puse de portero única y exclusivamente para ver qué se sentía ser Jorge Campos. Me coloqué en el arco. No tenía travesaño y mis postes eran dos suéteres verdes hechos bola. Ni siquiera el esférico era esférico, era una botella aplastada. Me crecieron guantes en las manos. Mi uniforme escolar se convirtió en el chillante atuendo de Campos. El gusto no me duró mucho: concedí dos goles en minuto y medio y mi equipo decidió ponerme en cualquier otra posición.

El día del partido contra Holanda, me desperté a las seis y media de la mañana, enojado. Enojado con mi mamá, porque era lo único que sabía hacer esos días. Enojado con ella porque no hacía que se detuviera la escuela. Enojado porque no me podía ofrecer un partido que sabía que era importante para mí. Enojado porque, con todo lo que hacía, parecía no ser suficiente. Desayuné con mi hermano. Estábamos por subir al carro cuando mi madre salió de la casa con la televisión de su cuarto en las manos. Mi hermano y yo nos miramos. Mi papá se le quedó viendo tan incrédulo como nosotros. “Le dices a la maestra Lolita que los deje ver al partido”. Como no era posible que un niño como yo (me apenaba hasta pedir permiso para ir al baño) le pidiera a la maestra suspender la clase para ver el juego, mi madre lo hizo directamente. La convenció como convencía a todo el mundo: sonriendo, bromeando. Empezó el partido a las nueve de la mañana. La tele estaba en el escritorio de la maestra y todos los niños nos sentamos alrededor. Tardamos en acomodarnos y para cuando logramos sintonizar el partido, México ya perdía uno a cero. Algunos niños se reían de otros. De mí no, fui prácticamente invisible para mis compañeros toda la primaria. Poco tiempo después, al minuto dieciocho, cayó el segundo tanto de la selección holandesa. Estábamos muy tristes. La maestra nos preguntó si queríamos seguir viendo el partido. Mis compañeros gritaron que no. Ella volteó a verme, pero no me atreví a decirle que sí. Apagó la tele de mi mamá y la hizo a un lado. Siguió la clase. Las matemáticas. El gis y el pizarrón. Las tablas de nuevo. El silencio. Pensaba en mi mamá: todo su esfuerzo parecía en vano. No me imaginaba con qué cara regresaría a casa. Como no podía aprenderme la tabla del tres, tampoco logré saber si para el receso alcanzaría a ver el final del partido. Apenas habíamos dado unos pasos fuera del salón, se escuchó un grito de gol en algún salón de la escuela. No supe si gritó el director o alguno de los maestros. Regresamos corriendo y conectamos la televisión. Fue Peláez, de nuevo. Faltaban quince minutos para que se acabara el partido. La mayoría salió a disfrutar el recreo. Creo que yo fui a comprarme una torta en la cooperativa y regresé. Llegó el minuto ochenta, tierra de apuros y de angustias. Luego el ochenta y cinco. El ochenta y nueve. Expulsan a Ramón Ramírez. Todo se viene abajo. El noventa. No se veía por dónde. Algunos salían a aprovechar lo que quedaba del recreo. Noventa y uno. Volteé a la ventana y vi que también doña Ciri, la intendente, estaba viendo el partido. Noventa y dos. Noventa y tres. A quince segundos del final del partido, Campos le da el balón al Emperador Suárez, quien tira un pelotazo desesperado desde afuera del área grande. Busca ganarle al reloj. El Cabrito Arellano peina el balón. Jaap Stam, el gigante holandés abanica la pelota y el Matador, sí, el Matador se barre y alcanza a puntearle la pelota a Edwin Van der Sar. La pelota rueda lentamente hasta el fondo de la portería. El estadio del Saint-Ettiene se transforma en un único grito. El Matador corre con los brazos abiertos y se lanza al piso. Cuauhtémoc corre a abrazarlo, también el Cabrito. La escuela primaria Epigmenio González se une a los festejos por varios minutos.

Mi madre falleció hace doce años. Bastantes, debo decir. Fue la diabetes y una serie de complicaciones tan horribles que no me atrevo a escribir aún. Murió a la mitad del mundial del dos mil seis. Fue el dos de julio que, curiosamente, también era el día de las elecciones presidenciales. Cuatro días antes, mi mamá le organizó un pastel a mi mejor amigo para celebrar su cumpleaños. Festejamos, reímos, nos embarramos pastel. Creo que fue el último momento hermoso que compartí con mi madre. Al otro día se puso mal. Llamamos a una ambulancia. Entraron a la casa. Yo estaba llorando. Mi mamá le preguntó al paramédico si alguien se les había muerto alguna vez. Al paramédico le dio risa y le dijo que no se preocupara. Ella respondió que sentía que se iba a morir y yo, por primera vez, lamenté sus poderes de adivinación. Me es más complicado recordar el funeral que mis días en la primaria. Algunas personas me daban el pésame y me susurraban al oído que habían votado por López Obrador, el candidato que apoyaba mi madre. Recuerdo que a la media noche salí de la funeraria a comprarme un refresco y escuché por la radio que Felipe Calderón era el virtual ganador de la contienda electoral. México, para esos días, ya había sido descalificado del mundial por Argentina, con un golazo de Maxi Rodríguez. Ese día dormí en algún sillón de la funeraria, a sabiendas que ninguna noche iba a ser igual en adelante.

Tras la victoria ante Holanda, México aseguró su pase a la siguiente ronda. Como quedó en segundo lugar, su rival fue ni más ni menos que la Alemania de Matthäus y Klinsmann, una de las selecciones favoritas para ganar el mundial. La noticia se recibió con tristeza. Llegó el día del partido. Esta vez era en lunes. Mi mamá pintó en el parabrisas de nuestro Datsun azul “Nos los vamos a chingar, hijos de Hitler”. Lo escribió con cera líquida para calzado, de color blanco. Nuestros vecinos nos miraban desconcertados. Llegamos a la escuela sonando el claxon. Mis compañeros y sus madres caminaban junto a nuestro auto. Algunos reían, otros lucían molestos por el ruido que hacía mi familia. Yo estaba muy contento. Mi hermano le preguntó a su maestra que quién era el tal Hitler. La profesora Juanita, de 3° A, trató de explicárselo a sus alumnos con sólo una frase: “fue un señor muy malo que mató a muchas personas”. Mi mente de siete años no concebía que un asesino pudiera ser el referente de los once futbolistas que estaban por disputar el partido contra la selección. Eran otros tiempos y, debo decirlo, mi mamá tenía un poderoso sentido del humor. No se repitió lo de la televisión, así que tuve que esperar hasta el recreo para enterarme que México iba ganando. Regresamos al salón aún con la ventaja. La clase continuó. Alguien le preguntó a la maestra si sabía cómo había quedado México. Ella salió y regresó después de dos minutos. “Le dieron la vuelta. Perdió dos a uno”.

Llego a la Ciudad de México, apenas la mitad del camino a casa. Mi siguiente autobús sale hasta dentro de tres horas. Entro a una librería. No compro nada. Pregunto cómo llegar a la terminal en metro. Me explican con una jerga capitalina que está lejos de mi entendimiento: línea café, dos estaciones, algo con Pantitlán, transbordar, línea verde, no sé. Me rindo y decido tomar un taxi. Me encuentro a un amigo que venía en el autobús. Le pregunto si sabe cómo llegar a la terminal. Me dice que lo espere y que él me lleva. Vamos a su casa. Entro al baño, tomo agua, acaricio a sus gatos. Me habla de la ciudad, de su magnitud, de trabajo. Subimos a su auto. Me imagino a todas las personas saltando en el Ángel de la Independencia. Consideré ir, pero estaba muy cansado y, seguramente, el festejo había terminado para esa hora. Vamos a comer a una tortería en la Narvarte, “Tortas Jorge”. Pido una cerveza y mi amigo un vaso de ron con hielo. Nos sentamos y vemos que en la televisión están repitiendo el partido de la mañana. Va en el minuto setenta. El técnico Juan Carlos Osorio, para ese momento, ya había sacado a Carlos Vela y a Hirving Lozano de la cancha. Minutos después, entró Rafael Márquez a sus treinta y nueve años. Todos los cambios parecían incorrectos. Todos. Recordé que en el hotel, al entrar Márquez a la cancha, todo el mundo se puso a aplaudir. Yo estaba muy preocupado. En el futbol, ningún escenario, ningún minuto, parece adecuado para celebrar. México le había entregado la cancha al equipo Alemán desde el minuto cuarenta. Era imposible soportar el asedio por cincuenta minutos. Un disparo de Kroos, otro de Kimmich, uno de Boateng. Un quiebre de de Brandt por la izquierda. Un derechazo de Reus que pasó rozando el poste. Un Memo Ochoa crecido, certero en todos sus lances. Pido otra cerveza que no llega. Pitan el final del encuentro, de la repetición. Veo cosas que no vi en el hotel mientras saltaba y gritaba: Javier Hernández, el Chícharo, quien sabe que un pedazo de historia acaba de ocurrir frente a sus ojos, se tira al suelo a llorar mientras sus compañeros corren a abrazarlo. Nos vamos, es hora de tomar el autobús. Mi amigo me lleva a la central, nos despedimos. Sigo utilizando el gorro ridículo y, pese a que el frío se agudiza, no quiero ponerme nada que oculte mi playera de la selección. Camino entre los guardias con mi maleta al hombro. Veo muchas personas con playera de México, todas ellas me sonríen. Subo por las escaleras eléctricas. Documento el equipaje. Ocupo mi lugar en el bus, saco un libro que no voy a leer. Miro por la ventana. Oscurece y sigue lloviendo. Hasta entonces, casi doce horas después del partido, me quito el gorro ridículo, cierro los ojos y caigo dormido.


México le ganó a Alemania y sólo puedo pensar en el mundial del noventa y ocho: en las cosas que tuve y que desaparecieron. La victoria llegó veinte años después y, al parecer, el candidato que apoyaba mi madre está por ganar las elecciones. Ni me va ni me viene, pero me parece una ironía que ocurran las dos cosas justo ahora. En veinte años estaré contando que vi el partido en Taxco, en un hotel, que grité el gol del Chucky, que tomé cerveza en un camión a la Ciudad de México, que vi la repetición en una tortería y que, entre las horas de viaje, entre los árboles de Cuernavaca y la carretera a Querétaro, empecé a escribir este texto. Cerca de cumplir treinta años, todavía, cambiaría cinco mundiales por darle un golpecito a mi balón despertador, correr al patio trasero, abrazar a mi madre y decirle que al fin, dos décadas más tarde, México le ganó a Alemania.


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