Tuve el privilegio de conocer y conversar con Sergio Pitol gracias a mi maestro José Antonio Alcaraz, quien todos los lunes organizaba en la Escuela de Escritores de la Sogem encuentros entre escritores y alumnos. La tertulia se realizaba en el escenario del Teatro Coyoacán y consistía en una breve presentación del autor invitado, que tras leer una selección de textos, conversaba con los aspirantes a escritor. El estudiante que presentaba al invitado era seleccionado por el arbitrio de Alcaraz, cuando le pedí que me permitiera ser quien presentara a Sergio Pitol, el Gordo me puso a prueba: “Ay, aldancito, ¿qué vas a saber tú de Pitol?, le dije que “Victorio Ferri cuenta un cuento” era uno de mis textos favoritos
Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco (versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan sólo me divierte). Sé que soy diferente a los demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos, y a nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores se dicen de ellos
Cualquiera ha leído eso, contestó Alcaraz, ¿qué más? Respondí que el final de “Mephisto-Waltzer” me estremecía por la puntualidad con que remataba una pequeña obra maestra
Oye grandes palabras girar en su cerebro como si trataran de encontrar un cauce o la conexión adecuada, pero ya la tableta ha comenzado a producir sus efectos. Trata de recordar alguna frase musical de Liszt y no lo logra. Fatigada, sumida en una torpeza que no deja de serle agradable, va quedándose poco a poco dormida.
Lo que logró convencer a José Antonio de permitirme la presentación fue que relacionara a Sergio Pitol con Lewis Carroll, mencioné que la primera versión que leí de Alicia en el país de las maravillas tenía un prólogo de él, Alcaraz no dejó pasar la ocasión para la pulla: Agradece esta oportunidad a que eres monolingüe y debes leer esa doble columna horrorosa de Porrúa. Preparé mi texto, que afortunadamente ya he perdido, pues lo que ahora recuerdo que escribí estaba repleto de la admiración insolente de la juventud; repasé mis lecturas para recoger el lunes siguiente al escritor, me citó en el centro de Coyoacán, porque tenía que pasear a sus perros.
De ese primer encuentro físico con Sergio Pitol han pasado casi treinta años y ya he olvidado lo que tuve oportunidad de conversar con él, “olvidado” a la manera en que Pitol ejerce la memoria en sus textos: reescribiendo los recuerdos. Me explico:
Después de conversar un par de horas, llegó el momento de llevar a Pitol a la Escuela de Escritores. Alcaraz esperaba en la primera fila del teatro. Abrazó largamente a Sergio Pitol, con cariño entrañable, después se dirigió a mí: aldancito, cierra la boca, estás babeando, ¿verdad que es una dama? Y sí, sí lo era. Durante el par de horas previas a su presentación permitió que lo acribillara a preguntas, me habló de Lewis Carroll, me indicó que buscara Corazón de perro de Bulgakov y me indujo a Conrad, tienes que leer a Conrad, porque, claro, impertinente, me presenté como aspirante a escritor.
Durante muchos años recordaba de memoria las palabras de Pitol, casi podía citar frase a frase, después las fui sobre escribiendo al leerlo. Lo que Pitol me había dicho sobre el oficio de escritor lo encontraba en sus libros, a diferencia de sus novelas, lo escuchaba a él, no esa voz interna con que releo, por ejemplo, alguna de las del Tríptico del Carnaval; con El arte de la fuga lo que sentía era que él me estaba hablando, los consejos, historias y anécdotas de esas dos horas de conversación se fueron ampliando al incluirse en la prosa precisa de sus ensayos.
Joseph Conrad es, hay que decirlo de inmediato, un novelista genial, una de las más altas cumbres de la literatura inglesa, y al mismo tiempo un escritor incómodo en aquel privilegiado Olimpo. Es distinto a sus contemporáneos, y también a sus antecesores, por la opulencia tonal de su lenguaje, por el tratamiento de sus temas […] El corazón de la tinieblas es un relato poseedor de un misterio inagotable. De ahí nace su poder literario. Podemos estar seguros de que este libro mantendrá un núcleo inescrutable defendido para siempre. Cada generación tratará de revelarlo. Y en ello consiste la perenne juventud de la novela.
Ese es el último párrafo de Pasión por la trama, pero en mi cabeza, es ya un conversación que mantuve a inicio de los 90 con Sergio Pitol en el centro de Coyoacán. El escritor nacido en Puebla en 1933, falleció la mañana del jueves 12 de abril en su casa de Xalapa, no tengo duda, como dirá el comunicado que es un autor fundamental de las letras mexicanas del siglo XX. Agradecido como creo que uno debe ser pensé en reconstruir la lección que sobre el oficio de escribir sostuve hace mucho con él… Es imposible, cada intento por hacerlo me lleva a sus libros, lo que en ese entonces me dijo ha quedado sobre escrito en mi memoria por sus líneas.
Acudo entonces al librero, tomo los volúmenes, repaso las hojas, me encuentro con subrayados, hojas dobladas inmisericordemente, apuntes en los márgenes con la letra de alguien que fui, transcribo entonces, aleatoriamente, a saltos entre un postulado y una recomendación, entre un guiño y la risa franca, como son las conversaciones, como pudo ser la lección del maestro caminando por el centro de Coyoacán mientras paciente aguantaba el interrogatorio de un joven que lo admiraba:
Si me viera forzado ahora a contestar la eterna pregunta de por qué se escribe, respondería simplemente que uno lo hace por necesidad interior, para evitar volverse loco, para recordar y esclarecer el sentido de ciertos episodios que nos han sobresaltado o que han herido nuestra imaginación, para, tal vez, tratar de llegar al fondo del idioma y encontrar esa fuente común que nos liga al resto de la humanidad. En ocasiones, para enfrentarse a un reto, resolver en “una forma” un material que parece reacio a toda absorción; otras más, por la necesidad de denunciar tartufismos. Creo que implícita en mi discurso hay siempre una condena de los insensibles, de cualquier situación triunfalista y ramplona. Me ha resultado siempre embarazoso responder a las preguntas ¿por qué?, ¿para qué? y ¿para quién escribo? Las respuestas estarían contaminadas en exceso de ese miasma espeso y oscuro que se encuentra en el subsuelo de la expresión, en los subterráneos del lenguaje.
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Casi toda mi narrativa guarda una estrecha relación con mi vida; hay una especie de juego biológico entre mis relatos y las distintas etapas estéticas, entre la evolución de mi propia vida y los muchos cambios que han existido en ella.
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Desde el principio, desde antes de escribir, en los momentos en que sentía la proximidad activa con la literatura, uno de mis autores fundamentales ha sido Borges. Él ha sido para mí un autor total, permanente. En Borges aprendí la importancia formal del arte. Fue a partir de esos momentos que empecé a escribir los relatos de viaje. Fui haciendo experimentaciones con la forma. Me interesaba muchísimo, nunca he sabido por qué, esta especie de novela incluida en otras novelas, estos intentos de metaficción, estas historias donde hay un escritor que escribe una novela…
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Un tratamiento de choque puede lograr resultados inmejorables. Estimula fibras que languidecían, rescata energías que estaban a punto de perderse. A veces es divertido provocarse. Claro, sin abusar; jamás me encarnizo en los reproches; alterno con cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aun con cierta complicidad. De ese juego nace mi escritura; al menos así me lo parece.
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Un novelista tiene que aprender a mantener un diálogo con los demás, pero sobre todo consigo mismo, debe aprender a escrutarse y a oírse; eso le ayudará a saber quién es.
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Hay un momento, cuando el escritor comienza a descubrirse como tal y a tratar de esbozar sus primeras tramas, en que el trato con otros escritores es necesario, sobre todo con autores de la misma generación. Hay una necesidad de afirmación que es parte del aprendizaje y que se resuelve fundamentalmente hablando de literatura, de la propia y la ajena. De allí los agrupamientos en círculos y revistas. La obra de cada uno es producto del todo. La discusión sobre libros y procedimientos narrativos, el compartir filias y fobias conforma una experiencia envidiable y a mi juicio irrepetible. Soy literariamente quien soy debido en parte a las diarias e intensas conversaciones sostenidas hace más de cincuenta años con Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco cuando comenzábamos a publicar en la revista Estaciones […] Para mí, a cualquier edad, hablar de literatura, discutir sobre literatura constituye una función necesaria.
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¿Qué es uno y qué es el universo? ¿Qué es uno en el universo? Son preguntas que lo dejan a uno atónito, y a las que se está acostumbrado a responder con bromas para no hacer el ridículo. Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes.
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La memoria trabaja con la misma lógica oblicua y rebelde de los sueños. Hurga en los pozos ocultos y de ellos extrae visiones que, a diferencia de las de los sueños, son casi siempre placenteras. La memoria puede, a voluntad de su poseedor, teñirse de nostalgia, y la nostalgia sólo por excepción produce monstruos. La nostalgia vive de las galas de un pasado confrontado a un presente carente de atractivos. Su figura ideal es el oxímoron: convoca incidentes contradictorios, los entrevera, llega a sumarlos, ordena desordenadamente el caos. La mía revive el entusiasmo al salir de Bellas Artes después de oír a Arrau, a Rubinstein, a la Callas, o del Tívoli, no menos venerado, donde el placer del público se volvía frenético ante las circunvalaciones corporales de las célebres “exóticas” del momento: Su Mu-Key, Tongolele, Kalantán, o del Lírico después de aplaudir a la legendaria Josephine Baker, o las inacabables caminatas por distintos barrios de la ciudad donde uno conversaba sin cesar con Luis Prieto, con Lucy Bonilla, con Gustavo Londoño, con Carlos Monsiváis, con Luz del Amo, con Ricardo Regazzoni, sobre libros, cine, política o cuestiones íntimas; discutíamos, nos peleábamos y reconciliábamos a cada momento al tiempo de burlarnos de las falsas (y aún de las auténticas) glorias de este mundo… Todo era de verdad, todo era cierto y, por desdicha, irrepetible,
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…la experiencia europea me hizo ser consciente, a pesar de que mis intereses fueran verdaderos, de que corría el riesgo de forjarme una cultura libresca, una recitación, un engolosinamiento, sin el sedimento que da el entorno necesario. No es que me interesara someterme a una metodología, ni que tuviese afanes académicos; nada me interesaba menos que debilitar el carácter hedónico de mis lecturas, su organización puramente casual. Tampoco iba a prescindir de una disposición, en mí casa física, para aprehender del mundo todo lo que éste me ofreciera […] Sin una afirmación de su lenguaje, el viajero pierde la capacidad de aspirar a traducir el Universo; se convertirá, tan sólo, en un intérprete a nivel guía de turistas.
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Los caminos de la creación son imprecisos, están llenos de pliegues, de espejismos, de demoras. Se requiere la paciencia de un ángel, una buena dosis de abandono y, a la vez, una voluntad de acero para no sucumbir a las trampas con que el inconsciente se encarga de obstaculizar al escritor su camino. La lucha entre Eros y Thanatos está siempre en la raíz de la creación, ya se sabe. Pero el final del combate es siempre imprevisible.
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La tarea del escritor consiste en enriquecer la tradición, aunque la venere un día y al siguiente se líe con ella a bofetadas. De ambas maneras será consciente de su existencia. Por eso me han atraído y preocupado los problemas de la forma, los recursos y posibilidades de los géneros, su capacidad de transformación.
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Un escritor a menudo oye hablar sin escuchar una palabra; otras voces lo tienen atrapado. La voz de una persona real desaparece o se convierte en música de fondo. A veces unas cuantas palabras lo remiten a tal o cual personaje imaginario. Otras, ¡y allí está lo sorprendente!, ni siquiera el escritor sabe que las voces que trata de incorporar a un personaje, o a una trama, no están destinadas a ese relato, que bajo esa trama existe agazapada otra, que lo aguarda […] Un novelista es alguien que oye voces a través de las voces. Se mete a la cama y de pronto esas voces lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de papel y escribir tres o cuatro líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de una planta. Esas características, y unas cuantas más, hacen que su vida mantenga una notable semejanza con la de los dementes, lo que para nada lo angustia; agradece, por el contrario, a las Musas, el haberle transmitido esas voces sin las cuales se sentiría perdido. Con ellas va trazando el mapa de su vida. Sabe que cuando ya no pueda hacerlo le llegará la muerte, no la definitiva sino la muerte en vida, el silencio, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor.
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¡Viajar y escribir! Actividades ambas marcadas por el azar; el viajero, el escritor, sólo tendrán certeza de la partida. Ninguno de ellos sabrá a ciencia cierta lo que ocurrirá en el trayecto, menos aún lo que le deparará el destino al regresar de su Ítaca personal.
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Pienso en un escritor que no ha sucumbido a la fase vegetativa del oficio, escribe sin compromisos, que no halaga ni a los poderosos ni a la masa, vive en estados de iluminación y pausas de abulia, es decir, momentos de búsqueda pasiva, de recepción de imágenes, o de frases que alguna vez, a lo mejor, podrían servirle de algo. En sus momentos enfáticos llega a decir que la literatura ha sido el hilo que conecta todas las etapas de su vida. Por eso no le resulta difícil admitir que no ha elegido su oficio sino que ha sido la propia literatura la que lo ha incorporado a sus filas.
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Alea jacta est: así pasan las cosas. Uno no advierte el proceso que lo conduce a la vejez. Y un día, de repente, descubre con estupor que el salto ya está dado. Mido el futuro por décadas y el resultado es escalofriante: si bien me va, me quedan aún dos. Vuelvo la mirada hacia atrás y percibo el cuerpo de mi obra. Para bien o para mal. Está integrada. Reconozco su unidad y sus transformaciones. Me desasosiega saber que no ha llegado al final. Temo que en el futuro pueda, sin darme cuenta, volverme complaciente con ella, cegarme al grado de disimular con “efectos” sus blanduras, sus torpezas, del mismo modo que lo hago ante el espejo del baño cuando trato de disimular las arrugas con mis muecas.
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…en el instante de escribir lo único que ha de saber, lo que cuenta de verdad, es que su patria es el lenguaje. Y salvado ese punto, lo demás son minucias.
Así recuerdo la conversación de Sergio Pitol con un joven que lo admiraba, hoy, un hombre al que le va a hacer mucha falta y lo buscará de nuevo en los libros.
Origen de las citas:
“Domar a la divina vida”. Entrevista de Rafael Antúnez, en Tierra Adentro, México, núm. 63, enero-febrero 1993, pp. 11-14
El arte de la fuga. Sergio Pitol. Ediciones Era, México, 1996.
Pasión por la trama. Sergio Pitol. Ediciones Era, México, 1998.
Tríptico del Carnaval. Sergio Pitol. Anagrama, Barcelona, 1999.
El viaje. Sergio Pitol. Ediciones Era, México, 2000.
El tercer personaje. Sergio Pitol. Ediciones Era, México, 2013