Manes fue un líder religioso persa, quien decía ser el último de los profetas enviados por Dios para la humanidad, y para ello fundó una religión con auge en el mundo islámico y en buena parte de Asia que, aunque hoy ha quedado extinta, se conoció como maniqueísmo. Simplificando mucho su concepción espiritual, los maniqueos creían en la eterna lucha entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad, principios opuestos e irreductibles: en el hombre, el espíritu, que es la luz, se encuentra cautivo por el cuerpo y necesita liberarse para lo cual hay que seguir ciertos preceptos que permitan ir transitando por distintos estados espirituales hasta lograr la transformación en espíritu divino sin maldad.
Esta visión antagónica no es propia del maniqueísmo, puesto que ese dualismo de bien y mal es sugerido por varias doctrinas y no solo circunscrito a la moralidad, sino a otros planos filosóficos como el ser ideal y el real, la materia y el espíritu, la felicidad o la tristeza, el yin y el yang. Por ello, más allá de posturas teológicas, ahora, cualquier situación que se reduce a esa dualidad se le conoce como una postura maniquea, es decir, no acepta matices, o todo es negro o todo es blanco y no hay zonas grises.
Hablando del debate entre candidatos presidenciales del domingo pasado, no es posible, como en tantas otras áreas de la vida, asumir una postura maniquea. Una de las preguntas más socorridas al término del ejercicio, y durante los días subsecuentes, fue la relativa al ganador y perdedor del debate.
Muchos análisis se han vertido de este ejercicio democrático. Expertos revisaron, por ejemplo, la vestimenta de los debatientes, donde asociaron la impecabilidad de los trajes, los colores de las corbatas y su asociación a diversas situaciones y estados de ánimo, posturas y gestos durante las preguntas, que denotaron un relativo confort o que reflejaban la incomodidad hacia los moderadores.
Hubo quienes criticaron el set y la iluminación, el espléndido marco que resultó el Palacio de Minería, lo neutro en el uso de los colores de fondo, los encuadres y emplazamientos de las cámaras, las cuentas regresivas, hasta el sonido y el maquillaje de quienes salieron a cuadro, que a unos gustó y que algunos otros ni cuenta se dieron.
No se puede hablar de un solo ganador y un perdedor en el debate. La postura dual no tiene cabida en un ejercicio en el que confluyen tantos aspectos por analizar. Uno de los ganadores fue la autoridad electoral al lograr conjuntar a todos los candidatos en el debate. Recordemos que en otras ocasiones han existido atriles vacíos por distintas circunstancias, cosa que ahora no ocurrió y puntualmente fueron recibidos los protagonistas a la cita. De igual manera el formato es un avance para la exposición de las ideas, situación que debe privilegiarse por la autoridad electoral. El hecho de que el moderador y las moderadoras fueran tres, cada quien representando a las cadenas de televisión abierta existentes hoy por hoy en el país, refleja que cuando hay voluntad, podemos dejar de lado factores como la sana competencia y asumir unidad. Acierto en la selección de esos personajes de igual manera.
Ganadores ya de por sí, al haber asistido, resultaron la candidata y los candidatos. No desaprovecharon la oportunidad de someterse al escrutinio del electorado. Ahora bien, desde mi particular óptica, uno de los perdedores fue el electorado en cuanto a la recepción de los mensajes producidos por los candidatos. No me sorprendió que en el ejercicio se atacara al puntero en las encuestas, pues es habitual que en los debates así se estile. Lo sorprendente fue la poca concreción en las ideas a preguntas expresas. Sin disculpar a los candidatos, este puede haber sido considerando un round de sombra, mero entrenamiento para los debates posteriores.
Ganadores, pues, en algunos aspectos, perdedores en otros. Vale la pena la anécdota del primer debate presidencial televisado en los Estados Unidos: en septiembre de 1960 un joven y relajado John F. Kennedy aparecía en pantalla reflejando lozanía; por el contrario, un Richard Nixon enfermo, acostumbrado a debates radiofónicos, apareció sin maquillaje y un tanto desaliñado. El resultado, según aquellos que vieron el televisor fue dar por ganador a Kennedy, mientras que quienes lo escucharon por radio y no se dejaron llevar por la imagen, dieron ganador a Nixon.
Siguiendo con la anécdota, ese debate presidencial sirvió para que Kennedy lograra un impulso en la campaña que lo proyectó hacia la Presidencia, inaugurando con ello la influencia televisiva en las campañas presidenciales. ¿Alguno de los tres debates hará lo mismo con alguno de la y los candidatos?
Para concluir, algo que poderosamente llamó mi atención fue la audiencia de un programa que no resulta ligero o de fácil comprensión. Entre 12 y 14 millones de personas, según cifras de empresas especializadas, estaban viendo por televisión y casi 5 millones lo siguieron a través de redes sociales. La ciudadanía ha manifestado con esas cifras, además del análisis que ha generado el ejercicio, que no está tan ajena a la política como algunos creen, y resulta esperanzador en cuanto a la participación que se espera en la jornada comicial de julio próximo.
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