saber
que Dios está escondido entre tus sábanas
sudoroso
consagrando tu sangre menstrual
elevando el cáliz de tu vientre.
Descubrir de pronto que Dios
era una diosa,
última ascesis,
de aquí a la eternidad.
Cristina Peri Rossi
Las mujeres que menstrúan no pueden hacer mayonesa ni tocar las plantas ni bañarse ni salir ni tener sexo; se les corta aquella, se les secan estas, les hace daño el agua, la gente puede enterarse si se asoman y es sucio. Cuenta mi madre que por mucho tiempo este fue un tema difícil de hablar entre las mujeres de su casa, “andar en sus días” estuvo sujeto a múltiples concepciones, todas de acuerdo a su época. Mi abuela Mina les enseñó a ella y a mis tías la fabricación y el uso de las compresas de tela que con sumo cuidado y recato lavaban en el río, ocultas de la vista de todos. Y dado que las mujeres, en su mayoría, han menstruado desde la edad conveniente para ello, compartimos historias similares, por lo general alrededor de un halo de asco, pena y rechazo, aunque deberíamos observar que en el mundo hay quien considera la sangre menstrual la fuente de la vida eterna, un elixir para la inmortalidad; no aquí, que desde muy tiernas tratamos de esconder nuestro periodo, con sus cólicos y desasosiegos, de otros, hombres y mujeres a los que no concebimos como partícipes de nuestra intimidad. Así que entre tabúes, medias tintas, comerciales de toallas para sangre azul y nuestras propias vergüenzas, muchas crecemos con una idea estigmatizada de nuestro ciclo.
Hace unos días, “en mis días”, vi la cara de sorpresa de un hombre cuando saqué de mi bolsa un tampón y me enfilé al baño, tampón en mano y sonrisa en la cara por la incomodidad que le corría por el rostro. Tal vez, pensé, ser discreta en un espacio público le hubiera ahorrado una vergüenza que yo no sentí, o bien, pude haber tomado mi bolsa entera e ir al baño, pero nada de esto eran opciones para mí. Mucho hemos pasado ya desde que por los siglos de los siglos nos consideran enfermas e impuras, poseídas por algún demonio que nos hace sangrar en rituales paganos, todo por nuestro aparato genital, como para pensar en la incomodidad de otros antes que la mía, que la nuestra. Porque aunque luego todavía estamos llenas de pena, rezago o indiferencia para conocer nuestros ciclos reproductores, a veces me parece que el pudor viene de que nos crean desvalidas, incapaces y en pleno desequilibrio hormonal antes que por la sangre que nos acompaña, esa pena de los tiempos de la secu, cuando una mancha roja en el pantalón era la fuente de algún apodo y la muerte social. Pero va más allá: todas hemos escuchado el “compréndela, le bajó”, o el famosísimo “no le hagas caso, anda hormonal”, de por sí nunca falta quien se atreva a mostrar su ignorancia exacerbada al menospreciarnos con el típico “pinches viejas, todas están locas les baje o no”.
Eso sí, hay mujeres para quien el periodo es la verdadera bendición de cada mes y para quien la frustración se refleja en el correr de esa sangre entre las piernas. Otras, ante sus carencias, aprovechan todo para detener el flujo, desde hojas de papel hasta barro, o como las mujeres que viven en la calle y que tienen que resolverlo, y hay las que pueden acceder a copas menstruales; a las que les pega intensamente como una tromba y hasta llegan a necesitar atención médica, y a las que les no les causa malestares.
En el comienzo de todo, pero al quinto día, but of course, Dios creó al varón y a la mujer, a ambos nos bendijo, pero por desobedientes y aventureras a nosotras nos envió como castigo la menstruación y el parto con dolor. Aunque me gusta más la romantización de la Luna y sus fases, su ritmo de 28 días, 13 veces al año, en un símil muy bonito que diversas culturas han adoptado de nuestro ciclo menstrual y la conexión de fuerzas y energías. Los hombres desde tiempos remotos también han husmeado. Aristóteles aseguró que el semen formaba el embrión sobre el flujo menstrual; Hipócrates nos regaló el término histeria y Simónides de Ceos dijo que la mujer es como el mar, con periodos de calma y tormenta. La menstruación y la pubertad están de manera simbólica en la “Caperucita roja” de Perrault; y en Carrie, de Stephen King, la sangre a mi parecer llega de forma violenta con la menstruación, las burlas, los gritos y la venganza. Las mujeres -ella misma- insinuantes y seductoras de Alejandra Pizarnik transitan por ciclos de sexualidad y melancolía, de fiereza y sumisión, del erotismo por la sangre que alimenta a mujeres vampíricas como su Condesa Bathory; y Simone de Beauvoir, que retomó desde los tabúes y la biología también lo que llamó la “maldición” mensual en El segundo sexo, porque no podemos dejar de lado la ciencia.
La travesía que nuestro cuerpo emprende mes con mes también se enfrenta a políticas de control, tanto como para que a veces pareciera que eso de lo que no se habla de forma abierta y pertinente sólo está en el imaginario de las personas y ha minado la credibilidad e identidad de las mujeres. Porque si bien es cierto que no hay ninguna relación entre el desarrollo de nuestra inteligencia con la menstruación, todas debemos estar conscientes de que el hipotálamo nos juega una trastada al reunir un ejército de hormonas que si no somos capaces de controlar se llevan de calle nuestra estabilidad emocional en esos días, pero que tiene remedio si nos conocemos y estamos en paz con nosotras, hay mil recetas para sentirnos mejor. Mientras, la normalización de la histeria hace que seamos “enigmáticas” porque no sabemos qué queremos, o sea, inestables en comparación con los hombres, necesitadas, urgidas de miembros viriles para equilibrarnos mientras comienza otra vez nuestro ciclo, sin que crean que somos capaces de divertirnos porque dicen cosas como que llegó Andrés, que navegamos con bandera comunista o que se nos descongela la chuleta, menos cantar siquiera que “las histéricas somos lo máximo, extraviadas, voyeristas, seductoras, compulsivas finas divas arrojadas al diván de Freud y de Lacan”. Cada una con su identidad.
Otra política de control es la publicidad. En pleno 2018 seguimos hablando de productos de “higiene femenina”, que nos remite a la idea de suciedad, a lo que debe ser sanitizado, jabones y lociones para disimular “olores” y los productos de gestión menstrual (Gloria Steiner dixit) siguen relegados, como la copa, y que no se promueve a pesar de significar mayor comodidad y educación sexual en la mujeres, sino que su omisión responde a meros intereses comerciales y tradicionales. Todo esto sigue siendo un discurso sobre nuestro cuerpo. Que es lo mismo que hablar sobre tener sexo mientras nos baja. El pudor y el estigma no son vencidos del todo por la conciencia de nuestro cuerpo, a sabiendas de que los orgasmos reducen los dolores y malestares, que estamos ávidas de cariños y chiqueos, de tecitos para los cólicos, de nieve y películas (aunque no perdamos de vista que aumenta un poco los riesgos de contagio de ETS, así como el cuello de la matriz se abre para que fluya la sangre, así permite la entrada de infecciones). Con esto mismo me refiero a la limitación que tenemos al no querer mostrar nuestra “debilidad”. ¿Qué tendría de malo en externar que no nos sentimos bien? ¿O por qué tenemos que ocultar la tristeza? Lo sé, en otros países hay hasta incapacidades por menstruación. Por el momento, solo me quedo con el derecho de quejarme, apoyada en el entendimiento del otro. Nadie reacciona de la misma manera al dolor, la relación que tenemos con el mundo nos hace recibirlo de otras formas pero todos tenemos la necesidad de recibir alivio y tranquilidad. Si pensamos que somos valientes por soportar los cólicos y dolores de parto sin quejarnos, a la primera de cambio cualquier queja saca a flote un menosprecio por lo que parecería la fragilidad de nosotras, los viles chantajes emocionales que nos achacan, el escándalo y el menosprecio a estas incidencias; comprender todas estas sensaciones también ayudaría a hacer de lado la victimización de quien padece los dolores y abonaría al entendimiento de quien acompaña.
Porque mientras que para los hombres la sangre es suciedad, violencia y muerte, la sangre de las mujeres es un símbolo de fecundidad y paradójicamente de enfermedad, que no termina aun cuando se haya ido la regla con la menopausia, esa mujer que ya no menstrúa dejó de funcionar para el mundo, es estéril ya. La sangre menstrual también ha personificado la relación entre los diversos sexos en la sociedad. Nos estableció en un discurso. No solo nos diferencia biológicamente, sino que ha sido pieza clave para establecer dinámicas, muchas de las cuales han empujado a las mujeres a la rebelión. Ojalá que al menos termináramos con esta absurda vergüenza para reapropiarnos de nuestros fluidos, que como lágrimas, sudor, saliva o semen, también cumple una función, pero que en nosotras nuestra sangre ha envilecido nuestro cuerpo y nuestra mente, al considerarnos enfermas e impuras, locas, mujeres poseídas por algún demonio que nos obliga a sangrar para alimentarlo, que nos hace bailar trastornadas al ritmo de los tambores como bruja en Noche de Walpurgis, mientras succiona nuestra sangre. Aunque, pensándolo bien, esto último no suena tan mal.
@negramagallanes