Los hombres engañan más que las mujeres;
las mujeres, mejor
Joaquín Sabina
¿A qué se refiere el cantautor español con que las mujeres engañamos mejor? Responderé asumiendo los peligros de hacer generalizaciones. Según he constatado, los hombres adúlteros no se conforman sólo con tener una o varias amantes. Henchidos de orgullo viril, necesitan además proclamar su hazaña a los cuatro vientos. Hace años asistí a una fiesta donde un galán otoñal, sentado junto a mí, se jactaba de su nueva conquista con un amigo. Poco le importaba herir la susceptibilidad de su esposa, parada a pocos metros, pues la crueldad es el sello distintivo de los infieles, cuanto más tratándose de los machos alfa. “Quítenle a dos amantes el gusto de lastimar o de creer que lastiman y su aventura se tornara más desabrida que un matrimonio”, afirma un personaje de Enrique Serna en Amores de segunda mano.
En cambio, las mujeres traicionamos “a la chita callando”, o sea, con suma discreción. Por eso, cuando sale a relucir la cornamenta causa mayor sorpresa y disgusto. A veces ni nuestras mejores amigas están al tanto de que llevamos una doble vida. Como advirtió Diego de San Pedro, “quien a otro cuenta su secreto, lo convierte en su señor”. Si lo compartimos es porque nos causa conflictos y requerimos un consejo, o bien, porque en el fondo queremos ser descubiertas. La semana pasada, en una reunión de amigas pregunté con mi desparpajo característico si alguna vez habían tenido un affaire. El grupo era pequeño, pero homogéneo, compuesto por mujeres de diferentes edades y profesiones. Pese a la ausencia de oídos maliciosos, todas negaron rotundamente haber caído en la tentación. “¿Yo? ¿Cómo crees?”, “Lo he pensado, pero nunca lo he hecho”, contestaron casi al unísono, tal vez bajo el severo escrutinio de un juez interior. Considerando la hipocresía en torno al tema, me reservo el beneficio de la duda.
Aunque no lo reconozcamos abiertamente, las mujeres engañamos mejor porque somos reservadas, pero también selectivas. Por el contrario, los donjuanes fornican por deporte o por inercia: “en cualquier gancho se atoran”, según la sabiduría popular. Como no siempre pueden conjuntar la calidad con la cantidad, se contentan con formar un harem de medio pelo. El ejecutivo Don Draper, protagonista de la serie Mad Men, se casa dos veces: la primera con Betty, una modelo; la segunda con Megan, una secretaria aspirante a actriz. Las dos son tan hermosas que quitan el aliento. Sin embargo, Don se vuelve pronto insensible a sus encantos y se mete en líos de faldas con una amplia gama de mujeres, la mayoría inferiores en belleza y carisma a la señora de la casa. Por este motivo, hombres así no se enganchan tan fácilmente y sus “movidas” suelen ser pasajeras.
Las mujeres, en cambio, somos más exigentes a la hora de echar canitas al aire. Si apostamos el pellejo en la ruleta, nos aseguramos por lo menos de hacer valer el riesgo. Cuando elegimos a un amante, las virtudes intelectuales y espirituales pesan tanto para nosotras como la atracción física. Entonces no es de extrañar que en esas circunstancias entreguemos no sólo el cuerpo, sino también el alma. Si las infieles logran encender lo que Octavio Paz denominó la llama doble del erotismo y del amor, no deberían juzgarse a sí mismas con dureza. Pues en palabras de un amigo, el pintor Rodrigo Flores Herrasti, “si no se enamoran de la persona con que cogen de maravilla, ¿entonces de quién?”. Pero sí deberían armarse de valor y seguir el consejo de Víctor Hugo, asumiendo con entereza las consecuencias: “¿Ama a un hombre que no es su marido? Pues bien, vaya con él. Del que no ama, es su prostituta; del que ama, es su mujer”.
Desde mi perspectiva, las mujeres engañamos mejor por las razones ya mencionadas, pero hace falta esclarecer por qué engañamos. Grosso modo, por los mismos motivos de los hombres: por aburrimiento, por insatisfacción sexual, por déficit afectivo, por lujuria, por diversión, por curiosidad, por egoísmo, por el fantasma del ex, por presión o hasta por mero azar, por el encuentro fortuito e irrepetible de dos extraños con sentido de la oportunidad. Pero hay una causa específica que deseo subrayar. En las sociedades machistas, las mujeres podemos traicionar por espíritu de rebeldía. Con el argumento de que “los hombres son infieles por naturaleza”, muchas esposas justifican con indulgencia o resignación las “travesuras” de sus cónyuges, incluso las más descaradas y ofensivas. Por una especie de masoquismo, se colocan a sí mismas en segundo término, tragándose el orgullo por años, hasta que el esposo se enferma, se muere, las mata de corajes o, con bastante frecuencia, las reemplaza sin consideración alguna. Pero ante la perspectiva de convertirse en plantas de sombra, existen mujeres que no se quedan de piernas cruzadas.
Meses atrás me tomé un café con Armando, un amigo de la prepa. Lucía muy demacrado, con unas ojeras de doble fondo. Nancy, su esposa desde hacía cuatro años y madre de su primogénito, le había pedido el divorcio de buenas a primeras. “Se enamoró de un antiguo pretendiente y van a formalizar”, me explicó. Pero yo tengo buena memoria y Armando se había jactado en alguna ocasión de engañar a Nancy. De hecho, sus constantes “jales” con las oficinistas lo habían distanciado de casa, adonde casi nunca llegaba antes de las diez. “Pero tú también jugabas chueco, ¿no?”, le recordé. Había actuado con premeditación, alevosía y ventaja, pero aun así le reprochaba a su ex haberse tomado las mismas libertades. “No estábamos en igualdad de condiciones –me comentó–, porque yo la mantenía”. Pero ella no era mujer de medias tintas y le asestó el tiro de gracia a su matrimonio. Armando se sometió a terapia durante un año entero, pensando en qué posiciones se había revolcado Nancy con su amante, que por ironías de la vida se llamaba como él. A veces lloraba a solas, con una copa en la mano, tarareando el estribillo de la canción “O tú o nada”.
Diga lo que diga la educación sentimental o la moralina judeocristiana, anécdotas así prueban que las mujeres también cabalgamos con desenfreno el potro del deseo. Ni el asesinato a sangre fría, el máximo castigo de las sociedades patriarcales contra el adulterio femenino, ha podido cercenar de tajo nuestros instintos primarios. La estupenda novela de Jorge Amado, Gabriela, clavo y canela, representa un ejemplo literario de esa pretensión estéril. Nadie debería dar por descontada la lealtad de su pareja, tampoco de las mujeres, aunque las sociedades modernas todavía nos conminen a ser fortalezas inexpugnables. Pues los mismos instintos dionisiacos que nos atan a un hombre, pueden conducirnos luego a los brazos de otro si nuestro orgullo maltrecho se subleva.