Para Ariel Rodríguez Kuri
Ya que estamos entrando en “modo Semana Santa” tal vez no saldrían sobrando algunas reflexiones sobre la existencia de Dios y sobre si ir al cielo (suponiendo que lo haya) resulta realmente un premio. Habrá quien diga que es ridículo abordar semejantes temas en un medio cuyo asunto es el acontecer diario y tal vez lo sea, pero nos guste siempre estarán ahí, esperándonos. Podemos no creer en nada de eso, pero ello entraña un costo social distinto a no creer en unicornios. Cuando se está en manifiesta minoría en asuntos controversiales y en los que hay una fuerte inversión emocional se corre un riesgo más allá de la llamada Apuesta de Pascal (postulado según el cual es más riesgosa la equivocación del no creyente que la del creyente). Con todo, creo que muy pocos les dedican minutos de su tiempo a estos asuntos ya sea porque los den por sentado o porque consideran que caen dentro de la competencia de clérigos, pastores o predicadores quienes, por profesión, deben tener las respuestas (o los pases de manos que las simulan). En suma, al creyente se le descarga de pensar en cuestiones esenciales a su creencia y es así como se incurre en la paradoja de que puede llenar sus preocupaciones con más cosas mundanas que el escéptico o el dubitativo, para quien el tema no se zanja con apelaciones a la autoridad de instituciones, personas o textos (La Biblia, El Corán). Abordemos entonces y por una vez la cuestión con los recursos y espacio disponible.
San Anselmo, obispo de Canterbury (1033-1109) dejó su huella en la historia del debate teológico y filosófico por ser el autor del llamado “argumento ontológico”: una supuesta prueba apriorística, puramente lógica, de la existencia de Dios. El argumento puede formularse con distintas variantes, pero quizás la más clara sea la siguiente:
- Es posible acuñar el concepto de “el ser más perfecto”
- La perfección sin existencia es una condición incompleta
- De no existir “el ser más perfecto” contradeciría su propio concepto
- Por tanto, es imposible pensar en “el ser más perfecto” sin que éste exista
No a todos los clérigos les hizo gracia esta idea, en primer término, porque desplazaba la importancia de la revelación por un silogismo ¡hubiéramos comenzado por ahí en vez de invertirle centurias de sangre, sudor y lágrima a las demandas de la Fe! Pero también a algunos contemporáneos de San Anselmo, como el monje Gaunilo, les pareció que del mismo modo que el Dios del génesis profería “hágase la luz” el inmodesto obispo iba más lejos con una formulación equivalente a “hágase Dios”. Es por ello que señala que no por concebir la “isla más perfecta” ésta debiera existir (y podemos sustituir aquí “isla” por cualquier otra cosa).
Kant en el siglo XVIII fue más demoledor en su llamada Crítica de la Razón Pura. Estableció que hay juicios analíticos y sintéticos; los del primer tipo aplican a verdades no contingentes como las matemáticas, dominio en el que pueden haber conclusiones necesarias o axiomáticas pero en donde las premisas no han de tener por fuerza un contenido real o, si se quiere, realista. Los juicios sintéticos por su parte derivan de premisas contingentes y la validez de los juicios que a partir que de ahí desprendan en modo alguno son de la misma naturaleza de una necesidad lógica o axiomática. En pocas palabras, son juicios que dependen de que primero se establezcan cuestiones de carácter fáctico (hechos). Una vez introducida esta distinción entre la validez necesaria de un juicio analítico y la validez contingente de uno sintético, Kant hace notar que el error del argumento ontológico es manejar un hecho contingente como lo es la existencia (es un hecho o no lo es) cual si fuera un predicado o atributo de otro concepto (la perfección) para así crear la ilusión de que puede ser parida desde un silogismo. Es un juego gramatical que hace parecer como juicio axiomático algo que hay que establecer primero en los hechos, es decir, que no puede derivar de una mera concatenación de conceptos. En términos más formales cien años más tarde Gottlob Frege (1848-1925) estableció porqué la existencia de algo en modo alguno es un predicado o atributo y para ello desarrolló una técnica para el análisis de enunciados o proposiciones que dará lugar a lo que hoy se le conoce, justamente, como filosofía analítica.
Pero por un momento concedamos que la perfección conlleva o entraña existencia ¿es la eternidad perfecta? Pensémoslo primero a nivel del individuo ¿Qué significa eso de que por obra y gracia de la Fe ganará la vida eterna? ¿podemos acaso conservar la esencia de nuestra identidad individual eternamente? Hay una contradicción aquí, puesto que lo que nos define en todo momento es justamente nuestra finitud y asimismo lo que le da significado a nuestros actos y nuestras decisiones: en la eternidad perderían toda relevancia. En una dimensión eterna e inmutable nuestro sentido de agencia, de crear hacer o decidir se vuelve enteramente irrelevante pues no hay nada que cambiar, modificar o añadir a la absoluta plenitud. No hay pues manera de experimentar la libertad que se debe a nuestra finitud tanto como el afecto o el amor hacia alguien más, justamente porque se carece de esa urgencia que da la conciencia de lo frágil, efímero e irrepetible. La fusión con la eternidad sería indistinguible de la fusión con la nada: un estado hipercatatónico sin término o el tedio absoluto si se mantiene un mínimo de conciencia individual ya que todo se torna indiferente. La eternidad como bien sospechaba Borges puede ser la madre de todas las pesadillas.
Pasemos ahora de nuestra realidad e identidad contenida y delimitada en el espacio y el tiempo a la de un ser eterno, omnipotente y omnisciente ¿es realmente libre? Si es omnisciente sabe perfectamente que pensará y cómo actuará ahora como en un trillón de eones después; en ningún momento enfrenta un momento de indeterminación, pero la libertad nace justamente de esos momentos o de cara a ellos. La libertad no deja de ser una fragilidad y una revelación de nosotros mismos en un acto, pues su fuerza vivencial consiste en que no somos enteramente transparentes antes nuestros propios ojos ¿Es un ser digno? Aquí cabe preguntarse si hay dignidad cuando nunca se corre riesgo alguno al actuar (omnipotencia) o cuando no se está expuesto a la adversidad ¿Cómo experimentar esa condición que solo cobra significado de cara a la muerte y a la finitud? nada puede quedar de uno, ni siquiera el más leve trazo de memoria y sin embargo hay seres humanos que optan por la integridad pese a adversidades, circunstancias abrumadoras e, incluso, el olvido. Eso es dignidad.
Así que aquí va una refutación al argumento ontológico de San Anselmo y en sus propios términos: un ser eterno, omnipotente y omnisciente carece de la dignidad y libertad que sólo otorgan la condición finita y la existencia frágil: por lo tanto, tal Dios no puede ser perfecto y al no serlo tampoco conlleva la condición de existir, si es que se insiste que tal condición está contenida en el concepto mismo de perfección.