History doesn’t repeat itself. But it rhymes.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt
2018 inició con la publicación de dos libros muy esperados. Por un lado, Steven Pinker, el científico rockstar -quizá sólo debajo del popularísimo Stephen Hawking-, vuelve a las andadas de The Better Angels of Our Nature en Enlightenment Now: busca derrumbar la intuición generalizada de que nuestro mundo se encuentra en una encrucijada peligrosa. El zoom out de Pinker es, no obstante, necesario: vivimos en la mejor época de la historia de nuestra especie. El optimismo de Pinker ha caldeado los ánimos de algunos atolondrados y posmodernos. Algunos le critican su falta de escepticismo y pesimismo: ingredientes necesarios, dicen, de la verdadera ilustración (es el caso, por ejemplo, del injustamente famoso y respetado John Gray). Otros -me sumo a su análisis-, aplauden su diagnóstico: hace falta siempre respaldar nuestras intuiciones con datos duros, y el libro de Pinker desborda de evidencia en favor de su optimismo. Pinker no busca adormecernos en nuestros laureles -la falta de caridad al leerlo se ha hecho presente-; intenta, por el contrario, mostrar las razones por las cuales nuestra especie ha sido exitosa en el pasado y el presente para señalar un camino de crecimiento y mejora sustentables. Algo hemos hecho bien y conviene saber qué ha sido.
El segundo libro, How Democracies Die, fue escrito por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de gobierno en la Universidad de Harvard. Tanto Levitsky como Ziblatt son expertos en el estudio de cómo han muerto las democracias en Latinoamérica y Europa. Ahora, para su desgracia, han tenido que enfocar su estudio en su propio país: los Estados Unidos de Norteamérica después de 2016 y la elección de Donald Trump como presidente.
Levitsky y Ziblatt consideran que las democracias contemporáneas ya no mueren necesariamente a causa de conflictos armados. Las democracias mueren más lentamente, a partir de un proceso interno de degradación de las instituciones que la posibilitan y fomentan. ¿Está la democracia norteamericana en riesgo? Esa pregunta, que nunca pensaron formularse, ahora se la hacen miles de norteamericanos día a día como resultado de la personalidad del ejecutivo que despacha desde la Oficina Oval. Las democracias, es ésa su tesis, pueden desmoronarse a causa de los gobiernos elegidos democráticamente. Muchos líderes han dinamitado las instituciones democráticas de sus países luego de haber sido electos democráticamente: es el caso de Venezuela, Georgia, Hungría, Nicaragua, Perú, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka, Turquía y Ucrania. La principal causa de muerte de las democracias modernas comienza en las urnas.
La ciudadanía suele cegarse ante la evidencia. Debido a que no hay un momento estelar en el que se lleve a cabo un golpe de estado, se declare ley marcial o se suspenda la constitución, los gobiernos nunca cruzan de manera obvia el límite que los convierte de un momento a otro en regímenes autoritarios o dictatoriales. La estrategia retórica es sumamente efectiva: la erosión de la democracia, para la mayoría, es casi imperceptible.
Dadas estas condiciones, Levitsky y Ziblatt construyen un test de autoritarismo, a partir de los avances del politólogo Juan Linz: un test que permita a la ciudadanía detectar a potenciales líderes autoritarios a falta de un récord antidemocrático. Para Levitsky y Ziblatt, deberíamos preocuparnos cuando un político: 1) rechace, con palabras o acciones, las reglas del juego democrático; 2) rechace la legitimidad de sus oponentes; 3) tolere o fomente la violencia; o 4) indique su voluntad de restringir las libertades civiles de sus oponentes, incluso de los medios de comunicación. ¿Qué políticos suelen arrojar positivo en el test? Levitsky y Ziblatt son claros al respecto: “Un político que cumple incluso uno de estos criterios es motivo de preocupación. ¿Qué tipos de candidatos tienden a dar positivo en una prueba de fuego para el autoritarismo? Muy a menudo, los forasteros populistas lo hacen. Los populistas son políticos antisistema, figuras que, afirmando representar la voz de «la gente», libran una guerra contra lo que describen como una élite corrupta y conspiradora. Los populistas tienden a negar la legitimidad de los partidos establecidos, atacándolos como antidemocráticos e incluso antipatrióticos. Les dicen a los votantes que el sistema existente no es realmente una democracia, sino que ha sido secuestrado, corrompido o manipulado por la élite. Y prometen enterrar a esa élite y devolver el poder a “la gente”. Este discurso debe tomarse en serio. Cuando los populistas ganan las elecciones, a menudo asaltan las instituciones democráticas. En América Latina, por ejemplo, de los quince presidentes elegidos en Bolivia, Ecuador, Perú y Venezuela entre 1990 y 2012, cinco eran forasteros populistas: Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Evo Morales, Lucio Gutiérrez y Rafael Correa. Los cinco terminaron debilitando las instituciones democráticas”.
La propuesta de Ziblatt y Levitsky no termina con un estudio histórico detallado de cómo estos criterios debieron levantar las señales de alarma en democracias europeas o latinoamericanas. Para ellos, la responsabilidad de filtrar y arrinconar a los autoritarios no es responsabilidad directa de la ciudadanía, sino de los partidos políticos: los guardianes de la democracia. Así, es responsabilidad de los partidos distanciar a los extremistas de entre sus filas, resistiendo a la tentación de nominarlos a pesar de su potencial para ganar votos. En segundo lugar, los partidos pueden erradicar a los extremistas en las bases de sus propias filas. En tercer lugar, los partidos pueden evitar todas las alianzas con partidos y candidatos antidemocráticos. En cuarto lugar, pueden aislar sistemáticamente, más que legitimar, a los extremistas. Para ello, deben evitar actos que “normalicen” o provean de respetabilidad pública a las figuras autoritarias. Finalmente, dado el caso de que una persona autoritaria llegue a las boletas el día de la elección, los partidos democráticos deberían aliarse para combatir a la figura antidemocrática. Para Levitsky y Ziblatt, siempre será preferible una alianza con los moderados del espectro ideológico contrario que con los extremistas del propio extremo ideológico, si deseamos defender la democracia: “(…) cada vez que los extremistas emergen como contendientes electorales serios, los partidos mayoritarios deben forjar un frente unido para derrotarlos. Para citar a Linz, deben estar dispuestos a ‘unirse a oponentes ideológicamente distantes pero comprometidos con la supervivencia del orden político democrático’. En circunstancias normales, esto es casi inimaginable (…). Los seguidores de cada partido se enfurecerían ante esta aparente traición a sus principios. Pero en tiempos extraordinarios, el liderazgo valiente del partido significa poner la democracia y el país antes de partido y expresar a los votantes lo que está en juego. Cuando un partido o un político que da positivo en nuestra prueba de fuego surge como una amenaza electoral seria, hay poca alternativa. Los frentes democráticos unidos pueden evitar que los extremistas ganen el poder, lo que puede significar salvar una democracia”.
How Democracies Die es un libro importante. Y no lo es sólo para los estadunidenses. Se acerca la contienda electoral en México, y pocas personas se percatan de que no sólo está en juego el cargo del ejecutivo, algunas gubernaturas y la configuración del poder legislativo. Lo que puede estar en juego en estas elecciones es la misma y endeble democracia mexicana. Los signos están ahí: hace falta neutralidad y calma para interpretarlos.
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