La historia del Necaxa contra el equipo universitario, en lo que se refiere a este fanático, comienza en la tienda de abarrotes Santa Mónica, a setenta y ocho metros de mi actual domicilio. Yo tenía siete años y uno de mis bienes más preciados era un par de calcetines del Necaxa que mi mamá me compró en el tianguis. Fui un deportista pésimo, pero siempre disfruté disfrazarme de futbolista cuando salía a la calle a jugar con los vecinos. El short rojo, la camiseta rayada. Algunos vecinos se reían de mí. Apenas alguien decía “Vamos a jugar futbol”, yo corría a mi casa. Cruzaba a toda velocidad la sala y llegaba a mi cuarto. Abría el cajón de la ropa y encontraba el uniforme listo. Me cambiaba lo más rápido que podía. Eran tiempos interesantes para el equipo. Mi corazón se había partido a la mitad: Luis Hernández, el matador de cabello oxigenado que cada que anotaba un gol importante se arrancaba de la frente la cuerdita con la que amarraba su melena y extendía los brazos; la otra mitad le pertenecía a Pedro Pineda, quien apenas permaneció un año en el club y anotó poco más de una veintena de goles. Aunque Aguinaga era el referente, el Messi, el Beckenbauer, no trataba de ser él. No me parecía adecuado. Ni siquiera frente a las porterías de tabique me podía dar el lujo de jugar a ser el mítico número siete. Mi personalidad no daba para eso, pienso hoy. Algunos días decidía ser Luis Hernández y buscaba una cuerdita, la que fuera. Una agujeta, un trozo de mecate, hilo de goma. Me lo amarraba alrededor de la frente, me veía en el espejo y salía a jugar. Otros días prefería ser Pedro Pineda, quien en muchos partidos utilizaba una tira nasal para respirar mejor. Yo no sabía que existían las tiras nasales ni que servían para respirar mejor. Pensaba que eran curitas y yo utilizaba curitas. Una ocasión dudé si era prudente convertirme en Pedro Pineda, dado que las únicas curitas que teníamos en casa eran de dinosaurios y no lucían tan deportivas como las de Pedro Pineda. En fin, elegido uno de mis disfraces deportivos, salía a la cancha. Mi hermano siempre era el primero que elegían. Era portero. Valiente. Burlón, retador. Recuerdo muchos de sus lances, de sus partidos. Quizá por mera filiación sanguínea, pero a la fecha sigue siendo mi arquero favorito. Mi caso era diferente. El futbol vivía en mis fantasías, pero aquel mundo de celebraciones, de colores, de copas, nunca logró sincronizarse con mi cuerpo. Me ponían de defensa porque era el lugar en el que menos estorbaba. Yo me moría de ganas de meter un gol, uno. De correr a la mitad de la cancha y arrancarme la cuerdita de la frente, de gritar y abrir los brazos. Me moría de ganas, pero no sabía cómo conseguirlo. Para empezar no me atrevía a decirlo. No quiero ser defensa, quiero atacar. Hubiera sido fácil decirle a los otros niños “oigan, voy a subir tantito, que alguien se quede abajo”. Hubiera. Nunca lo fue. Mi lugar estaba junto a la portería. A la fecha no he resuelto si mis vecinos eran muy buenos o mi nivel estaba muy por debajo del promedio de un niño mexicano de siete años. Recuerdo un gol, sí. Estaba a unos metros de mi hermano, portero de mi equipo, y empecé a avanzar discretamente. Abandonar la posición era el único pecado de un defensa. Mi hermano me descubrió. No sé qué cara puse. Él, que entendía más que yo de futbol, me dijo, “córrele, sube”. Subí. Caminé sobre tierras desconocidas. El balón se revolvía entre las piernas de una decena de niños. Quise pedir el balón. “Por acá”, “échamela”, “estoy solo”. No pude decir ninguna palabra. Me coloqué a unos metros del bullicio. Levanté la mano. Nadie me vio. Un rebote dejó el balón junto a mis pies. Marqué. Un gol normal. Un tiro de poca calidad que por mera física y probabilidad atravesó la portería rival. Íbamos once a siete o algún marcador de esos que sólo existen en las calles. Nadie sabía que era el primer gol que anotaba en mi vida. Corrí hasta mi hermano con la cuerdita revoloteando, abrí los brazos y, por ese segundo nada más, me convertí en el matador Luis Hernández. Un sueño cumplido, el primer sueño que se cumplía en mi vida. Pasada mi celebración, perdimos el partido y mi carrera deportiva continuó con su insípido paso.
Mis vecinos no me tomaban en serio, aunque quizá es una declaración injusta cuando hablamos de niños que no pasaban los doce años. Les divertía verme disfrazado. A veces decían que querían jugar futbol y se reían al verme correr a casa. Regresar con el short, con la playera del Necaxa, con los benditos calcetines. Cuando llegaba corriendo, listo para el partido, decían que habían cambiado de opinión y que querían jugar a cualquier otra cosa. Eso pasó una decena de veces. Quizá más. Yo a veces fingía que tenía que ir al baño, pero me iba a llorar con mi madre. Ella me abrazaba y trataba de entender cómo era que eso me afectaba tanto. Abandoné el asunto del disfraz después de una burla de esas.
Un sábado fui a la tienda. Llevaba la playera del Necaxa. Era día de partido. Don Toño me recibió tan caluroso como siempre. “Fernandito, ya no le vayas a esos”. Yo sonreí y tomé los cuatro bolillos que me habían mandado a comprar. Al momento de pagar, don Toño me dijo “ni sabes contra quién están jugando, ¿verdad?”. Negué con la cabeza. “Contra Pumas”. “¿Qué vamos a apostar?”. El universo, el pequeño universo de mi cabeza explotó. No sabía qué responderle, ni sabía dónde acomodar todo lo que sentía en ese momento. Él notó mi desconcierto y añadió “¿una coca de dos litros?”. Acepté. Sonreí toda la tarde. Sonreí cuando el Necaxa perdió ese partido, dos a uno. Le pedí dinero a mi mamá y regresé esa misma noche a la tienda. Le pagué el refresco a don Toño y así se inauguró una tradición que duraría por lo menos ocho años. Esperaba el partido y le apostaba a don Toño. Casi siempre eran cocas de dos litros. Me tocó cobrar varias, me tocó pagar varias. No es algo que uno busque inculcarle a los niños, pero don Toño me enseñó el invaluable arte de apostar y es una de las cosas que más le agradezco, además de ser la primera persona que me reconoció como un aficionado más, como un similar, alguien con quien se puede apostar un refresco de dos litros, alguien para tener en mente durante el juego.
La apuesta, la idea de apuesta, se convirtió en un antídoto contra el mal futbol, contra el deporte acartonado de los jugadores que no quieren jugar. Una apuesta transforma un partido aburrido, imposible de mirar, en algo diferente. Situación hipotética: Dos equipos que se pelean a muerte el derecho de vivir en el sótano de la tabla, se ven las caras. Equipo uno: sin afición, sin fichajes, no ha metido ningún gol en la temporada. Equipo dos: recién ascendido, liga siete derrotas consecutivas y es candidato a regresar a segunda. Le añadimos una apuesta común. Digamos, el perdedor deberá utilizar la playera del equipo rival por una semana entera. Así, la letra escarlata. La humillación pública, absoluta. El equipo uno y el equipo dos tienen en sus manos la dignidad de una persona. No es poco. Resultado: El partido aburrido alcanza cumbres dramáticas que envidiarían las mismísimas tragedias griegas.
He apostado de todo. Aposté un control de Xbox. Perdí. No tenía dinero para pagarlo. Tuve que entregar el mío. He apostado refrescos, papas fritas. Tacos, six de cerveza. Idas al cine. Una vez gané una playera original del Necaxa que no me quedó. Descubrí que la apuesta es un acto de cariño entre dos aficionados. Un don Toño con un Fernandito, un necaxista con un puma. Dos personas heridas por un fanatismo similar, si no en magnitud, por lo menos en apariencia. Mi hermano, a su vez, ganó el derecho de rapar a su mejor amigo en una de las mejores finales que ha visto el futbol mexicano, América contra Cruz Azul. Las personas apuestan porque se respetan y reflejan algo de sí sobre el rival. En tiempos donde los ultras de algunos equipos persiguen a sus rivales, los apedrean, les dicen que son una mierda, queman las playeras, se golpean a las afueras del estadio, la apuesta es un bien preciado y un depósito de lo mejor que tiene el futbol.
El partido pasado del Necaxa contra Pumas aposté con un amigo. A los dos nos gusta leer. Escribir, también. Yo había estado leyendo un libro de futbol hermosísimo y se me ocurrió que, como no era posible ver el partido juntos, una apuesta podría darle un toque de emoción al asunto. Apostamos un libro de futbol que el ganador no hubiera leído. El partido comenzó. Cuartos de final de una copa que a pocas personas le interesa. El Necaxa de visitante. El estadio olímpico de la UNAM, una cancha difícil para los visitantes. Al minuto tres, Pumas anotó un gol. Fue rápido, de esos para los que uno nunca está preparado. Uno espera los goles después. Al final, cuando se vuelven imprescindibles. Empecé a pensar en la apuesta, en el libro que tendría que regalar. Al minuto veintiocho expulsan a Dieter Villalpando, uno de los mejores jugadores con los que cuenta el equipo en la actualidad. No me voy a detener en eso, pero para mí la expulsión me pareció excesiva. El Necaxa se echó atrás, esperando que no le anotaran más goles. ¿Quién podría juzgarlos? En treinta minutos el partido se había derrumbado frente a sus ojos. Pumas aguijoneaba la defensa. Centros rechazados de milagro. Ni siquiera estaba en el arco el portero titular del Necaxa. Pumas se cansó de fallar. Fin del primer tiempo. El futbol se trata de la esperanza un poco. La esperanza que se rompe, la esperanza que desciende, la esperanza que es goleada de local, pero siempre es la esperanza de que ocurra algo. Otra cosa. Algo que casi nunca ocurre. Casi. Salvarse, ganarle al líder de la competencia, meter un gol de chilena, empatar al Pumas con un jugador menos.
Inició el segundo tiempo. Pumas acumulaba unos diez tiros a puerta. Necaxa uno muy desviado. Más centros, balones largos hacia las esquinas, piques hacia el centro del área. Nada. Mi equipo se defendía de manera desesperada. Se les veía en los ojos. Corrían de un lado a otro. El defensa Mario de Luna se lanza para bloquear el disparo de un rival. El balón le golpea la cabeza y sale desviado por un lado del arco. Pumas toreaba sin poder convertir el dominio en otro gol. Tiro libre a favor de Necaxa. Junto al balón se coloca Matías Fernández, Mati, dice su playera. Una estrella chilena que juega sus últimos años deportivos en el club. Tira por debajo de la barrera: un tiro de ingenio, la inteligencia contra la fuerza y el talento. El balón pasa junto a las piernas de varios defensores y el portero mira absorto cómo el balón entra por un costado del arco. Locura. Festejo. Matías envía un beso al cielo. El empate imposible llega. Nadie se lo cree. Ni los comentaristas, ni los jugadores de Pumas, ni Mati, ni yo. El partido se transforma a partir de ese momento. Faltan treintaicinco minutos. Seguimos con un jugador menos (primera persona del plural). Pumas se ve desorientado y se lanza al ataque con más ímpetu. Fallan un disparo más. Otro y otro. Algo ocurre en los jugadores del Necaxa. Se defienden con más determinación. Intentan avanzar aunque no lo logran. Intentan. A quince minutos del final, Dávila pica un balón que es recibido por Luis Ernesto Pérez antes de que toque el suelo. Un tiro extraño, de manufactura complicada. El efecto del balón vuelve incalculable el resultado. El balón rompe contra las redes. La explosión me alcanza. Gritos. El empate imposible fue rebasado por algo más imposible, la victoria con uno menos, con un gol en contra al minuto tres. Los últimos diez minutos tardaron una hora en terminarse. Fin del partido. Los Pumas de don Toño, además de enseñarme a apostar, me aseguraron un libro y las ganas de escribir esto. Una vez más, otra vez, volví a ser el Matador Luis Hernández con la cuerdita en la mano, corriendo con los brazos abiertos.
Excelente!! “Una vez más, otra vez, volví a ser el Matador Luis Hernández con la cuerdita en la mano, corriendo con los brazos abiertos.”