Según su autobiografía Vivir para contarla, García Márquez leía en la escuela “con el libro abierto sobre las rodillas”, mientras los maestros explicaban la lección y se hacían de la vista gorda. En la secundaria, yo también me moría de aburrimiento en las aulas. Lo atribuyo en parte al método educativo de aquel entonces, que obligaba al alumno a memorizar y repetir acríticamente datos, conceptos y teorías. Pero también lo adjudico a mis malos hábitos de estudio. Cansada de sacar puros sietes y ochos, hice un mayor esfuerzo en el bachillerato. Aprendí con entusiasmo español y literatura. Fui de las mejores en inglés y representé a mi grupo en un concurso de spelling o deletreo. Pero no quise sacudirme la apatía por la física, la química, la biología… Algunos buenos profesores obraron milagros. Gracias a la matemática Zaíra Molina, obtuve un merecido 9 en Trigonometría. Pero cuando llegué a Cálculo, me puse de nuevo en “modo automático” y pasé de panzazo. Como García Márquez, llevaba en la mochila una novela para huir del hastío. Por tratarse de una fuga intelectual, tampoco recibí llamadas de atención.
Pero en la universidad, donde estudié Letras, me reproché mi desinterés por las ciencias. Descubrí que no están peleadas con las artes, sino unidas por vasos comunicantes. Como advirtió Sor Juana, una diletante confesa, “se ayudan dando a luz y abriendo camino las unas para las otras, por variaciones y ocultos engarces”. Desde esa perspectiva todo conocimiento es útil y benéfico. Pero hay quien sostiene la postura contraria. Sherlock Holmes, el célebre detective de Baker Street, tenía una extraordinaria capacidad analítica, pero no era un sabelotodo, sino un moderno especialista. En el relato “Las cinco semillas de naranja”, el Dr. Watson hace un diagnóstico de Sherlock: “En astronomía, política y filosofía, le puse un cero. En botánica, irregular; en geología, conocimientos profundos en lo que respecta a las manchas de barro de cualquier zona en cincuenta millas a la redonda de Londres. En química, excéntrico; en anatomía, poco sistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia del crimen, único.”
En un relato anterior, “Estudio en escarlata”, el Dr. Watson se escandaliza porque Sherlock, el maestro del razonamiento deductivo, ignora cuestiones tan elementales como la teoría heliocéntrica de Copérnico. Pero el detective se defiende apelando al pragmatismo: “Dice usted que giramos alrededor del sol. Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría un ápice cuanto soy o hago”, argumenta. Cuando Londres gozaba de periodos pacíficos, donde no había acertijos sin resolver, Sherlock experimentaba el síndrome de abstinencia. Para resistir los embates de la ansiedad, consumía cocaína. Había elegido un solo camino y no soportaba la dispersión.
Un currículum variopinto
Aunque Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock, elogiara la especialización en boca de su personaje, se distinguía más bien por ser un hombre multifacético. Tenía lo que en Alemania se denomina “un currículum variopinto” (ein bunter Lebenslauf). Obtuvo un doctorado como médico cirujano y abrió un consultorio particular. También fue un autor prolífico y ejercitó la pluma en diversos géneros (novela, cuento, poesía, teatro, autobiografía) y en diversos temas (historia, política, criminología, medicina, espiritismo). Por si fuera poco, practicó diferentes deportes. Pero alcanzó la fama por una serie de 56 relatos policiacos, Las aventuras de Sherlock Holmes, que escribía y publicaba por mero pasatiempo.
La sociedad tiende a reprobar los actos de escapismo, pero no deberíamos menospreciarlos, ya que permiten descubrir la verdadera vocación. La tendencia a leer y a escribir, en vez de “hacer algo de provecho”, es un claro síntoma del gusanillo literario. Pero, ya sea por presión social o por condicionamientos socioeconómicos, muchos escritores han tenido empleos ajenos a sus aspiraciones artísticas. En el idioma alemán, hay una diferencia tajante entre la profesión elegida por necesidad (Brotberuf) y la profesión elegida por gusto (Traumberuf). Pero ejercer la primera no implica, forzosamente, sacrificar la segunda.
Lo útil y lo dulce
Contra la voluntad de sus padres, García Márquez abandonó la carrera de Leyes para convertirse en escritor. Mientras tanto se mantuvo del periodismo, que nutrió su incipiente imaginación. En Crónica de una muerte anunciada y Noticias de un secuestro, relatos basados en hechos reales, es notoria la influencia de los géneros periodísticos. Sin duda alguna, Conan Doyle fue mucho mejor escritor que médico. Pero sin esta faceta, no existirían los personajes que lo inmortalizaron: Sherlock, inspirado en el médico forense Joseph Bell, a quien el autor conoció en la universidad; así como el Dr. Watson, su alter-ego, que interpreta los casos con un ojo clínico. Otro escritor clásico, Franz Kafka, se graduó en Derecho y trabajó durante catorce años en una aseguradora contra accidentes laborales. En sus Diarios habla con verdadero tedio de la abogacía, “una actividad artificial y parasitaria, donde las fuerzas vivas del cuerpo y del espíritu no podían emplearse de verdad, sino sólo gastarse”. ¿Pero cómo concebir sus relatos y novelas más memorables sin la crítica a las leyes y al sistema jurídico, que él conoció de primera mano en su papel de estudiante y de burócrata? Su obra literaria sería todo menos “kafkiana”.
Para fugarse de la realidad, Conan Doyle se ponía a escribir cuando no había pacientes en su consultorio. García Márquez de plano trasnochaba, según afirma en El olor de la guayaba: “Después de que terminaba mi trabajo en el periódico, hacia las dos o tres de la madrugada, era capaz de escribir cuatro, cinco, hasta diez páginas de un libro. Alguna vez, de una sola sentada, escribí un cuento”. Franz Kafka también era noctámbulo. Escribía de 10 de la noche a 2 de la madrugada para concentrarse mejor sin el barullo familiar. A las 7 de la mañana debía salir rumbo a la oficina, donde permanecía hasta las 3 de la tarde. Con frecuencia se lamentaba de tener poco tiempo para la literatura. Sin embargo, cuando murió a los 40 años, nos legó 350 páginas de relatos completos, 3 400 páginas de diarios, fragmentos y novelas inconclusas, así como unas 1 500 cartas a parientes, amigos y amantes, según los cálculos del biógrafo Reiner Stach. Si su vocación es genuina, los escritores multifacéticos desarrollan una disciplina férrea para combinar lo útil con lo dulce, como sugería Horacio.
Tribulaciones de un becario
La situación de los artistas e intelectuales auspiciados por el gobierno o por la iniciativa privada parece envidiable, pues disponen de financiamiento y de espacios para consagrarse a su vocación. Pero también están sometidos a fuertes niveles de estrés que no todos aguantan. Ante las evaluaciones periódicas y las fechas límite, algunos sufren ataques de pánico o episodios depresivos, en menoscabo de su obra y de sus relaciones personales, como pude atestiguar en mis estudios de posgrado. Para cantar victoria los becarios no sólo requieren de talento, sino de inteligencia emocional contra el fantasma del autoboicot, que hace de las suyas en los momentos de mayor presión. Cuando terminé la maestría en Letras proclamaba, mitad en broma y mitad en serio, que iba a ponerme un buen tiempo en rehabilitación, porque en dos años de “pisa y corre” me había hecho adicta al cortisol y tenía los nervios de punta.
Al margen de las carreras contra el reloj, los patrocinios imponen restricciones formales y temáticas que a veces atentan contra la libertad de expresión. Incluso artistas reconocidos nacional e internacionalmente han probado las hieles del mecenazgo. Diego Rivera firmó un contrato para pintar un mural en el Rockefeller Center de Nueva York. Su work in progress iba viento en popa hasta que los mirones, como en el juego de “¿Dónde está Wally?”, reconocieron a Lenin entre la mar de personajes. El choque ideológico entre comunismo y capitalismo no se hizo esperar. Los Rockefeller pusieron el grito en el cielo ante “la amenaza roja”. Diego, fiel a los ideales de la hoz y el martillo, se resistió a la censura. Sufrió una humillación pública: cobró la suma pactada, pero su mural fue hecho pedazos.
Por el contrario, financiar la propia carrera artística con una profesión alternativa e independiente ofrece ventajas invaluables. Mantiene el proceso creativo como un acto de escapismo, sin las asperezas inherentes a los trabajos forzados. Potencia el talento debido a la síntesis de saberes, como demuestran los escritores aquí referidos. Sobre todo en el arranque, cuando los artistas deben probarse a sí mismos, y no a la sociedad, que están a la altura de sus sueños.