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miércoles, diciembre 17, 2025

Sintomario / La escuela de los opiliones

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El fabuloso hábito de la lectura: los hospitales me regresaron ciertos tiempos de espera que durante la juventud usaba para devorar lecturas; lo más seguro para refugiarse del tiempo y olvidarse de la cuenta de los granitos de arena, es un libro. Me atrevería a decir que cualquiera, pero la novela de Vicente Leñero que leo (Estudio Q) me está cayendo gorda. Muy probablemente no es culpa de la novela, o de Vicente Leñero, cómo podría, sino la responsabilidad de los humores tumorales es enteramente mía, puesto mi capacidad de asombro y mi percepción del tiempo se ven afectados por pensar en la enfermedad, en su conclusión, sus procesos, su inexorabilidad, su existencia programada en mis genes. Pero en semanas pasadas, tuve la fortuna de leer un libro maravilloso y uno amable. Si alguien me pregunta, creo que las mejores lecturas durante un cáncer o una enfermedad de largo aliento (lo siento, no pude evitar la bromita: jamás volveré a creerle a un escritor pifio cuando use las analogías de las carreras-run-run para describir la escritura; la paciencia durante una enfermedad potencialmente mortal, eso sí es de largo aliento), son los libros de cuentos. He leído dos que me han mantenido interesado y que me hicieron pensar en otra cosa: El desconocido del Meno de Eduardo Sangarcía (maravilloso) y Ensayo de orquesta de Laura Baeza (amable), ambos premios recientes de Tierra Adentro.

La estratificación del momento: mi falta de paciencia es un síntoma. Tanta muerte en estos últimos años me hacía sospecharlo, pero ahora que la huesuda platica conmigo todos los días y me pregunta por Francisca, nomás por chingar, ahora entiendo mejor la brevedad de la vida. El tiempo es un baldío que uno llena de edificios, muchas veces imprecisos y erráticos, ajenos y vagabundos. Hoy no viene Francisca, le digo a la muerte, y tampoco tengo ganas de platicar contigo. La muerte se va, pero regresará mañana y yo, naturalmente, tendré menos paciencia para mandarla a buscar chayotes.

La escritura de largo aliento: no es raro escuchar que algún escritor pifio comienza su entrevista con la analogía de la escritura como una enfermedad, ay papá, un tumor que debe arrancarse de la cabeza y aliviarse, por fin, como si pariera un hijo. Pienso en los dolores de cabeza de Cronos o los hijos infinitos de la ramera de Babilonia. Dolores que uno debe expulsar y aniquilar, escupir al mundo. Quizás. Habrá algunos que se regodeen en la enfermedad, que traten lo suyo como un cuadro sintomático perpetuo y encontrarán un anhelo. He querido entender a esa comarca, he tratado de comparar mi enfermedad a un proceso de escritura pero me parece un ejercicio estéril, tonto incluso. En el fondo reconozco una verdad inexorable, al menos la verdad de mi escritura o la que deseo sea mi escritura: la literatura no es un cáncer, pero es un soplo de vida. Cuando algunos toman hierbas o fórmulas especiales para sobrevivir sus caminos, mi placebo son los libros. La escritura y la lectura son procesos para sanar y, si la muerte está cerca, redimir a la humanidad durante la brevedad de su existencia.

La fatiga tumoral: quizás lo peor es el ensimismamiento, la observación aguda del cuerpo. Comezón, falta de aire, dolores en el mediastino. Qué duele, por qué, ¿será síntoma o no lo es? ¿Cuántos sudores nocturnos son realmente problemáticos? Tengo comezón, ¿será un nuevo nódulo linfático haciendo de las suyas? ¿Cuánto tiempo tengo antes de saltar a la siguiente etapa? Dios mío, si no me proteges de noche y de día, te lo ruego por lo bajito, por favor déjame en paz. Otra vez tengo sueño.

Tres donas en vez de dos: leí un artículo mafufo que dice que el poder de voluntad (humana) es finito y depende de la glucosa. A mayor glucosa, mayor fuerza de voluntad pero un consumo constante de azúcar, no hace falta un genio, nos expresa precisamente lo contrario (tú sabes quién eres, gordito). Así como uno insiste en regresar a los lugares donde amó la vida cuando se ponen las cosas peliagudas, así me estoy dedicando a tragar donas de chocolate como si fueran pastillas mágicas de salud y melancolía. Pac-Man canta Backdoor Santa. No soy ciego, las donas son mis madalenas, un deseo tímido por seguir con vida; traen la memoria de tiempos felices y despreocupados. De regreso del mercado, mi abuela y yo, a veces pasábamos por cierta panadería de la Jardín Balbuena (creo que aún existe) y llevábamos pan para la semana. Paradójicamente, la mordida del pan y del chocolate me recuerdan ciertos días lluviosos y el sol ocultándose, el momento exacto cuando encendían los faroles de los pasillos de la Unidad Kennedy, y hacíamos el recorrido panorámico y laberíntico para regresar a nuestra pequeña Ítaca, el paraíso imaginado, la tierra que siempre será hermosa porque hemos elegido ser ciegos.

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