El pasado 22 de diciembre de 2017, hubo un acontecimiento de gran relevancia en la política económica de los Estados Unidos de Norteamérica: se aprobó la reforma fiscal impulsada por Donald Trump y los republicanos, reforma que, para darnos idea de su magnitud, es la de mayor relevancia en los últimos treinta años en ese país.
Respecto al contenido de la reforma no hay novedades ideológicas. Los republicanos y Donald Trump han definido muy claramente su postura respecto de la política tributaria que debe imperar en su país: recortes en los impuestos. Recortes en los impuestos para “los que más tienen” o para “los que sí producen riqueza”, según la óptica ideológica desde que se observe.
Según Trump, esta reforma se trata de la mayor reducción de impuestos en toda la historia de Estados Unidos, sin embargo, se equivoca (de hecho, es la octava en volumen). Históricamente han existido otras reformas fiscales de mayor calado en la vida independiente de Estados Unidos, pero eso se analizará en otra ocasión. Pero no se confunda, si bien no es la mayor reducción de impuestos en toda la historia de EUA, si se trata de la modificación de la política fiscal de mayor calado en los últimos treinta años. Se estima que esta reducción de impuestos representa entre el 0.7 y el 0.9 por ciento del PIB de ese país.
La reforma de Trump puede analizarse desde sus dos vertientes: la primera que es la reducción del impuesto sobre la renta de personas físicas y el otro es el relativo al impuesto sobre los beneficios de las personas morales (empresas).
Con relación a la reducción de los impuestos a las personas físicas, el beneficio es muy pequeño, el 80% de los contribuyentes personas físicas verán incrementada su renta en menos del 2%. En palabras simples, quienes perciben menos de 35,000 dólares al mes, prácticamente no sentirán el beneficio. La parte buena quizá es que esta reforma prácticamente obliga a los estados a reducir sus impuestos locales, puesto que de estado a estado hay variaciones bastante significativas.
Por cuanto va al recorte de impuestos a las empresas, es otra cosa. Aquí es donde esta lo bueno. La tasa sobre renta o beneficios pasó del 35% al 21% (aunque se limitan algunas deducciones), lo cual es significativo. Pero no solo eso, esta reforma prevé que las empresas norteamericanas que tengan negocios e ingresos en el extranjero, no tengan que tributar dos veces para llevar el dinero a bancos estadounidenses, lo cual significaría que el dinero de las multinacionales dejaría de quedarse en paraísos como Singapur o Irlanda y volvería a circular dentro de los Estados Unidos.
Y aunque para los libertarios de la economía esto suena a una maravilla, debo puntualizar también otros aspectos de esta reforma, con relación al contexto en el país del Norte.
Trump quiere ser un libertario, recortar impuestos a los que producen riqueza, que el estado no saquee al mercado. Pero al mismo tiempo ¡Quiere más gasto público! Donald Trump, al tiempo que presenta una reforma que supone una menor recaudación del gobierno a cambio de mayor circulación de dinero, presenta también un mesiánico plan de infraestructura que requerirá de mucho dinero, que aunado al incremento en el gasto militar que se prevé para los próximos años por parte de su administración, solo puede significar una cosa: contratación de deuda, que es otra forma de decir que habrá aumento en el déficit (que se había reducido con Obama) y que se encuentra en, no estoy bromeando, del 77% del PIB.
Ante este escenario, ¿Qué debe hacer México?
Por un lado, están aquellos que desde una postura un tanto fatalista sostienen que es urgente una contrarreforma fiscal en nuestro país, puesto que la bajada de impuestos en Estados Unidos supone una posición de desventaja para la economía mexicana, una previsible fuga de capitales y de empresas al país vecino y una reducción en consecuencia de la competitividad en México.
Por el otro, están quienes creen que, si bien se trata de un fuerte golpe de timón en la política económica norteamericana, tampoco se el fin del mundo para la competitividad nacional. Cierto, el impuesto sobre beneficios (el equivalente al Impuesto sobre la renta en México) en EUA se redujo al 21% cuando nuestra tasa es del 35%, pero en términos reales, los esquemas de deducción en México son mucho más flexibles ahora que en el vecino del norte.
Los economistas están pegando el grito en el cielo, diciendo que urge una contrarreforma, reducir el ISR al 20%, gravar con IVA al 15 alimentos y medicinas, entre otras medidas. El contador por su parte sostiene que en la práctica los empresarios terminan enterando un ISR después de deducciones a veces de hasta el 12% (según la optimización de la carga fiscal), por lo que no se trata de algo alarmante.
Lo cierto es que la reforma fiscal en México es necesaria, más allá de las posturas ideológicas de los candidatos a la Presidencia de la República, el andamiaje legal tributario en México precisa un profundo rediseño desde, mi opinión, la sostenibilidad fiscal, la ampliación de la base tributaria (ya sé, todos dicen lo mismo), el replanteamiento del federalismo fiscal (porque existen estados de la república que producen el 9% del PIB y reciben el 0.9 de participaciones) y sobre todo, una correcta aplicación de los recursos fiscales en el ejercicio público.
Quizá sería buen momento para que los candidatos a la presidencia de la república planteen con seriedad su propuesta de política tributaria. Debemos como votantes rechazar las propuestas simplonas y falsas, elevemos el nivel de discusión público, antes de prestar atención a lo que ofrecen los candidatos, analicemos ¿de dónde planean obtener los recursos fiscales para lograrlo?