¿Somos libres? ¡Vaya oceánica pregunta! Como toda cuestión atávica amenaza, a quien trate de figurar una respuesta, con un espasmo mental. Lo cierto es que muy pocas personas (aventuro prácticamente nulas excepciones) no se encuentran en algún momento de su vida haciendo retruécanos mentales para determinar su posición. Pero ¿lo somos? El primer problema al que nos enfrentamos es metodológico: ¿cómo podríamos estar en una posición para saberlo? ¿Qué evidencia podemos poner en uno u otro lado de la balanza? ¿Qué experimentos, si es que podemos diseñar alguno conclusivo, podrían determinar con solidez un confortable sí o un angustioso no?
Te propongo que vayamos por pasos. No encontrarás (¿cómo podrías hacerlo?) una respuesta al final de estas líneas: una columna de poco más de mil palabras, escrita por un profesor de filosofía, no zanjará una disputa milenaria que ha gastado más papel que el que encontrarías en un bodegón en el que se han convertido nuestras antiguas papelerías de barrio. Pero, aunque no encuentres una respuesta, quizá encuentres una manera de plantearte la pregunta en adelante, una manera que al menos no te cause estremecimientos en la materia gris de tu cavidad craneal. Una manera que busco que sea interesante, y que capture la inquietud que nos acosa a los humanos cuando dejamos las labores esenciales y nos detenemos un segundo a buscar una manera de dar sentido a nuestro lugar en este sitio al que llegamos sin que nos preguntaran.
Primer paso, uno que te parecerá diminuto, pero es gigantesco: ¿qué significa la pregunta? Una experiencia cotidiana en el aula cuando plantea el profesor la pregunta a los estudiantes: no saben lo que se les está preguntando. Y no es culpa de los alumnos: la pregunta está lejos de ser clara. Si la planteas en una sobremesa con gente mayor (lo he vivido), el resultado no es distinto. Piensa en una pregunta clara: cuando te preguntan cuántos platos se han puesto sobre la mesa. Basta que observes y cuentes. Algo así te enseñaron a hacer para responder preguntas de este tipo. Observas y cuentas. Tu respuesta será correcta la inmensa mayoría de las veces: al menos si tu vista funciona adecuadamente y sabes contar. Pero ¿qué debes hacer para contestar a pregunta por nuestra libertad? Si no te queda claro, vamos por buen camino.
La pregunta por nuestra pretendida libertad es estrambótica. Nos deja helados sin saber a dónde mirar, qué contar, qué razones ofrecer en su favor o en su contra. Y esto sucede, lo aventuro, porque el concepto “libertad” es tanto opaco como vago. “¿Qué es la libertad?” es una pregunta igualmente oscura. Alfred Mele -profesor de la Universidad Estatal de Florida y quien fuese director del proyecto Big Questions in Free Will– considera tres candidatos generales que figuran en las respuestas de las personas cuando se les pregunta qué entienden por “libertad”.
Una primera respuesta hace eco de las casi extintas creencias religiosas del pasado: la libertad es algo que alberga el alma y, por tanto, es un aspecto sobrenatural de la vida humana. Esta respuesta es deficiente desde diversos frentes. Usa, sin saberlo, una estrategia retórica conocida como obscurum per obscurius: define en términos más oscuros el concepto original, de suyo oscuro. “Alma” no es un concepto más claro que el de “libertad”. Si afirmamos que el uno contiene al otro, de hecho el concepto “alma” es más o, al menos, igualmente oscuro que el de “libertad”. Las definiciones buscan aclarar, no oscurecer, por lo que decir que la libertad está albergada en el alma y es un aspecto sobrenatural de la vida no nos ayuda.
Los otros dos candidatos difieren en un aspecto crucial, por lo que los consideraremos en un mismo escenario. Imagina que vas a comprar helado. Esa tarde has comido bien, y el helado es un antojo que buscas satisfacer como un postre para la tarde. Llegas a la heladería y tienen sólo tres sabores: vainilla, chocolate y fresa, en presentaciones de una o dos bolas de helado. Eliges un helado sencillo de chocolate. Si alguien, en este contexto, te pregunta si tu elección ha sido libre, puedes entender dos cosas. En primer lugar, si el contexto varía un poco (por ejemplo, no has comido lo suficiente por la tarde), ¿podrías haber elegido otra cosa, quizá un helado doble de chocolate? O, si el contexto no varía en absoluto, ¿podrías haber elegido otra cosa? Con respecto a la primera pregunta, la mayoría de nosotros contestaríamos afirmativamente (podríamos hacer, de hecho, una encuesta para corroborar esta intuición). Si el contexto varía, resulta razonable pensar que nuestra decisión podría haber sido distinta. La segunda pregunta es problemática: dadas exactamente las mismas condiciones iniciales, ¿podrías haber decidido distinto? Esta segunda pregunta pone en la mesa el problema difícil de la libertad: ¿acaso nuestras decisiones están prefiguradas por todas las circunstancias que las anteceden? Si contestamos afirmativamente -piensan algunos-, ¿dónde ha quedado la libertad de nuestra elección?
Así, tenemos dos nociones distintas de libertad, una más estricta que la otra. En una simplemente se requiere que podamos haber realizado elecciones distintas si el contexto varía. En la otra se requiere algo mucho más robusto: que nuestra elección sea fruto de una especie de milagro dentro de nuestro cerebro -como lo señala Agustín Rayo, filósofo mexicano y decano asociado de la Escuela de Humanidades del MIT-, una decisión que escape de alguna manera no clara de sus condiciones antecedentes. ¿No sería esto una especie de “milagro”?
Frente a estas nociones de libertad clarificadas se han intentado diseñar experimentos que la refuten: que la expulsen definitivamente de nuestra concepción de la vida humana. Benjamin Libet -neurobiólogo estadunidense fallecido en 2007- diseñó distintas variaciones de un experimento famoso y multicitado. En éste, Libet buscaba demostrar que la actividad neuronal en el cerebro comenzaba fracciones de segundo antes de que una decisión fuese tomada. Si esto es así, concluía, nuestras acciones (al menos, las que involucran movimientos corporales) se realizan de manera inconsciente. Y, si nuestras acciones son inconscientes y la conciencia de la decisión sucede poco después, no somos libres de realizar dichas acciones. Los experimentos de Libet, no obstante, han sido blancos de innumerables críticas, tanto con respecto a su diseño experimental como con respecto a la interpretación de los resultados.
Aunque Libet seguramente no demostró la inexistencia de la libertad, sí puso el dedo en la llaga de lo que deseamos capturar con el concepto: por decirlo de otra manera, señaló indirectamente su aspecto más relevante. Y es que una acción libre no es una que sólo realizamos conscientemente, sino una sobre la que tenemos algún grado de control (la conciencia y algunas cosas más). Cuando nos preguntan si somos o no libres, deberíamos pensar si consideramos que tenemos o no control sobre algunas de nuestras acciones, o sobre una acción en específico que esté en nuestro foco de atención. Este control no es otra cosa que poder actuar racional e informadamente cuando no somos coaccionados.
Si esta clarificación va por el camino correcto, la pregunta con la que iniciamos ya no debería incomodarnos. Es una pregunta más o menos clara, que al menos indica a dónde debemos mirar y qué evidencia debemos tener en cuenta para responderla. ¿Somos libres?, yo pienso que sí, al menos en los casos que más nos importan. Y el aspecto más importante de la libertad en la práctica es uno político: la defensa de nuestras libertades civiles. Ahora bien, aunque no lo fuésemos, Carol Dweck -profesora de Psicología social en la Universidad de Stanford- ha demostrado que la creencia en la libertad personal promueve nuestro bienestar. Así que, creer en la existencia del libre albedrío al menos no es irracional y es benéfico. Buenas razones para suponer su existencia.
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