En el ala de urgencias de ginecología, Dulce puja y suda copiosamente durante la labor de parto.
El hospital. Uno creería que es el mejor lugar del mundo para remediar y prevenir las enfermedades. La sanidad del cuerpo y del alma. Donde se alivia al desdichado, se auxilia al débil y se le devuelve la salud al cortar, extirpar, remover, extinguir la miseria que lo aqueja. A decir verdad, los hospitales son los lugares perfectos para el encuentro de las soledades y el dolor.
A ver, muchachita, ¿cuántos años tienes? ¿15? ¿Y cuántas veces tuviste relaciones? ¿Una, dos, tres, muchas? De eso acuérdate ahorita que te duele mucho. Ya te voy a poner la epidural, pero ni debería. Bien lo dice la Biblia, parirás a tus hijos con dolor, ya te la voy a poner porque mira nomás cómo estás. Dulce respira rápido mientras escucha al médico y a los latidos cardiacos del bebé por el ultrasonido. Es mucho el dolor pero al parecer más la pena. Con las piernas abiertas, la vagina sangrante y aquellas palabras, trata de ya no quejarse, aunque no lo consigue.
En las camas de piso, cuatro unidades de sangre recorren el cuerpo de Itzel mientras siente espasmos y piquetitos en la espalda. Me siento como un globo que se va inflando. Está contenta porque pronto la darán de alta pero la hemorragia regresa y no se contiene. El río que fluye y la alimenta de la bolsa granate sale de entre sus piernas convertido en un rojo mar embravecido. La van a dar de alta porque arriba, levantada, en lo alto y por encima, refleja todo lo positivo que se puede ser en este mundo mientras vives. Nada de estar deprimida, alicaída, abatida, eso te da de baja. Antes que por su condición, Itzel está preocupada porque no consigue los donadores que el Seguro le exige para reponer la sangre que de a poco le va inyectando. El trueque. Sangre por sangre. Se da cuenta que no tiene tantos amigos ni familiares dispuestos.
Las pacientes de la sala de gíneco pierden su nombre, y como presas en la cárcel ahora son llamadas por el número de cama que ocupan. A la sesenta veintidós se le practicó un legrado ayer a las catorce y se le subió a piso después de estar en recuperación, sin novedades. Rita escucha y sonríe. Sonríe. Está contenta porque le extirparon dos tumores de la matriz. Mujer, no te rías, como si no acabaras de perder un hijo. Tres tumores. Se queda esta noche a observación y mañana en la mañana se va a su casa, para que si puede le avise a sus familiares. Pero para sesenta veinticuatro no es igual. También un legrado por miomas que se le realizó ayer a las nueve, se lleva progesterona de tratamiento, ponga cita con su médico familiar y si presenta fiebre, dolor o hemorragia véngase rápido a Urgencias. Ya la vamos a dar de alta para que repose en su casa. Sandra llora, el proceso de recuperación será más lento de lo normal porque tiene la urgencia de un niño que le complete la vida a ella y a su esposo. Es que una de mujer necesita realizarse, dice sesenta veintitrés, yo tuve cuatro hijos y con esos quedé a gusto, pero tú ni uno todavía -cree que consuela- ya verás que si te cuidas pronto tendrás los tuyos.
Una vez que médico y residentes han terminado las revisiones y abandonado la sala, las mujeres del pabellón intercambian dolencias y consejos. Por qué están ahí, cuántos días llevan internadas, anécdotas e intimidades que se hacen no como confidentes, sino con la libertad que les confiere la certeza de que nunca volverán a verse, que sus historias son contadas en desahogo, para vencer el tedio y perder el tiempo en pláticas insulsas para la otra. Competencias, a veces parece, de quién tiene el dolor más agudo, la afección más complicada, la recuperación más pronta de todas. Mujeres pequeñas y robustas, de huesos duros y corazones flexibles, mujeres envueltas en pieles y nervaduras, manchas y adherencias. Cuerpos sensibles traumatizados y desnudos sin más posesión que la bata aguamarina que las uniforma.
A Silvia nadie la ha visitado. Llora. La paciente de la cama sesenta veintiuno está un poco nerviosa porque se someterá a una histerectomía. Tiene miedo a la plancha, al dolor, pero el más hondo es porque cree firmemente que su matrimonio terminará una vez que el útero le sea removido. Ya no seré una mujer completa, dice. No sé si a una le queda el hueco por dentro, pero todos me dicen que no seré la misma. Lo bueno es que yo también ya tengo hijos, ya grandes, tres varones y una mujercita de 15, ya me siento completa con ellos. Mi niña no puede venir a verme porque el domingo tuvo a su bebé por cesárea y está en la casa recuperándose. Los hombres, pues, están trabajando, aparte no los dejan entrar al pabellón de mujeres. Quién sabe si mi marido esté allá abajo. Ahora que lo cambiaron de lugar en el trabajo ya no es el mismo conmigo. Es que ahora está entre puras muchachas y a mí se me hace que anda con una de ellas. Con esto de mi operación pues con más razón me va a dejar.
Las enfermeras entran y salen, indiferentes, cada una igual en su turno, con cofia, de blanco y sin más cariños que los mija, voy a ponerte el antibiótico, mija, deja te cambio el pañal, mija, mejor ten el cómodo. Se detienen en cada una de las camas, como Vía Dolorosa, para revisar que el suero y la medicina pasen correctamente por las venas. Primera Estación. Antes de eso tuvieron que insertar la intravenosa, su primer contacto con el cuerpo del paciente. Por lo menos deberían de asegurarse de aminorar el nerviosismo, en ese estado es más difícil encontrar la vena y perforarla sin lastimar, un dolor como ese puede llegar a ser más grande que cualquier afección que presente el enfermo. De preferencia, deberían pensar que por esas venas pasa no sólo sangre, sino una vida. Que han sido las pistas por donde ha galopado la sangre mientras se hace el amor o el ejercicio. Que llevan en el torrente la esperanza de la purificación al transportar la sangre como de un cristo que limpiará los pecados cometidos. La redención. Otra oportunidad.
El sufrimiento corporal y mental de quienes viven con una enfermedad en el cuerpo, en las entrañas, se ve aumentado por las miradas de hastío de los médicos en los hospitales. Desconocidos que tocan el cuerpo con la facilidad que la repetición les ha conferido, pero que para el paciente siempre es nuevo el tacto. Un extraño palpando recovecos, recorriendo hendiduras, apretando sin piedad, con su lenguaje técnico incomprensible, alarmante, que grita lo que el pudor de las pacientes quiere ocultar. Sesenta veintitrés, ¿ya defecó? Le vamos a poner un enema, no puede durar tantos días sin hacer del dos. A ver, abra las piernas, le voy a revisar el ano a ver si todavía lo tiene inflamado. Con solidaridad, todas las demás desvían la mirada. Alguna preferirá cerrar su cortina aunque esta no aísle el sonido de las palabras y de la vergüenza.
En el lecho, el enfermo sufre a veces más de miedo que de dolor. Adormecido, inmóvil, angustiado por no saber la hora que no avanza, incomunicado y solo, se enfrenta abatido a la noche y se deja vencer. De alguna forma patológica su espíritu afectado no encuentra en la oscuridad si el dolor es de conciencia o corporal. Incursionar de madrugada en un viaje a las “ruinas” de la melancolía, diría Bartra, es una tarea para todas esas pacientes de la sala, que se ahogan en un llanto solitario que escurre con discreción entre las sábanas empapadas, el olor a orina, el frío, los coágulos, los vasos sanguíneos perforados y lastimados como lugares comunes y compartidos.
De mañana, tratarán de hermosearse con lo que tienen. Sus dedos para peinar el cabello, las manos para recorrer y eliminar la grasa nocturna del rostro, las maneras de acomodarse la bata tal vez con el hombro del fuera para no olvidar su sensualidad en la condición médica.
Sesenta diecinueve fue dada de alta y como obsequio se llevó una bolsa de compresas femeninas para la hemorragia. Su lugar fue ocupado por una Mujer con Cesárea. Óleo y acrílico en lienzo. Así permaneció, como una pintura. Horas inmóvil, paciente, sin ansia, antes de ser llevada con su hijo.
No se pudieron esperar a que saliera de aquí para abandonarme, cuando nadie te quiere ya no hay operación que haga que te cuiden. La sesenta veintiuno, Silvia, tiene hambre y sed. Llora. Regresó de la cirugía y le duele. Una pastilla de paracetamol y una inyección de ketorolaco no le calman el dolor ni la angustia. Trata de dormir pero no puede ni cerrar los ojos de tantas lágrimas. En su desesperación se dobla y se sienta en la cama y de un brinco se coloca al pie de esta. Un derrame sanguíneo invade el piso y al borde del síncope, Silvia llora y ejerce el derecho universal al sufrimiento, se adueña de él.
La enfermedad no es más que la colección de síntomas, dice Foucault. La diferencia absoluta que separa la salud de la enfermedad. Calores, ardores, llanto, temor, palpitaciones que son diferentes en cada enfermo y que sin embargo todos en ese lugar entienden.
El hospital. El paciente acude en busca de la sanidad del cuerpo y del alma. Como un templo sagrado que alivie el sufrimiento. Lugar común de soledades y dolor.
@negramagallanes