En el marco del debate de la secularización en las décadas de 1970 y 1980, en los países occidentales se tenía la impresión de que, con el auge de la modernización y la individualización, las religiones iban a perder cada vez más importancia. Sin embargo, las religiones parecen desempeñar un papel cada vez más importante en las sociedades occidentales (además, hay un renacimiento de las ortodoxias religiosas y sus respectivos fanatismos). Aunque es así, no debería serlo: en la actualidad, las huellas sociales de la religión se detectan en dos ámbitos distintos: a) las religiones adoptan posturas concretas ante cuestiones políticas o toman parte en los debates oficiales, y b) ciertos símbolos y términos religiosos se trasladan a otros ámbitos que no son genuinamente religiosos. Así, el potencial semántico y simbólico de las religiones sigue dejando su impronta en la vida pública y cultural. Además, en muchas regiones del mundo las sociedades religiosas hoy desempeñan un papel público de primer orden; la impronta religiosa se puede percibir en las acciones y actitudes de los individuos, influye en la vida cultural, así como en los distintos discursos públicos y procesos políticos; y, en la política internacional, la religión se ha convertido en un tema de primer orden: las estrategias de la política internacional no se pueden concebir sin tener en cuenta la relación entre la religión y la política.
El discurso sobre la secularización ha variado. Aunque todavía existen persistentes tendencias secularizadoras en algunas regiones, pocos hablan hoy en la inminente muerte de las religiones o de lo religioso. Las religiones son un fenómeno que ha cambiado a lo largo de la modernidad y la posmodernidad, pero no han perdido su importancia social, especialmente en el mundo globalizado. Así, hoy hay una nueva atención y una nueva actitud hacia lo religioso, por distintas que sean las formas que éstas puedan adoptar.
Frente a este panorama, se pueden señalar tres grandes grupos de preguntas: 1) ¿qué ha de entenderse propiamente por secularización y por su reciente desarrollo?; 2) ¿cómo debe entenderse, por ejemplo, la relación entre fe y saber?, y ¿qué es lo específico del ámbito religioso-filosófico frente a una realidad interreligiosa que se impone en el contexto de la globalización?; y 3) el tercer grupo de preguntas engloba a las dos anteriores: ¿cómo podemos abordar, dentro del desarrollo actual de las diversas sociedades, la relación entre el juego del lenguaje secular y el religioso, o entre los ciudadanos y las instituciones?, ¿existe una relación complementaria entre ambos, o se debe aceptar la prioridad de una forma sobre la otra a partir de argumentos políticos y éticos?, ¿qué potencial poseen los distintos juegos del lenguaje y símbolos religiosos para el ciudadano secular?
Pensadores ateos como Jürgen Habermas, y religiosos como Joseph Ratzinger, debatieron hace algunos años sobre el potencial político-social de la religión. Habermas se percataba de la carencia de las sociedades seculares para generar la cohesión social que requieren las democracias occidentales. Una de las reflexiones centrales de Habermas es la relación entre fe y razón, entre el ciudadano secular y religioso, sobre lo que le falta a la razón (“conciencia de lo que falta”), y sobre la posición que ocupa ésta con respecto a la religión. Quizá la religión -pensaron ambos- pudiera suplir las carencias de la democracia secular. La afirmación de Habermas nos resulta escandalosa, porque lo es: “Los ciudadanos secularizados, en tanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas”. Ratzinger fue mucho más lejos: “Es importante que los dos grandes componentes de la cultura occidental estén dispuestos a escuchar y desarrollen una auténtica correlación también con esas culturas. Es importante darles voz en el intento de una auténtica correlación polifónica en la que se abran a la esencial relación complementaria de razón y fe, de modo que pueda crecer un proceso universal de purificación en el que al final puedan resplandecer de nuevo los valores y las normas que en cierto modo todos los hombres conocen o intuyen, y así pueda adquirir nueva fuerza efectiva entre los hombres lo que cohesiona al mundo”.
No podemos ser ingenuos: es cierto que la religión ha sido y sigue siendo un componente, quizá uno de los principales, de cohesión social. También es cierto que sin cohesión social las democracias occidentales están destinadas al fracaso. No obstante, también es cierto que la noción de “cohesión social” es vaga, y que cualquier intento de formalización del concepto está destinado en este momento a la confusión conceptual. ¿Acaso deberíamos abrirle nuevamente la puerta de la esfera pública a las diversas religiones? ¿No sería éste un retroceso sumamente costoso? Así lo creo. El problema tanto de Habermas y Ratzinger no fue señalar la importancia que tiene esa vaga noción de cohesión para nuestras democracias, ni tampoco señalar que la religión podría aportar ese faltante a nuestras sociedades. Su error consistió en señalar como única opción a la peor de todas. No es abriendo la puerta pública a la religión y al lenguaje religioso como conseguiremos cosechar los frutos de la secularización, sino quizá abrazando otra concepción del mundo y de nosotros mismos. A este respecto los candidatos pueden ser diversos y tener distintos nombres. En lo particular, me satisface el humanismo secular, aquél en el que el falibilismo, la fragilidad humana, la confianza en la razón y el coraje intelectual se ondean como sus banderas.
A.C. Grayling resumió con bella contundencia los principales trazos del humanismo secular. Me permito citarlo en extenso a modo de conclusión: “Comparada con la certeza absoluta de la fe, la concepción del humanista sobre la naturaleza y el alcance del conocimiento es más humilde. Todas las investigaciones de la inteligencia humana en pos del conocimiento progresan siempre al precio de plantear nuevas preguntas. Tener el coraje intelectual de vivir con esta incertidumbre ilimitada, confiando en que la razón y la experimentación nos proporcionen una mayor comprensión, basando íntegramente las propias teorías en fundamentos rigurosos y verificables, y comprometiéndonos a cambiar las propias ideas cuando se demuestra que son erróneas, tales actitudes son características de las mentes honestas. En el pasado, la humanidad se aferraba obstinadamente a las leyendas, a las supersticiones y a la ciega credulidad, para otorgar rápida y fácilmente sentido a todo lo que sabría o comprendía, para convencerse a sí misma de que sí sabía y comprendía. El humanismo reconoce este hecho histórico en los antiguos mitos, y asume las necesidades que llevaron a los hombres en esa dirección. E incluso muestra que lo que nutre el corazón y la mente de las personas (el amor, la belleza, la música, el crepúsculo en el mar, el ruido de la lluvia sobre las hojas, la compañía de los amigos, la satisfacción tras realizar un esfuerzo útil) es más de lo que la imaginación puede darles nunca, y que deberían aprender a describir de nuevo estas cosas (las cosas reales del mundo) como la poesía que da significado a la vida”.
No necesitamos abrir la puerta de la esfera pública a la religión, mucho menos diseñar políticas públicas que le abran algún resquicio. Necesitamos, como mujeres y hombres que viven en un mundo secular, de un profundo humanismo como el que describe Grayling. La religión, de seguir existiendo, sólo debe tener lugar de las puertas de cada casa de algún creyente hacia dentro. El humanismo es suficiente para cosechar los éxitos de la secularización.
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