En su discurso en la Liberty University en 2015, el senador Bernie Sanders, entonces precandidato a la presidencia por el Partido Demócrata de los Estados Unidos de Norteamérica, se enfrentó a una posibilidad muy particular: como liberal, socialista y progresista, defensor de la despenalización del aborto y de los derechos de la comunidad LGBTTT, hablar ante un auditorio conformado en su mayoría por conservadores cristianos. El resultado fue positivo: el auditorio, casi en su totalidad, le aplaudió de pie al final de su intervención. Sanders, a oídos de personas que rivalizaban en casi cualquier tema con sus posturas, percibían en sus palabras algunos rasgos de su personalidad que fomentaban no la disputa acalorada, sino el diálogo cooperativo y atento. En dicho discurso, Sanders apuntó: “Es fácil salir y conversar con personas que están de acuerdo con nosotros. Es más difícil, pero no menos importante, tratar de comunicarnos con aquellos que no están de acuerdo con nosotros en todos los temas; y es importante para ver dónde, si es posible -y creo que lo es-, podemos encontrar un terreno común”. La posibilidad fructífera de comunicación de Sanders con quienes están en desacuerdo con él -incluso fue invitado al Vaticano por Jorge Mario Bergoglio para abordar el problema del cambio climático- subraya no sólo la calidad de sus argumentos, no sólo el proceso y los procedimientos que usa cuando se comunica con ellos, sino algunos rasgos de carácter que son deseables en un agente argumentativo.
Durante siglos hemos sido reacios a considerar elementos ajenos a los argumentos en su análisis y evaluación de las argumentaciones. No obstante, a mediados del siglo veinte, comenzamos a considerar a la argumentación, ante todo, como una práctica comunicativa. Esta apertura ha tenido éxitos y fracasos: el fenómeno de la argumentación es sumamente complejo para considerar todos los factores que intervienen en él si deseamos sistematizar su estudio. A pesar de lo anterior, es posible subrayar el elemento del que Bernie Sanders es un ejemplo paradigmático: los rasgos de carácter de los agentes argumentativos juegan no pocas veces un lugar importante en la explicación de por qué tienen éxito o fracasan nuestras argumentaciones.
Pero ¿cuáles son esos rasgos deseables de carácter? En temporada de batallas electorales, los aspirantes a un cargo de elección popular deberían hacerse esta pregunta seriamente. En primer lugar, deberían exhibir lo que Aristóteles -sí, ese antiguo pensador enterrado en las bibliotecas- llamó eunoia, y que podría traducirse por “buena voluntad”. En otras palabras, deberían estar dispuestos ante todo a entrar a un debate razonado. Es cierto que nuestros torpes políticos -armados con un arsenal de asesores muchas veces incompetentes- creen tener razones suficientes para creer que sus posiciones están sobradamente justificadas. ¿Quién de ellos siquiera está dispuesto a escuchar razones contrarias? Esta actitud les brindaría un aura democrática: la pluralidad de nuestras sociedades les exige dialogar y ellos deben mostrarse proclives al diálogo siempre que sea posible. Pero esto no basta. También deben ser caritativos. Muchas veces resulta complicado esgrimir una posición y las razones en su favor en un marco temporalmente limitado. Adicionalmente, la cháchara electorera les hace recurrir a eslóganes facilones y vagos. No obstante, de todo aspirante a un cargo de elección popular se esperaría no sólo buena voluntad para escuchar razones en contra de sus convicciones, sino caridad para -con una alta dosis de sensibilidad- situar y reconstruir dichas razones como las mejores posibles. Sus enemigos políticos deben convertirse en sus aliados en pos de la mejor solución: al menos, eso deberían mostrarle al electorado. Por último, de nada sirve la buena voluntad ni la caridad sin la apertura mental necesaria para cambiar de creencias ante mejores argumentos. Pocos políticos en el mundo exhiben esta virtud: pocos son capaces de cambiar de opinión ante razones mejores que las suyas. La razón es que consideran la apertura mental -eso que algunos filósofos llamamos falibilismo- como una debilidad. No obstante, los teóricos de la argumentación -esos sujetos que estudian los intercambios argumentativos cotidianos y la fuerza y debilidad de los argumentos- han descubierto que los auditorios muestran mucha más disposición de escucha y simpatía ante quienes exhiben apertura mental.
Escucho a todo tipo de personas lamentarse por los meses que vienen: publicidad hasta en la sopa, spots televisivos carentes de interés y muchas veces de sentido, y sobremesas infestadas de opiniones políticas. El calvario electoral no terminará hasta julio. Por lo mismo, espero que los suspirantes, ataviados de buenas razones y capacidad para el diálogo, nos ofrezcan un espectáculo menos vergonzoso de lo esperado. Algunas virtudes argumentativas harían el espectáculo menos grotesco y somnífero. Algo deberían aprenderle al senador Bernie Sanders.
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