La sensación que se percibe, en varias esferas de interés de la sociedad, es inequívocamente de crisis. Así lo percibimos en la esfera política que se apresta a nominar candidatos a la presidencia y en conjunto a los tres órdenes de gobierno; así se capta en la esfera económica, frente a una negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN/NAFTA, que ha metido en un sube y baja al peso frente al dólar; igual lo sentimos respecto del relevo en el Banco de México con la despedida de su gobernador Agustín Carstens, para tomar las riendas del Banco Internacional de Pagos (BIS), en Basilea, Suiza, y deja en el país una inflación de 6.37% al mes de octubre. De igual modo es debatida en la esfera de la cultura, en ocasión de del coloquio internacional de la UNAM, del 15 al 20 de noviembre en Ciudad Universitaria, “Los Acosos a la Civilización. De muro a muro”, que ya tuvo lugar en la UNAM y que es reeditado en la FIL Guadalajara dentro de sus foros, del 25 al 27 de este mes. Y ni qué decir de la grave sensación de inseguridad que deja la estela de incontables muertes a lo largo y ancho del país, particularmente de impotencia frente a la impunidad rampante de feminicidios, asesinato de funcionarios en activo, periodistas y recientemente de un ombudsman y miembros de su familia.
La experiencia de crisis venía creciendo un tanto soterrada, desde aquellas crisis económicas -ahora vistas como históricas-, la del petróleo en 1979 con la caída del Sha de Irán, la nacionalización de la banca anunciada el 1 de septiembre de 1982, durante el último informe de gobierno del presidente José López Portillo en que emitió el decreto que sentó las bases de operación del nuevo régimen, así como las reformas a los artículos 25° y 28° de la Constitución; luego la impensable inflación rampante de 84, el “error de diciembre” de 94 y el septiembre negro de 2008 en la Bolsa de Nueva York. Experiencias ciertas de crisis que le ha tocado vivir –de cabo a rabo- a la llamada generación del “baby boom” de la posguerra mundial.
En efecto, el término Baby boomer es usado para describir a las personas que nacieron durante el baby boom, que sucedió en algunos países anglosajones, en el período contemporáneo y posterior a la Segunda Guerra Mundial, entre los años 1946 y 1964. En México, igualmente así nos podemos considerar los nacidos en ese periodo, y podemos evocar aquel eslogan surgido durante el régimen del ex presidente Luis Echeverría Álvarez, tener hijos es hacer Patria. Pero, que hemos probado -yo me incluyo- esa pavorosa secuela de crisis repetitivas y de efectos al parecer interminables. En realidad hemos aprendido a las malas, aquello de esperar un “mejor mañana” y a luchar infatigablemente por él.
Ahora, nos sucede la generación de los “millennials”, llamados así a quienes se identifica como nacidos hacia fines de 1980, cuya cifra alcanza en México los 46 millones de jóvenes entre los 15 y 34 años de edad, y quienes se han beneficiado del sistema educativo, superando a sus padres y abuelos, aunque de una educación masiva, de la que se ha aprovechado esta generación en forma un tanto desigual, quienes han estado en circuitos escolares de élite se han ido distanciando de su pares menos afortunados y ciertamente les aventajan obteniendo altas tasas de retorno en el mercado laboral; lo cual les da acceso al cielo anhelado del consumo fácil; y les da acceso sin medida al Internet -son los consumidores de la era digital-. Son igualmente consumidores de lo inmediato y por ello no saben esperar.
Pues bien, me temo que ambas generaciones compartimos de manera simultánea, aunque distinta, este tiempo inédito de re-edición de las crisis, en las tres esferas antedichas: de la política, de la economía y de la cultura. Lo cual nos debe alertar acerca de cómo abordarlas para poder superarlas.
Las lecciones en cabeza ajena no se han dejado esperar y ya tenemos a la vista casos verdaderamente emblemáticos: uno, la ruptura de Gran Bretaña en tanto Reino Unido con el resto de la Unión Europea, el famoso Brexit. Dos, la división ciudadana ocurrida en los Estados Unidos de Norteamérica con Donald Trump, partiendo al país entre los que profesan la supremacía blanca, ultraconservadora, populista, xenófoba e hiper-nacionalista y los que permanecen abiertos al intercambio, a la migración, a la integración plural, a un estado de Derecho de reglas justas y equitativas en la prosecución del desarrollo compartido por todos. Tres, en el separatismo contra el Estado Español inducido en Cataluña, precisamente por razones nacionalistas y de supuestas ventajas de clase social dominante. Instancias de ruptura y división que se ven repetidas por toda la geografía mundial.
Aquí en México, nos estamos jugando una transición pretendidamente democrática, que habrá de ventilarse en las urnas el próximo año de 2018. Y, me temo, que nos la estamos jugando de manera desintegrada entre los dos grandes conjuntos de la población: los “baby boomers” y los “millennials”. Es decir, nosotros padres-madres e hijos.
Quizá, por esta sospecha o percepción, estoy evocando -desde las artes escénicas- esos paradigmas de comportamiento entre padres e hijos, de generaciones pasadas, pero que sin lugar a dudas han sido la base societal desde la cual nosotros ahora somos emergentes.
Me refiero a prototipos de comportamiento inter-generacionales como los que fueron descritos, no sin ciertos rasgos épicos y de humano heroísmo, en la filmografía de los años cuarenta a los setenta, aproximadamente. Cito, como ejemplos evocadores de esta relación paradójica, pero también humanista y reconciliadora, los contenidos en dos películas del oeste.
La primera, Los cowboys (1972). The Cowboys (título original). Director: Mark Rydell. Escritores: William Dale Jennings (novel), Irving Ravetch (screenplay) | Estrellas: John Wayne, Roscoe Lee Browne, Bruce Dern|. Música de John Williams. Cinematografía: Robert L. Surtees. Edición de Robert Swink. Neil Travis. Distribución de Warner Bros. Fecha de estreno: enero 13, 1972.
Su trama: Una vez que la fuerza de trabajo de su rancho le abandona, para irse a la carrera de la fiebre del oro; el viejo ranchero Wil Andersen (John Wayne) se ve forzado a encontrar arrieros de reemplazo para un largo camino de 400 millas (640 Km) de conducción de ganado. Él viaja hacia el desolado Bozeman, Montana. Allí, Anse Peterson (Slim Pickens) sugiere aprovechar a algunos escolares de la localidad. Andersen visita la escuela, pero se va sin quedar convencido. A la mañana siguiente, un grupo de esos muchachos se presentan en el rancho de Andersen como voluntarios para la corrida del ganado. Andersen prueba las habilidades de los muchachos, haciendo jinetear a un brioso caballo. En la medida que los muchachos van exitosamente tomando su turno, otro joven, Cimarron (A Martinez) ligeramente mayor que los otros, también se incorpora al equipo. Se embarcan en la aventura y experimentan fuertes desafíos.
Toda vez que los muchachos logran arriar el hato hasta Belle Fourche venden el ganado y utilizan algunas de sus utilidades para pagarle a un maestro canterero que grave una lápida con el nombre de Andersen y la legenda: “Querido Esposo y Padre”, en clara referencia a la posición que Andersen se había ganado en sus vidas. Entonces, colocan la lápida en un lugar aproximado a la tumba de Andersen y regresan a casa.
La segunda, Río Rojo, (1948). Dirección: Howard Hawks. Intérpretes: John Wayne, Montgomery Clift, Joanne Dru, Walter Brennan. Película basada en un relato de Borden Chase. Con guión de Borden Chase (“Winchester 73”, “Veracruz”) y Charles Schnee (“Cautivos Del Mal”, “Una Mujer Marcada”). (Cfr.: https://goo.gl/nxCy9M ). Uno de los grandes westerns de la historia del cine filmado por uno de los mejores directores de Hollywood. Título homérico, esta odisea vacuna demuestra el talento de Howard Hawks para profundizar en el retrato de sus personajes y narrar su epopeya con un inquebrantable equilibrio (siempre el adecuado a la acción mostrada).
Tom Dunson (John Wayne) es un obstinado ranchero texano que adopta a Matt Garth (Montgomery Clift), muchacho superviviente de una masacre india que termina convirtiéndose en su mano derecha y heredero hasta el enfrentamiento entre ambos, producido mientras están trasladando el ganado hacia Missouri. El personaje más interesante del film es el interpretado por John Wayne, quien encarna de forma excelente (su mejor actuación junto a la de “Centauros Del Desierto”) a un hombre duro y testarudo hecho a sí mismo, marcado por un perdido amor y deseoso de formar un provechoso porvenir, traspasado finalmente a un deseado heredero. De apariencia tirana, de este “padre” adoptivo, triunfa su relación con las dos figuras más importantes de su existencia (su viejo amigo y su “hijo adoptivo”) como en una conclusión flexible y dócil que pone fin a esta ejemplar aventura.
¿Idealismo? ¿Romanticismo? Probablemente. Pero, finalmente, un aviso oportuno respecto de que esta relación inter-generacional de México, la debemos jugar unidos y no en la ruptura que, al final, nos derrotará a ambos. Esta ancestral relación padre/hijo, “baby boomers”/“millennials” vuelve a ser emergente en la historia contemporánea para dar cuenta del sinsentido que es correr separados.