El cuerno de la abundancia es un mito tramado por los antiguos griegos. Recordará usted que “el sabio Zeus, padre de los dioses y de los hombres” (Teogonía, Hesíodo), le debía la subsistencia temprana a una cabra. Sucedió que su madre, Rea, segura de que el padre, Cronos, al menor descuido iba a zamparse al vástago, despachó al pequeño al monte Ida, en donde una ninfa lo cuidó, mientras era amamantado por una cabra. En algún momento, accidentalmente, la cabra nodriza sufrió el quebranto de uno de sus cuernos. En compensación, Zeus colmó al amputado cuerno del milagro de la abundancia inagotable: la cornucopia de fortuna. Tal es el eje semántico de diversas variantes del mito. Sin embargo, es muy probable que la idea germinal venga de muy atrás…: quizá se trate de un motivo profundamente enraizado en la pisque humana. En su Diccionario de símbolos, Cirlot informa que “dado el simbolismo general de los cuernos, que corresponde a la fuerza, y el sentido materno de la cabra, a lo que se agrega el más complejo significado derivado de la forma del cuerno (exteriormente fálica, interiormente hueca), se comprende su uso alegórico como foco de abundancia”. Cierto: el cuerno penetra y contiene, es pitón y es vaina.
Suele afirmarse que la idea -hoy trasnochada- de que el territorio mexicano es una cornucopia se la debemos a un berlinés que nos visitó a principios del siglo XIX, Alexander von Humboldt (1769-1859). El ilustre naturalista desembarcó en Acapulco el 22 de marzo de 1802 y anduvo por acá hasta agosto de 1804. Durante su estancia, el varón obtuvo conocimientos espléndidos que organizó y publicó dos libros: Atlas géographique et physique du royaume de la Nouvelle Espagne (1811) y Essai politique sur le royaume de la Nouvelle Espagne (1811). Una y otra vez subraya la exuberancia de recursos naturales con que contaba la Nueva España, y aunque en ningún párrafo puede encontrarse una referencia explícita de la similitud entre la forma del polígono que entonces tenía la Nueva España respecto a la de un cuerno, desde entonces se fue construyendo la certeza en el imaginario popular e ilustrado de que el afamado polímata así lo había establecido. Claro, no es que el alemán hubiera tenido la ocurrencia; aquella no era precisamente una idea novedosa, sino uno de los pilares de la invención del Nuevo Mundo (La invención de América, Edmundo O’Gorman), el cual se había mantenido firme a lo largo de por lo menos tres siglos… Muchos mapas lo testimonian así. Un ejemplo: el Amérique Septentrionale Divisée en ses Principales Parties, de Humbert Lailliot (1692), en el blasón en el cual aparece su título, muestra un par de cornucopias, de las que emergen los torsos de sendos indígenas, un hombre y una mujer, quienes portan armas y flores; además, hay algunas aves extravagantes y un felino antropomorfizado. En las postrimerías del siglo XVIII, el grabado que da portada a la Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes del Ejército y Provincia en el Reino de la Nueva España (1786) presenta a los lados del escudo un león y una mujer, América: el animal resguarda los hemisferios y ella está recargada en un cuerno de la abundancia. Luego, en los albores de los países independientes hispanoamericanos, en algunos de sus primeros escudos nacionales (Chile, Panamá, Colombia) aparecen cornucopias. También en México la fe en la prodigalidad de los recursos naturales fue parte importante del espíritu que parió a nuestra Nación. A lo largo del XIX se insistió en el carácter cornucópico del territorio nacional; de hecho, el liberalismo triunfante, el de Benito Juárez y luego el de Porfirio Díaz, encontraría ahí uno de sus más poderosos argumentos para atraer inversión extranjera.
La primera gran inconveniencia que presentó nuestra geografía patria se expresó tanto simbólica como materialmente en la mutilación de la boca de la cornucopia, quiero decir, en la pérdida de la mitad del territorio nacional en manos del expansionismo yanqui. El editor catalán Santiago Ballescá -el mismo a quien debemos la edición de México a través de los siglos, obra monumental dirigida por Vicente Riva Palacio- contrató a Justo Sierra (1848-1912), entonces ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes del gobierno de Díaz, para que escribiera Juárez, su obra y su tiempo. El libro fue publicado por entregas en el contexto de la celebración del Centenario del Natalicio de Juárez, y fue parte de las respuestas del status quo porfirista frente a los dos libros que Francisco Bulnes había escrito contra don Benito (El verdadero Juárez y la verdad sobre la intervención y Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma; 1904 y 1905, respectivamente). Al igual que los conservadores, entre otras muchas culpas, Bulnes vituperaba a Juárez por el tratado MacLane-Ocampo; en su alegato para exculpar al zapoteco, Sierra escribió que, ante la amenaza colonialista europea, “nuestros enemigos naturales eran nuestros amigos necesarios, y México era la Caperucita Roja del cuento de Perrault”. Se refería, claro, a Estados Unidos, en cuya vecindad estribaba “la fatalidad satánica de nuestra situación geográfica”. Pocos años después, ya en el exilio, don Porfirio formularía la misma idea con otras palabras: “¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”
Carlos Fuentes adecuaría el planteamiento en su cuento “Río Grande, río Bravo” (La frontera de cristal, 1997): “Pobre México, pobre Estados Unidos, tan lejos de Dios, tan cerca el uno del otro”.
El territorio, cualquiera, cornucopia de fatalidades.
@gcastroibarra