El ingrediente que faltaba / Favela chic - LJA Aguascalientes
25/11/2024

El matrimonio es una cadena tan pesada

que para llevarla se necesitan dos personas

y a veces tres

Alejandro Dumas

 

En el inglés coloquial, “Kinky” es un adjetivo con diferentes acepciones. Alude a una cabellera ondulada, abundante y rebelde. Justo como la mía. O bien, a una forma de vestir excéntrica y tentadora. Lo sé porque compro ropa de ese estilo. También se refiere a una conducta o preferencia sexual catalogada como “pervertida” por los guardianes de la moral. El gremio LGBT+ suele describirse así con orgullo y desfachatez. En el Adelphi Theater de Londres se representa mi comedia musical favorita: Kinky Boots, protagonizada por Lola, una glamourosa drag queen que revoluciona la industria del calzado. Sin ir tan lejos, Kinky es el nombre de una discoteca gay muy popular en la Zona Rosa de la Ciudad de México. Mi amigo Tony, un joven manicurista, se va de reventón ahí los fines de semana. La palabra “Kinky” siempre ha tenido para mí resonancias positivas. Es sinónimo de alegría, desparpajo y amor por la vida.

Estos sentimientos se han materializado en una diminuta cachorra “pug”, un obsequio de mi pareja. En conjunto, tiene una graciosa fisionomía: cola de cerdito, cabeza redonda, frente arrugada, nariz plana y cejas muy finas, como trazadas con un pincel. Guarda un aire de familia con las máscaras de China, su país de origen. Dentro y fuera de casa, se convierte a diario en el centro de atención. Con sólo mirarla, todos se enternecen y sonríen de manera infantil. ¿Su nombre?… Sí, adivinaron: se llama “Kinky”. Hace unos años, mi rutina era incompatible con cualquier atadura doméstica. Soltera independiente, estudiaba la licenciatura y trabajaba por honorarios. Haber quemado las naves aguzó mi conciencia sobre los posibles cambios de fortuna. Hoy, dinero a manos llenas. Mañana, bolsillos rotos. Por fortuna jamás estuve cerca de la bancarrota, gracias a mi espíritu de workaholic. Sólo consagraba el tiempo libre al amor. Como la canción de Stevie Wonder, era una part-time lover. En mi vida, definitivamente, no había lugar para las mascotas. Al igual que los bebés, despertaban mi ternura por cinco minutos, seguidos de una indiferencia glacial y permanente. Mi actitud no sólo era reflejo de un egoísmo férreo. Había observado de cerca una relación enfermiza que no deseaba emular por ningún motivo.

Durante dos años fui roomie de María Engracia, una mujer pensionada. Ella vivía con Selena, una “schnauzer”. Pasaban horas arrellanadas en el sofá, viendo televisión por cable y compartían los alimentos. También dormían en la misma cama, siempre llena de pelos. Era imposible determinar a quién pertenecían, pues ambas lucían una mata grisácea. Habían desarrollado un apego excesivo. María Engracia se bañaba y hacía sus necesidades con la puerta abierta, para bochorno de sus visitas. De lo contrario, Selena aullaba y rasguñaba la madera en señal de protesta. Mi “roomie” era una mujer de pocos amigos y vivía en el ostracismo, pero de cuando en cuando, recibía invitaciones para ir a provincia y las rechazaba. “¿Por qué no aceptas?”, le pregunté un día. “Porque Selena no puede quedarse sola”. “Te la cuido”, sugerí, no muy convencida en realidad. “Hace tiempo fui a León y a la semana volví de emergencia”, respondió. “Mi hermana me llamó, porque Selena no había probado un solo bocado desde mi partida. Si me voy de viaje, se mata de hambre”. Sentí lástima: una cincuentona en ciernes, atada de pies y manos por un ser de cuatro patas.

Sin embargo, pronto me percaté de que María Engracia no era una víctima. En el fondo estaba complacida con esa relación de codependencia. Por un motivo u otro, sus parejas la habían abandonado. Sólo un ser en el mundo le había profesado una lealtad canina: Selena. Por eso prefería su compañía a la de cualquier hombre. A cada rato se dejaba lengüetear el rostro entero por ella, incluyendo las comisuras de los labios. En aquel entonces yo era melindrosa y sentía cierta repugnancia ante sus muestras de afecto. En ocasiones me preguntaba quién de las dos se pasaba de la raya. Una tarde no podía concentrarme en mi lectura, porque Selena hacía un ruido infernal en el patio. Ladraba sin cesar a cuanto perro divisaba a través de las rejas. “Está en celo”, dijo María Engracia, notando mi desconcierto. “¿Por qué no la cruzas?”, pregunté un tanto exasperada. “Porque si su madre no coge, ella tampoco”, replicó en un tono bastante serio. Todavía permanecen juntas, en perfecta castidad. Con el tiempo se han mimetizado por completo. “Selena está gorda y viejita como yo”, me dijo María Engracia la semana pasada. Mateo, un amigo psicólogo, ha tratado a adultos que no superan la muerte de una mascota. Temo que ella será su próxima paciente.


Pero ¿quién soy yo para juzgarla? Ahora desempeño un papel semejante, aunque sin los tintes patéticos. Soy la mamá de Kinky. Referida a un ser de otra especie, la expresión peca de obscena. Me siento como un personaje de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, avergonzado cuando lo llamaron “papá”, en una sociedad donde sólo un bárbaro engendraba hijos. Años atrás conocí a una viuda, profundamente celosa de la dicha conyugal. Mirando de reojo a un matrimonio que paseaba a un par de “french poodles”, exclamó con desprecio: “¡Crían perros en vez de hijos!”. En cuanto a Kinky, me han dirigido el mismo reproche: “¿No te gustaría más tener un bebé de verdad?”. Para algunos, adoptar una mascota es sinónimo de maternidad frustrada. En mi caso se equivocan. A mis 32 años, aún no he deseado ser madre de verdad. Valoro mis libertades y jamás renunciará a ellas en nombre de la presión social ni del reloj biológico.

No obstante, mentiría si negara mi cariño filial por Kinky. He descubierto que, en un sentido primigenio, compartimos la misma sensibilidad. Por eso me entristecen algunos recuerdos de mi infancia, pues abundan imágenes de perros encadenados en una azotea, expuestos a las inclemencias del tiempo, o maltratados sin escrúpulo alguno. Consciente de su indefensión, pongo un gran esmero en su crianza. Tomo con seriedad los consejos de los expertos, como si los profiriera el autor del Emilio. Pese a las obligaciones exhaustivas, Kinky ha surtido un influjo benéfico en mi vida conyugal. Ya lo dijo Alejandro Dumas: “El matrimonio es una cadena tan pesada que para llevarla se necesitan dos personas y a veces tres”. En la película de Vicky, Cristina, Barcelona, la historia de un ménage à trois, un diálogo define con exactitud el parteaguas que Kinky ha marcado en mi relación:

MARÍA ELENA

…Before you, we used to cause

each other so much pain, so much suffering.

Without you, all this would not be possible.

You know why? Because you are

the missing ingredient. You are like the tint that,

added to a palette, makes the color beautiful.[1]

Enrique y yo éramos dos gallos de pelea encerrados en el mismo corral. Él, un hueso duro de roer, se ha ablandado un poco gracias a Kinky. De pronto lo descubro haciéndole carantoñas o jugando con ella en el césped, gestos que apenas concede a los seres humanos. Yo, una mujer individualista, tirando a misántropa, he tenido que pulir mis habilidades sociales. Cuando salgo en compañía de Kinky me aborda mucha gente. Sostener charlas informales y hacer nuevos amigos mantiene mi neurosis bajo control. Ésta ha sido nuestra experiencia de pareja, pero otros “amores perros” no han corrido con la misma suerte.

Mi primo Iñaki y su esposa Imelda se llevaban de la greña. Habían pensado en separarse, pero encontraban un serio inconveniente: eran dueños de tres “yorkshires” miniatura y los adoraban. ¿Quién se quedaría con ellos tras el divorcio? Ninguno daba su brazo a torcer y no existían tribunales para pelear por su custodia, como en Kramer v.s. Kramer. Cuando la situación se tornó insostenible, pactaron lo siguiente: Iñaki se mudaría con un solo yorkshire y los domingos podría ver a los otros dos. En nombre de sus mascotas, Imelda y él han logrado convertirse en auténticos amigos. Todavía mantienen el ritual de las visitas dominicales, pese a la estupefacción de sus nuevas parejas, que tienden a malinterpretarlos.

¿Cuál será mi historia con Kinky? Aún es muy pronto para hacer conjeturas. Extraños y conocidos han terminado por mirarme, con embeleso o con sorna, como La dama del perrito. Sin lugar a dudas he notado un mayor grado de aceptación por parte de las mujeres “Profamilia”. Siempre nos habíamos observado con el rabillo del ojo y, honestamente, el cambio me infunde más inquietud que regocijo…

 


[1] “…Antes de ti, nosotros solíamos infligirnos el uno al otro demasiado dolor, demasiado sufrimiento. Sin ti, todo esto no será posible. ¿Sabes por qué? Porque eres el ingrediente que faltaba. Eres como el tono pastel que, añadido a una paleta, embellece el color”.

 


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