Andrés Manuel López Obrador, polémico como es, ha puesto en la agenda pública un debate que pareciera superficial pero que es discutible en muchos aspectos. Dijo Andrés Manuel en un mitin en días pasados: “Cuando triunfe nuestro movimiento, vamos a cancelar los exámenes de admisión a las universidades, nadie se va a quedar sin estudiar”.
Después de esta declaración, el debate público y el de las redes sociales se desató. Se contraponen dos tesis, si es que puede decirse así, alrededor del tema. La primera a favor de la existencia de los exámenes de admisión como mecanismos que garanticen la calidad y capacidad académica de quienes aspiran a estudiar una carrera universitaria y aquellos que se encuentran en contra de su existencia por tratarse de un mecanismo excluyente que deja sin acceso a la educación a cientos de miles de jóvenes en todo el país.
Como en todos los debates, los extremos son válidos solamente en casos excepcionales. Sostener por un lado que los exámenes de admisión son un instrumento eficaz para garantizar la capacidad de un estudiante de nuevo ingreso a una universidad; o en su defecto defender que cualquier estudiante egresado de bachillerato se encuentra en condiciones para ingresar a una institución de educación por el simple hecho de que es su derecho son expresiones incorrectas. Analicemos cada tesis por separado.
A favor del pase automático y en contra de los exámenes de ingreso.
Quienes comparten la visión de Andrés Manuel tienen argumentos que consideran suficientes para hacerlo. Según las últimas mediciones solamente el 16% de los mexicanos pertenecientes a la tasa bruta en edad educativa y adulta cuentan con un título de pregrado (licenciatura o ingeniería) y solo el 1% de la población cuenta con una maestría o un doctorado. Estos números comparados con los de los países de la OCDE nos dejan muy por debajo de la media y con muchas cuentas pendientes para con la juventud mexicana.
Cada año son cientos de miles los jóvenes que resultan rechazados de los exámenes de admisión de las universidades públicas, muchos de ellos con aspiraciones y vocación que podrían convertirse en grandes profesionistas. Además, el ser rechazado de una institución pública no es de ninguna manera sinónimo de falta de capacidad, como muchos sostienen al expresar que en la universidad no son admitidos los “tontos y huevones”.
Pongamos un ejemplo de lo expuesto al final del párrafo anterior. En una universidad pública promedio se aceptan entre 100 y 200 nuevos estudiantes para la carrera de Medicina, solicitan un aproximado de 1000 a 2000 aspirantes. Por otro lado, en carreras como Urbanismo, se ofertan 100 lugares y la demanda es de 200 solicitantes. El puntaje obtenido por el lugar 201 de Medicina es mucho más alto que el del primer lugar de Urbanismo.
En un análisis plano, un estudiante de Medicina rechazado por menos de 100 lugares es considerablemente más “inteligente y capaz” que uno admitido en urbanismo o en ciencias ambientales. Y queda fuera.
Digo más, ese estudiante rechazado de la carrera de medicina (que en este ejemplo es mucho más “capaz” que el admitido en urbanismo o artes), puede que forme parte del 85% de la tasa bruta en edad educativa que no tiene la posibilidad de acceder a una institución privada de educación superior. En esta lógica, Andrés Manuel tendría razón: estamos dándole el derecho a la educación superior a la élite y a lo mucho a las clases medias, dejando en condición de vulnerabilidad a la gran mayoría de las clases bajas.
Pero puede que se equivoque.
En contra del pase automático y a favor de los exámenes de ingreso.
Nadie puede ser tan ingenuo como para negar que la Universidad Pública en México es el instrumento de movilidad social más útil y efectivo que tienen las personas para lograr avanzar en la pirámide social mejorando significativamente sus condiciones de vida. Nadie puede negar tampoco que es un instrumento que está al alcance de todo aquel que desee con convicción contar con educación superior y ejercer una profesión.
Todos conocemos a algún milagro universitario, personas que nacieron en condiciones socioeconómicas y culturales bajas y que gracias a su esfuerzo lograron escalar todo el sistema educativo hasta alcanzar una carrera universitaria que les permitió tener una vida que su generación anterior no tuvo.
El que suscribe esta columna es un ejemplo. Desde la primaria y hasta la educación superior he estudiado en escuelas públicas, lo cual rompe con muchos paradigmas planteados por la lógica Obradorista, particularmente dos: mentira que única y exclusivamente la élite goza de los beneficios de la educación superior pública; mentira también que la desaparición del pase automático garantizaría la mejora de la calidad de vida de todo el país y lograría que todos los rechazados aprovecharan esa oportunidad. Para muestra un ejemplo que explico en el siguiente párrafo y que tiene nombre y apellido: La Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Como es sabido por todos, todo mundo quiere estudiar en la UNAM y la oferta no cubre la demanda. Entonces a Andrés Manuel se le ocurrió una idea: creemos una Universidad para que todos los rechazados tengan una nueva oportunidad de estudiar y alcanzar sus objetivos en la vida. Entonces fundó la UACM, la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
La UACM es el ejemplo vivo que destroza el argumento obradorista. Desde su creación, la UACM ha albergado a más de 60 mil alumnos en sus diversas carreras. De estos, la eficiencia terminal es abrumadora: la Universidad Autónoma de la Ciudad de México ha emitido solamente 699 títulos. Es decir, solo se han graduado 699 estudiantes de una universidad de más de 60 mil y que le cuesta a la Ciudad de México millones de pesos en presupuesto.
Quizá el análisis del tema debería replantear las preguntas, porque decir que eliminar el examen de admisión garantiza el derecho a la educación es, por decir lo menos, ingenuo.
Valdría la pena analizar alternativas menos simplistas: prestar atención a la educación media superior y a su calidad, generar cursos propedéuticos o de nivelación para los estudiantes de bachillerato que obtengan menos del puntaje medio en el Exani II de Ceneval, crear nuevas universidades públicas con perfil orientado a la investigación y a las carreras del nuevo milenio (manipulación del genoma humano, nanotecnologías, ingenierías del espacio, microbiologías, ciencias sociales integradas, separación de partículas, ciencias aplicadas a la tierra, sustentabilidad, dirección empresarial orientada al liderazgo, etc.), promover un fuerte programa de orientación vocacional en todo el sistema educativo nacional a nivel medio superior para ampliar el panorama y la cultura general de los estudiantes y evitar que todo mundo quiera estudiar lo que todos estudian (Derecho, Comunicación, Medicina, Arquitectura) diversificando la oferta académica y al mismo tiempo el perfil profesional de las personas con educación superior en México.
Alex Didriksson, investigador del Instituto de Investigaciones de la Universidad y la Educación de la UNAM, en una conferencia informó que en China tienen un plan maestro que consiste en crear 100 nuevas universidades públicas en la que se enseñen carreras del nuevo milenio, en las que se hablen 60 idiomas y que se eduque a los estudiantes con perfil de liderazgo. Si, quieren crear monstruos, genios de las finanzas, de la nanotecnología, de las ciencias sociales integradas, de la física de partículas, de la manipulación del genoma, de las finanzas cuánticas en donde se admitan solo a los mejores, elevando la calidad de sus instituciones ya existentes. Así es, esta es la educación superior al otro lado del mundo.
La reflexión que se debe hacer es diametralmente distinta, el futuro nos alcanzó y el mundo nos lleva ventaja. Y nosotros aún dudamos si se debe invertir en educación superior o no.
En fin, quizá debamos pensarlo dos veces antes de elegir a personajes con proyectos de nación del siglo pasado.