El desacuerdo es ubicuo en nuestra vida. No pocas veces al día estamos en desacuerdo con conocidos y desconocidos acerca de un espectro amplísimo de temas y problemas. El desacuerdo también, y no pocas veces, parece persistente. Solemos, las más de las veces, regresar a casa incomprendiendo a nuestros interlocutores y/o con un fuerte sentimiento de haber sido incomprendidos. El resultado es el mismo: la presencia del desacuerdo no cambia nuestra perspectiva ni modifica nuestras creencias originales. ¿Podríamos considerar esta respuesta cotidiana por nuestra parte una respuesta racional? No lo creo. Al menos, no en muchísimas ocasiones. Pero vayamos por pasos.
No todos los desacuerdos son genuinos. Los desacuerdos cotidianos suelen teñirse de complejidades innecesarias que hacen complicado determinar en qué realmente se disiente. Cuando el desacuerdo se examina con detenimiento muchas veces desaparece. El lenguaje ordinario y sus vetas y coloraciones hace un flaco favor a nuestras discusiones. ¿Cuántas veces, después de horas y agotamiento, no terminamos por percatarnos de que estábamos diciendo lo mismo que nuestro aparente contrincante? Los desacuerdos no genuinos pueden resolverse con disposición a la claridad y abandonando compromisos innecesarios. En una discusión se puede estar en desacuerdo sobre presupuestos accesorios y en acuerdo sobre nuestras creencias en disputa, o viceversa. Pocas veces un desacuerdo es simple y se presenta en su estructura más sencilla: creencias opuestas o contrarias sobre un tema o problema específico.
Dentro de los desacuerdos genuinos, no todos son inquietantes o interesantes. Existen desacuerdos benignos. Muchas ocasiones el desacuerdo se da entre personas que no son pares con respecto al tema o problema que se discute. Piensa en una disputa entre un médico y un lego con respecto a los beneficios de un método terapéutico. El lego puede preguntar y aprender, o bien hablar de lo que no sabe. En el primer caso no existe desacuerdo, sino desinformación; en el segundo, hay un necio e ignorante, no una persona con la que valga la pena ni sea elegante discutir. Piensa también en casos en los que el desacuerdo puede resolverse apelando a evidencia objetiva o a un método objetivo para determinar la respuesta. Si yo soy el cajero en una tienda, y tú has comprado dos artículos, uno que cuesta 10 pesos y otro que cuesta ocho pesos, y estamos en desacuerdo en cuánto dinero debes pagarme, basta sacar una calculadora y hacer el cálculo visible ante la ignorancia aritmética de alguno de los dos. Este tipo de desacuerdos no son interesantes ni deberían inquietarnos en absoluto.
No obstante, existen desacuerdos genuinos en los que las personas involucradas son pares con respecto al problema o tema que se discute, y en los que resulta imposible apelar a evidencia objetiva adicional o a métodos objetivos para resolver de manera sencilla la disputa. Son estos desacuerdos -muchos de ellos morales y estéticos, aunque también de otros tipos- los que resultan inquietantes. Los epistemólogos -esa secta de académicos aburridos a la que pertenezco- piensan que el posible espectro de respuestas racionales ante este tipo de desacuerdos es reducido. Una primera opción, similar a la primera que señalé, es conservar nuestras creencias originales. Esta primera respuesta es de espíritu conservador. Los que piensan de este modo consideran que nuestra respuesta racional ante el desacuerdo debería ser considerar intrascendente la nueva evidencia que el desacuerdo con un par representa. Si es un par con quien disiento -parecen razonar-, eso no debería llevarme a revisar mis creencias originales, pues debo suponer que he formado igualmente bien mis creencias que mi interlocutor. Los que parecen no compartir el espíritu conservador, sino más bien se adhieren a uno progresista, piensan en una segunda respuesta contraria: la respuesta racional ante un desacuerdo genuino con un par sería abandonar nuestra creencia original a favor de la creencia de nuestro interlocutor. Pero, si el desacuerdo es con un par, y esto parece implicar que hemos formado nuestras creencias opuestas igualmente bien, ¿de qué razones dispongo para abandonar la propia a favor de la ajena? Este problema ha llevado a algunos a pensar en una tercera respuesta racional ante el desacuerdo genuino con un par: abandonar mi creencia original, pero no a favor de la de mi interlocutor, sino simplemente descreer y seguir investigando. Aunque esta respuesta constituye un interesante justo medio entre el extremo conservador y el progresista, se enfrenta a un serio problema: en ocasiones no podemos simplemente abandonar nuestras creencias, porque éstas nos permiten actuar y legitiman nuestras acciones. En ocasiones, creer algo, lo que sea, es una exigencia. Una cuarta opción racional parece ser simplemente suspender el juicio. Pero esta opción también se enfrenta al problema anterior. Una última respuesta consiste en considerar al desacuerdo como nueva evidencia, pero no una especial ni privilegiada, sino una que debemos añadir a la evidencia de la que ya disponemos para creer o no creer algo. De este modo, algunas veces (cuando nuestra creencia original no es suficientemente firme) abandonaremos nuestra creencia original a favor de la de nuestro interlocutor, otras veces suspenderemos el juicio, otras descreeremos para seguir investigando y otras conservaremos nuestra creencia original.
Por mi parte, no creo que exista una sola respuesta racional generalizable a todos los tipos de desacuerdo. Tampoco creo que tengamos aún suficiente claridad sobre el problema mismo del desacuerdo. Lo que creo es que sí existen dos actitudes con las que podemos enfrentar el desacuerdo. Una es relativista y me parece peligrosa, aunque es la más común entre las personas que vivimos en sociedades plurales y democráticas. Esta actitud consiste en actuar como si todo valiera, por lo que el desacuerdo queda desarmado y resulta todo menos inquietante. Si el desacuerdo sólo es la representación del más crudo relativismo, hemos claudicado en cualquier esfuerzo por conseguir conocimiento, justificación y verdad. Pienso que esta actitud es peligrosa en tanto repercute directamente en nuestro progreso intelectual. La segunda actitud consistiría en abrazar al desacuerdo como algo inquietante y hacerle frente: el desacuerdo se vuelve así un motor y no un impedimento para progresar intelectualmente. Esa actitud puede denominarse falibilista, y consiste en actuar pensando que cualquiera de nuestras creencias puede resultar falsa, aunque de hecho obtenemos consistente y cotidianamente conocimiento y verdad.
El desacuerdo genuino entre pares es ubicuo e inquietante. Aun así, es un motor que nuestras sociedades deben promover si desean progresar. El pluralismo fomenta el desacuerdo y es ésta la principal razón para promoverlo. Quizá sean las universidades los lugares idóneos para promover el debate, la discusión y el diálogo. Pero recuerden: no todo desacuerdo es genuino y no todo desacuerdo es epistémicamente interesante. A veces también lo racional y elegante es no discutir con cualquiera. No todo desacuerdo promueve el progreso intelectual. A veces los que abanderan la inclusión dialógica se olvidan de los detalles importantes.
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