Salir de la rutina - LJA Aguascalientes
20/04/2025

Sales de vacaciones para alejarte de la cotidianidad. Para dejar de pensar en la tediosa muerte que te ronda de lunes a viernes en horario laboral. Por eso lo decidí. Necesitaba el movimiento, huir del mismo paisaje por lo menos unos días. Qué significa poner distancia cuando pretendes alejarte de algo. Dicen que la distancia es el olvido. Esa fue la justificación para concebir mi viaje a Puerto Vallarta. O al menos así había sido hasta la fracción de segundo en que la idea de una verdadera muerte traspasó mi cabeza. Una fracción de segundo eterna. El guía había sido muy claro: alejar nuestras manos del arnés y no moverle a los mosquetones si es que queríamos estar seguros y disfrutar del paseo. Estar atentos a las indicaciones, a las señales de avanza, frena, detente y nunca olvides tu polea, la nueva extremidad del cuerpo para deslizarse por la selva de la Sierra Madre.

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Humedad y un calor intenso bajo un cielo nublado. Así mi idea primigenia de Puerto Vallarta. Humedad, distancia y tiempo. Vacaciones. La diversión viene incluida en su nombre y me emociona no saber qué descubriré.

Al aterrizar supe que ese vapor de las nubes me había seguido hasta el piso. Calor y humedad. Para contrarrestarlo todos los establecimientos abren las puertas día y noche al placer sublime del aire acondicionado como para hacerme olvidar que estoy en una ciudad con playa y remontarme a glaciares blancos con icebergs enormes mientras veo por la ventana el contoneo de los bikinis en pieles tostadas. El hotel que me resguardó también poseía uno. Recomendaciones no pedidas: preguntar a qué hora llega Paris Hilton a recibirlos es el chiste más gastado del mundo, ya no lo hagan, por favor, recibirán una breve y forzada sonrisa que los hará reconocer la amabilidad del anfitrión. Y el control del aire acondicionado está dentro del clóset. La primera hora de mi estancia la pude haber invertido en meter los pies en el mar de no haber sido por mi desesperada búsqueda para calmar al proveedor de frío.

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No inserté bien mi idea de distancia y tiempo. Nada que ver con lo que nos enseñan en la escuela como espacio entre cosa y otra, ni el período en el que se desarrolla un acontecimiento. El apoderarte y saberte dueño de tu tiempo y espacio es difícil cuando estás atado a la rutina y dependes del tráfico, de las filas en el banco, de la desaparición del paisaje al transitar por las mismas calles pegado al teléfono y a las redes sociales, cuando das vuelta como noria de la casa al trabajo la familia los amigos. Aunque no lo logre explicar, sé que las personas que lo viven lo entienden. Los hábitos nos someten más a otros que a nosotros mismos, por lo que creer que somos los dueños de nuestro tiempo y espacio es algo un tanto difícil de creer.

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Después de festejar que encontré el clima, acomodar mis pocas y breves pertenencias y brincar sobre la cama como si tuviera 5 años (costumbre adquirida, bien sabe uno que la cama propia no resiste como las ajenas), mi rumbo inmediato fue el malecón.


Casas blancas. Tejas de madera. Restoranes. Palmeras. Humedad de nuevo que no se iría. La interminable maraña de cables en el cielo con un fondo de montañas reverdecidas. Hoteles grandes y chicos. Escenarios de fotos individuales o en grupo que emergen como mercancía que no podemos comprar pero que ansiamos y devoramos con nuestros ojos. El mar y la ebriedad de su líquido. El cursi sentimiento que provoca para volvernos poetas y nombrar la eternidad. Gringos, gringos y más gringos. Orientales. Mexicanos productivos, en funciones. Todos juntos. Mi dedo y mi sonrisa son los protagonistas en casi todas mis fotos. El sonido del mar de Puerto Vallarta en un mashup con la música de los bares. Muchos anuncios de colores, gayfriendly, que son más una declaración de principios que un aviso. La seducción de sentirse liberado sin que te importe la hora o los mensajes acumulados. El tiempo transcurre libre de su propio peso.

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Para cuando arreció el hambre, la noche había caído en el centro de Puerto Vallarta. Y la lluvia también. Mientras cenaba, el primer huracán categoría 1 de la temporada en el Océano Pacífico, Dora, caía en goterones armoniosos, lo que no impidió que las calles también se inundaran de gente ansiosa por recorrerlas y naufragar entre sus veredas. Nada más ardiente que las caricias duras en el agua, dijeron entre risas, mientras se empeñaban en argumentar por qué se bautizan huracanes con nombres de mujeres, erotismo perverso para justificar su obcecación. Como el amor que vivieron Elizabeth Taylor y Richard Burton en la película que filmaron aquí, ¿los imaginas? Vallarta es el lugar indicado para pasiones como huracanes. En el calor de la discusión nos cimbraron los truenos. El camarero dijo que no había de qué preocuparnos y nos aseguró que no, en Puerto Vallarta no ocurrirá una catástrofe gracias a las montañas de la Sierra Madre, la gente de la ciudad lo sabe antes que el Servicio Meteorológico. Para mañana lo único que quedará son las nubes, la humedad y el calor.  Así fue.

Siempre hay una primera vez para algo. Eso me repetía mientras el guía daba las indicaciones en español e inglés: arnés, mosquetones, polea, paseo. Selva.  La Sierra Madre  también como mi salvadora. No ocurrirá una catástrofe, Tania. La aventura inició por el puente colgante que dejaba ver un hilito de río en la profundidad del cañón. Deslizarse por la cuerda a la velocidad de la luz, descubrir que la distancia es el olvido porque ahí solo sentía que mi sonrisa latía como un corazón. Era el clímax de la emoción. Subí y bajé por paredes naturales. Metí los pies en lodo y agua. Grité con todas mis fuerzas en la aceleración. Tragué bichos. Sudé. Besé el polvo. Me sentí ligera. Todo hasta ver que el hilito del río no era tan hilito y que la última cuerda me aterrizaría ahí, en medio del agua. Mi miedo de frente. Como todos los que tienen pavor a las aguas profundas, traté de decirle al guía que lo mejor era, nada: a la mitad de la cuerda y cuando te señale, debes soltar la polea y tirarte de espaldas al río. De nada valieron los peros. No hay otra forma de bajar. Cada vez más rápido, el avance inminente me hizo perder la seguridad porque lo que, desesperado, el guía me gritó un suéltate ya, que me llenó las vísceras de miedo y extendí los brazos hacia lo que, dramáticamente, creí mi muerte. Agua. Agua envolviendo mi cuerpo en la desesperación. Mi cálculo humano del tiempo resultaba en agonía, cuando, entre risas, el guía me dio la vuelta y me puso de pie en un río no me llegaba ni a la cintura. Toda la angustia y desesperación de mi fracción de segundo se convirtieron en sonoras carcajadas que retumbaron en el cañón por mi ridículo miedo.

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Agotamiento. Al menos un agotamiento nuevo, producto de la exploración y el viaje. Había cambiado mi escritorio por la alberca y la comida del hotel. Por un baño en tina que me hizo caer en un profundo sueño hasta que el teléfono timbró. Me había quedado dormida y era la hora de la cena. Como pude, di pasos primerizos y sin tiempo de nada me coloqué un vestido para bajar corriendo al lobby antes de que el transporte se fuera sin mí.  Ya lo dije, la lluvia no detiene a nadie y le llovía a cántaros a los que decidieron no desperdiciar la noche y salir a la calle. Truenos y relámpagos. Breves ráfagas de sociología y futbol entre los que, desquiciados por la lluvia, colocaban lamentos y risas entre bocado y bocado. Anécdotas, la mayor parte de ellas narradas de forma tosca y torpe por quienes el alcohol les había alterado la percepción del mundo pero no el humor. La lluvia. Estar atrapada en la lluvia en un lugar con conocidos y desconocidos tiene sus ventajas hasta que te das cuenta que te colocaste solamente el vestido y bajaste corriendo. El desasosiego al descubrir la desnudez entre los hilos.

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Puerto Vallarta tiene una arena dorada y firme perfecta para un reloj de arena que nos dé tiempo para pensar. Uno que no suene al tic tac agobiador de los otros relojes. Como el de mi oficina. Esto me venía a la cabeza cuando hundía mis pies en la arena para cubrirlos y esperar que el mar los develara. La costumbre me hacía pedir notitas de voz o papelitos para escribir los fragmentos de ideas, los bosquejos de retazos de erudición que las olas me ofrecen como provinciana sin mar en su pueblo. Chácharas que tuve que olvidar para disfrutar del sol y la vista. Me olvidé del reloj y del tiempo. Se tostó mi espalda y me descubrí con una urgentísima necesidad de presumirla como estandarte de libertad. Vacaciones. Todos sabemos que si ahí no está pasando algo profundo, al menos así lo sentimos.

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Tiempo y espacio para alejarte de la rutina. Dueños de nosotros. Ese fue el final de mi viaje. El aeropuerto fue la premonición de lo que me esperaba al regreso: un reloj grande y rojo, titilante, que indicaba la hora de abordar. Un Aguascalientes seco. La humedad, la lluvia y la algarabía se habían ido. Aterrizar a la realidad.

@negramagallanes

 


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Tania Magallanes

Jefa de Redacción de LJA. Arma su columna Tres guineas. Fervorosa de lo mundano. Feminista.

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