A los 14 años, Remedios fue vendida por sus padres a un hombre que le doblaba la edad. En las siguientes líneas nos relata su vida conyugal en Tamazulápam, Oaxaca, marcada por la violencia de género en la esfera pública y privada.
La mala educación
Cuando llegué a Tamazulápam, mis suegros me entregaron una medalla de bienvenida que, simbólicamente, me convertía en una de sus hijas. En adelante debía llamarlos “mamá” y “papá”. Por extensión, mis cuñados y concuños se volvieron mis “hermanos”. Las mujeres no podíamos salir de casa. Sólo íbamos por leña al monte o por agua al río, pero siempre acompañadas de mi suegra. Nos dedicábamos de tiempo completo al hogar y nos alternábamos los quehaceres: cocinar, lavar, bordar, tejer la palma, alimentar a los animales. Ninguna velaba exclusivamente por los intereses de su marido o de sus hijos, sino de la familia entera. Mi suegro consiguió en el PRI una chamba de cobrador de impuestos. Por eso no padecíamos la pobreza extrema que azotaba a la comunidad. Yo tenía una buena relación con mi suegra. Ella me curó de las golpizas que me propinaron “para educarme”, untándome por un lapso de tres días la savia de un maguey curativo, llamado “papalomé”. En la casa los hombres eran los primeros en sentarse a la mesa. Después comíamos las niñas y las mujeres. Nunca acepté de buena gana esa costumbre. “¿Por qué?”, les preguntaba a mis cuñadas. “Es injusto. Nosotras hacemos el trabajo más pesado”. “Obedece o te van a pegar”, me advirtieron. En efecto, así sucedió. Un día alimenté primero a mi hija Esperanza. “¿Estás loca? Ella es mujer y las mujeres no valen nada”, me reprendió mi suegro. Perdí los estribos y lo confronté respondiendo “Pues mi hija sí vale”. En ese instante se me abalanzó. Por la noche, cuando Genaro se enteró de lo sucedido, también me dio una tunda.
El lenguaje de la violencia
Muchas veces protesté con idénticos resultados. Pero aprendí a contener las lágrimas en cada episodio de violencia, pues irritaba mucho a Genaro. “¿Por qué no lloras?”, reclamaba. “Quiero verte humillada”. Para reprimir el llanto, rechinaba los dientes con tanta fuerza que hasta perdí algunas piezas. Así me gané el respeto de mis cuñadas, cuya situación era igual de penosa. Debían esmerarse mucho en la cocina o sus maridos decían, exagerando las muecas de asco, “Esto es una basca” y lanzaban la comida a los perros. En alguna ocasión ellas se quejaron, siguiendo mi ejemplo, pero no aguantaron la primera zurra. La violencia doméstica no se limitaba a las agresiones físicas. Cuando compramos nuestro primer televisor y veíamos un programa donde aparecía una actriz o conductora, Genaro solía decirme: “Ella sí es bonita. Sólo mírate. Está mucho mejor que tú”. En nuestros pleitos conyugales, me reprochaba: “Eres una inútil”, “No sirves ni para la cama” o, incluso, “No eres una mujer”. Aunque estaba muy lejos de amarlo, sus palabras me herían profundamente. De forma inconsciente, acabé por mirarme como Genaro: por debajo del hombro. Pero así opera el lenguaje de la violencia. Me sentía fea, sin una pizca de inteligencia e incapaz de inspirar amor ni deseo.
A los quince años de casada, cuando esperaba a mi tercer hijo, llegué al límite de mi paciencia. Sin ninguna consideración por mi estado, Genaro me golpeó de nuevo y casi sufrí un aborto al caer sobre mi vientre. Esperanza había presenciado la escena. Apenas tenía once años, pero me susurró en secreto: “¿Por qué lo soportas, mamá? Si nos quieres de verdad, divórciate. Yo siempre estaré de tu lado”. Una vez oí que Dios se expresa a través de los niños. Interpreté las palabras de Esperanza como una señal del Cielo porque la figura del divorcio no existía en el pueblo y en la escuela no enseñaban temas tabúes. Tal vez, simplemente, la semilla que sembré en ella había germinado esa tarde. Desde pequeña le inculqué sueños de libertad y amor propio. La animé a seguir estudiando para convertirse en una profesionista. Alimenté su curiosidad por el mundo, obsequiándole revistas de viajes. Sus ojos se iluminaban cuando le mostraba paisajes y estilos de vida desconocidos para las dos. Si pasaba un avión, le pronosticaba “Un día tú volarás así”. La mentalicé para abandonar el pueblo. Estaba creciendo a pasos agigantados y mi mayor temor iba hacerse realidad en cualquier momento. Pronto llegaría el día en que la vendieran como a mí. Si no actuaba rápido, la condenarían para siempre.
Con la vara que midas
Los mixes son personas sencillas, humildes, pero bastante machistas: el hombre manda dentro y fuera del hogar. Las mujeres sólo estudian la primaria porque las educan para ser amas de casa. La religión católica es sagrada y contribuye a forjar su carácter sumiso. En el ámbito público no tienen voz ni voto. Cuando cumplen la mayoría de edad, deben tramitar la credencial del IFE y entregarla de inmediato a “la Vara”, un grupo de ancianos respetables, que usan estas identificaciones para fines políticos. Ellos promulgan los usos y costumbres de la región, que en la práctica están por encima de la Constitución y de los Derechos Humanos. Si una mujer es sorprendida en adulterio, la Vara impone un severo castigo: la amarran a un tronco y la exhiben desnuda, durante todo el día y la noche, en la plaza municipal. Ahí es golpeada, escupida o apedreada por los lugareños, hasta que un miembro de la Vara ordena su liberación. No pretenden su muerte física, sino más bien psicológica. Aunque haya pagado públicamente por su falta, no puede divorciarse. Debe regresar a casa y continuar sirviendo a su marido, de quien sólo recibirá maltratos en adelante. Él tiene derecho a buscar a otras mujeres y a casarse de nuevo. Pero, en realidad, la infidelidad masculina es consentida en cualquier circunstancia.
Tras la última golpiza de Genaro, el apoyo de Esperanza me armó del valor suficiente para denunciarlo. Como era inútil recurrir a la Vara, pedí una cita con el alcalde. Sin titubeos, le hice un recuento pormenorizado de los abusos de Genaro: insultos, golpes e infidelidades. Me escuchó sin inmutarse y sólo respondió sin sarcasmo, en el tono más natural del mundo: “Tu esposo es tu dueño. No puedo hacer nada por ti”. Entonces supe que estaba completamente sola. Di a luz a mi hijo y pasada la cuarentena, emprendí una huida sin retorno.