Luego de la tragedia del 19 de septiembre (¿cuántas probabilidades de que fuera el mismo día?, ¿cuántas?) los líderes de los diversos partidos políticos comenzaron, ante un legítimo reclamo social a ofertar diversas acciones de apoyo para la reconstrucción del país. La subasta de buenas intenciones y la necesidad de ser los más contundentes provocó una escalada pocas veces vista entre la clase política. Se podrá decir por supuesto que todo partió de aprovechar el momento. Se podrá decir con sospecha que se lucró con la tragedia. Se podrá decir que no se dejaron claros todos los mecanismos, pero, por unos días, todo mundo habló de un tema que sin duda debe ser revisado, analizado y debe significar un cambio importante, un sisma para nuestra estructura electoral: el financiamiento de los partidos políticos.
“Donar” (un término poco propicio para el recurso público) parte de sus ingresos para campaña, eliminar por completo el subsidio, hacer recortes de partidos aparejados a una verdadera austeridad federal -al menos en el tema de la comunicación social-, redistribuir entre organizaciones civiles o devolver el dinero a la propia federación: fueron varias de las propuestas que surgieron en el momento, probablemente al calor de las emociones y también, probablemente, difíciles de poner en marcha por mecanismos burocráticos y porque el paso del tiempo hará que se erosione la demanda ciudadana (como suele sucedernos eternamente).
Yo estoy a favor de que los partidos no tengan presupuesto público. Sin embargo, entiendo a quienes señalan los peligros que esto puede entrañar. Aunque me parece injusto que se pongan como argumentos de riesgo elementos que de hecho ya existen en nuestro sistema actual: que si no entregamos dinero a los partidos serán financiados por empresarios (con las ulteriores demandas de intereses), que puede entrar dinero del narcotráfico, que será difícil fiscalizarlos, que se privatizará la democracia y se volverán clientelar. Nada de esto me suena a nuevos riesgos para el sistema. Como escribió Merino, el asunto no es el financiamiento sino la fiscalización.
Por mi parte creo que el modelo actual y el modelo más arriesgado (que no haya dinero en absoluto para la subvención de partidos y campañas) son extremos de un término medio que podría significar un piso parejo y un fortalecimiento de las posibilidades democráticas. Explico: es verdad que el financiamiento privado tiene como foco rojo la oligarquía: cerramos aún más drásticamente la posibilidad de que alguien sin recursos propios se vuelva un candidato viable, genere un movimiento eminentemente ciudadano (no hablo sólo del modelo independiente), sino de que evidentemente se endurecerán aún más los intereses cupulares que impiden la ascensión política (aparejada con la ascensión social) de bases emergidas de lo que genéricamente se llama “pueblo”.
Considero sensato, sin embargo, que los partidos no se financien públicamente para su subsistencia administrativa. Porque además me parece grave que el financiamiento dependa de la cantidad de votos, lo cual parece ser un buen mecanismo para que desaparezcan partidos que sólo viven para sus propias cúpulas y partidos rémoras, pero también es un claro incentivo para el sostenimiento de una hegemonía política (en lo personal celebro las alternancias). Creo que la vida interna de los partidos debería estar subvencionada por sus propios simpatizantes.
Llegamos sin embargo al momento de las campañas: ¿debe haber financiamiento público o no? Creo que el dinero que se destina para ello (aunque represente una parte muy pequeña del PIB) resulta alarmante e indignante ante las necesidades no sólo de este momento histórico específico, sino las que en general padecen nuestras y nuestros ciudadanos de manera ordinaria. También creo que hay un montón de factores que hemos visto como normales en campañas políticas (aunque de a poco se acotan) y que no deberían en absoluto existir: hablo de cachuchas, playeras, sombrillas y un montón de souvenirs que creo que nada tienen que ver con el desarrollo ideológico y la decisión electoral en una campaña. Sin embargo, como se ha dicho, parece que permitir que todo se reduzca a financiamiento privado si bien no crearía problemas nuevos, nos enfrentaría a los mismos que aborrecemos de este sistema. Con la agravante de que se detendría la movilidad social que permite la emergencia de políticos y movimientos políticos nuevos.
Sostengo que un modelo intermedio funcionaría: sí a la subvención para las campañas, pero no a la entrega de este dinero a los partidos. Que sea el INE quien administre el recurso. Que sea este organismo quien administre, con estricto piso parejo las campañas políticas: n spots por partido, una corrida de exactamente el mismo tiempo y rotación de los horarios en que se hace. Que sea el INE quien entregue n espectaculares a cada uno y que sea por sorteo los lugares donde se colocan. Que las campañas se vuelvan de mera comunicación de ideas. Que haya tiempo regulado y destinado para hacer encuentros ciudadanos (donde por cierto podrían estar todos los candidatos o sus representantes al mismo tiempo) y ahí se intercambien dudas e ideas; inquietudes y propuestas. Que haya tantos debates como pueda haber.
Entiendo que esta propuesta tiene muchas cosas que analizar y discutir, mecanismos complicados y muchas sutilezas que deberían discutirse. La pregunta es esa ¿estamos realmente discutiendo todas las propuestas con sus implicaciones? ¿estamos atendiendo las propuestas de los políticos con los que no simpatizamos? ¿estamos dialogando y construyendo mejor nuestra democracia o sólo abucheando y aplaudiendo? Ojalá aprovechemos el momento para que de acá salga algo bueno, que nuestro sistema democrático se cimbre. Que no se nos olvide que sobre los escombros de una tragedia podemos construir un mejor México, reconstruido con esperanza, pero también con diálogo y razón.
/Aguascalientesplural