Hace unos días liberaron la segunda temporada de Stranger Things y un día después, quizás horas, ya había sitios que explicaban el verdadero final, las referencias en diálogos, posters, música, etcétera. La construcción de Stranger Things parte de una nostalgia ochentera, abunda la música de sintetizador y los peinados voluminosos, además del terror de aquel entonces, el cual no era simulado por computadoras, pero trabajado durante horas por artesanos que inventaban rostros tallados en cera, fórmulas de sangre, vísceras de dulce. Hay cierto encanto en la sangre falsa del pasado: parece más real que cualquier efecto computarizado, más sucia. En fin, tratando de evitar, precisamente, la voracidad de los medios, me animé a hacer mi pequeño maratón de Stranger Things. Me gusta su universo mezclado: poderes psíquicos, el otro lado, dungeons & dragons y ese pequeño tufo de amistad que tienen los chamaquillos muy parecido a Freaks & Geeks (a la cual, insisto, le robaron mucho).
El primer capítulo de Stranger Things me recordó, a su modo, otro engaño melancólico: San Junípero de Black Mirror. Ambas cosas son tan insoportablemente neón y sintetizadas, que se vuelve un insulto no ceder al encanto. ¿Debería uno resistirse? ¿Debería uno observar con ojo crítico, quizás con cinismo, estos escenarios atiborrados de pop-corn y atari? Los ochenta son un nuevo escenario para cuentos de hadas muy sencillos: el amor, la amistad, la nobleza, vencer al villano, la derrota del engaño y de los monstruos, el inicio de la época de oro de los súper héroes y la violencia podía ser ignorada gracias a las arcadias. Finalmente, un dios bondadoso te sonríe cuando pone en el radio tu canción preferida, mientras vas en el auto, el capote abierto y manejas hacia el sol. Personalmente no lo veo mal, siempre y cuando uno se regodee del gusto en el exceso y la obviedad.
Pero es muy difícil describir los ochenta sin reírse. Hablar de una muchacha, su saco de hombreras verde limón y su copete inflado, parecen construidos para la risotada fácil. Quizás por eso la mejor escritura de época evita escarbar en los detalles de la época en sí: ropas, colores, gestos. La supervivencia de una historia depende de tachar la mayoría de los detalles explícitos, de moda, que la encadenan a las ridiculeces de la época. Quizás la intuición del escritor valiente lo obliga a buscar las relaciones y la naturaleza humana, en vez de aferrarse a los cuadros y las estatuas (bien podría inventar la mayoría, como Proust).
Hay que confiar que la humanidad es la humanidad y sus actos universales (aunque, paradójicamente, la vida de la humanidad es muy breve en el universo. Quizás lo que el escritor busca como una naturaleza humana universal sólo es un espejismo, o un holograma de Star Wars). Quizás por eso el exceso de extras con el copete alto y la ropa pasada de moda, son la imagen necesaria para deshacerse primeramente de la risa fácil que presenta el escenario. Otro beneficio curioso de sumergirse en los ochenta, es aprovecharse de ciertas faltas de la época que dificultan a los escritores tantas cosas hoy en día, como los celulares y el Facebook. En Stranger Things es gracioso, por ejemplo, cuando la chica utiliza una grabadora de casetes portátiles para grabar a un personaje. Hoy en día sólo hay que pedirle a Siri que grabe la confesión terrible del malo.
Quizás lo mejor es inventar un universo simulado como el de Ready Player One y abusar de las marcas y los nombres. Sin empacho, sin mesura alguna, un recital del pasado que enumera robots, naves espaciales, máquinas del tiempo y villanos naturales. Desborda la nostalgia y el lector, entre más involucrado, igual se sentirá confundido, quizás deslumbrado, y me atrevería a decir que no sabe si quiere o necesita ese universo lleno de juguetes que nunca fueron suyos, fragmentos de juguetes que alguna vez tuvo y olvidó, descuidó en alguna banca o dejó caer por las coladeras. La novela de Ernest Cline no excluye nada, pues vivimos el futuro y el futuro sólo es una acumulación de la historia, y lo que más quisimos de ella. La imaginación juega con la poderosa necesidad de tener todos esos caprichosos luminosos, escandalosos, a nuestra disposición en todo momento y lugar. Leer la novela de Ernest Cline es tener el varo para comprar todo lo que salía en los comerciales. Vaya, hasta para las fiebres de compras nos sirve la imaginación. Que no se enteren los black fridays o las ventas nocturnas.