No soy un conocedor de cine ni pretendo serlo. De hecho, La Jornada Aguascalientes cuenta ya con uno que es excelente y a mi modo de ver uno de los mejores en el ámbito nacional, que es la persona de Claudio H. Vargas. Pese a mis deficiencias en la materia sé reconocer una obra de arte cuando la veo, pues más que creador o crítico tengo alma de curador de galería o museo. Una característica de una obra de arte es que se trasciende a sí misma, pues da lugar a algo que tiene vida propia más allá de las circunstancias de época a las que responde. Es un aquí y un ahora que reverbera de manera universal y para siempre. Por ello que me atrevo a compartir mi experiencia de haber ido a ver Blade Runner 2049 del cineasta, canadiense Denis Villeneuve, secuela de la icónica de 1982 dirigida por el británico Ridley Scott y protagonizada por Harrison Ford, ambas dignas herederas a su vez de un hito en la historia del cine futurista como lo fue Metrópolis, de Fritz Lang (1927). La motivación para ir a ver esta secuela-tributo fue no sólo por ser un fan de la de 1982, sino después de leer la reseña totalmente adversa que le dedicó The Economist en su columna Prospero. Considerando la radical incomprensión de la naturaleza humana y del mundo que caracteriza a dicha publicación sólo rivalizada por la Organización para La Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE en español OECD en inglés) sabía bien que ello equivale a una involuntaria y entusiasta recomendación.
He de decir que no le auguro mucho tiempo en cartelera. Se acaba de estrenar y el sábado pasado sólo había siete personas en una sala de un concurrido centro comercial al norte de la ciudad. Ciertamente la película no es un pasatiempo o una golosina. Nada de la gratificación inmediata que ofrecen las ciudadelas y catedrales del consumismo. Blade Runner 2049 obedece a una estética sombría acorde al tono de nuestros tiempos donde lo peor de lo peor ha emergido a la arena pública, con el fascismo del regreso y la sobrepoblación y destrucción del planeta a la orden del día. Detestamos a los gobiernos, pero es inevitable a su vez ver en las noticias diarias el reflejo de nuestra sociedad depredadora a todo nivel de la estratificación. Se habla con frecuencia que gobiernos y clase política representan cada vez menos a sus sociedades; se dice menos que no dejan de ser su producto (la clase política no proviene de Marte), de sus sueños y pulsiones ocultas; de esa predisposición a aprovechar la más mínima ventaja a costa de lo que sea y de quien sea. Nada más falso que un pueblo noble con gobiernos infames. Eso sería sencillamente inexplicable. En fin.
La saga Blade Runner pertenece a ese cine que nos ubica en un mundo post-apocalíptico y desde luego no es la única que parte de esa premisa (la saga Mad Max es otra de las más identificables en esta misma vertiente). La oscuridad lluviosa que ambienta a la versión de 1982 o el erial gris y siniestro de la de 2017 donde una pieza de madera es valiosa como un diamante, deliberadamente nos sitúa en un mundo del que ya no reconocemos sino sus rastros, envolviéndonos en el paisaje emocional de la desolación. Blade Runner plantea la relación entre lo humano y una creación suya (androides o replicantes) que son mejores que sus creadores no sólo en aptitudes sino en integridad. Por eso peligrosamente conmueven. No es algo inconcebible. Después de todo pertenecemos a una raza de primates depredadores capaces al mismo tiempo de crear belleza o trascendencia como arriba apuntaba y así enamorarnos de lo creado: el síndrome de Pigmalión de algún modo abordado en la versión de 1982.
En ambas Blade Runner hay conciencia de que los días del primate-demiurgo que somos tiene contado sus días como especie. Tampoco es única en esto. 2001 Odisea del Espacio (Stanley Kubrick, 1968) deja en claro que el primate violento se superó a sí mismo una vez iniciada la exploración del cosmos y que alcanzado ese punto, ha llegado el momento de ser reemplazado: sabemos que el feto que gira para terminar mirándonos de frente en la escena final -mientras suenan los majestuosos acordes de Also Sprach Zarahustra – ya no es humano sino un Übermensch o el adánico representante de la especie que ha de reemplazarnos en la secuencia de la evolución.
Lo que singulariza a Blade Runner es la relación emocional con nuestro ocaso. En la versión de 1982 un Harrison Ford, falible, deficientemente humano, conmovido y conmovedor quizás sugiere que merezcamos una segunda oportunidad. El subtexto de la película también acusa conciencia de que occidente ha llegado a su fin. Se ilustra su ocaso mediante una extrañamente pluviosa Los Angeles, babélica pero demográficamente oriental. En Blade Runner 2049 en cambio estamos en un escenario más global en todo sentido y cuya escala de desolación deja en claro que nuestra especie ha agotado toda reserva de buena Fe: un planeta devastado en su totalidad por los humanos, quienes han huido para establecer suburbios (colonias) habitables en otros planetas después de destruir el suyo; ciudades amuralladas (¡y vaya muro!) para hacinar humanos de segunda junto a replicantes laboriosos mientras que, por fuera de los basureros extendidos hasta el horizonte, en medio de esa vastedad de chatarra en escala de estepa rusa, habitan los humanos-basura que se quedaron atrás de todo (colonias o muro).
Imposible no reconocer la nueva topografía llevada al extremo del espacio urbano actual con sus segregaciones que desmienten todo discurso ciudadano integrador y que, con lógica fractal se replica en la relación entre naciones y continentes. Aquí sólo se da un paso más allá del confín terrestre. Por último, en el deprimente espacio urbano de los replicantes, representado como interminables bloques grises tipo multifamiliar, el día a día transcurre bajo una suerte de estado policíaco, pues los replicantes de la generación anterior resultaron más complejos que los actuales y, por ende, más difíciles de alinear a los fines de sus creadores, los humanos. Dada la situación, se requiere ahora de policías (eso es un Blade Runner) para erradicarlos. En la primera Blade Runner el oficio recaía todavía en humanos; en 2049, en replicantes de segunda generación. Ahora ni siquiera los humanos se ocupan de su propia defensa. La estratificación total, llevada al extremo, en la que no es difícil reconocer rasgos de sociedades como las nuestras ¿habrá eso irritado a The Economist?
Tal pues es el escenario, y el veredicto ineludible. La especie humana en el plano moral merece la desaparición y lo merece doblemente porque es la única que destruye su propio entorno y aún así se las ingenia para sobrevivir a las catástrofes por ella generada, cual enfermedad. La desoladora ambientación de Blade Runner 2049 no es una pátina de profundidad, una falsa gravitas como acusa The Economist: es en sí misma un juicio lapidario y, vale decirlo, aquí el juez condenatorio no es ningún Yhavé: lo somos nosotros mismos, el único animal con agencia y conciencia al que su propia ficción no deja salida exculpatoria.
La modernidad o lo que queda de ella (posmodernidad) es, entre otras cosas, también una conciencia creciente de todo lo que le separa de sus mitos fundadores que le dieron vida, que al no tener validez perenne, ya no puede ni retornar ni refugiarse en ellos a diferencia de otros órdenes sociales confiados en la superioridad del origen sobre el presente. No es casual en Blade Runner 2049 la alusión al ocaso del cristianismo. Digamos que alguien quien por un momento creyó ser un mesías descubre no serlo: finalmente entiende que su misión es hacerse a un lado, fenecer al borde y en el olvido para que otro milagro distinto, que no responde a sus premisas y que marca un principio y un fin de una manera como él no pudo hacer, tenga lugar.
El arte no es arte si no camina por terrenos minados y peligrosos. Hay un contraste de figuras femeninas en el film, sugerente y arriesgado. Pero la única de ellas que no es artificial, es decir que tiene realidad humana en 2049, es justamente la menos entrañable de todas: una bossy-bitch interpretada por Robin Wright en la que se funde el nihilismo competitivo con el nihilismo del empoderamiento: esa capacidad del discurso posmoderno de llevar una necesidad válida y legítima hacia un nivel de estridencia beligerante, tan obsesionada por luchar contra el poder y la dominación que termina fundiéndose con todo aquello. Nuestros discursos alternativos tampoco dan salidas: sólo exacerban aún más las tendencias hacia una misma dirección desoladora ¿Hay en Blade Runner 2049 una crítica de la crítica?
No, definitivamente no se trata de entretenimiento light. Que no sorprenda que asistan a cada función algo así como siete personas.