El 7 de septiembre transmitía en twitch algún paseo por uno de mis juegos cuando tembló. Jugaba Cubicle Quest o como empecé a llamarlo cariñosamente, el Godínez Fantasy. En el video de la transmisión se ve cómo levanto las manos para comparar el movimiento del cuerpo contra el fondo. Está temblando. Cuento en silencio. Costumbre chilanga; la ciudad tiembla constantemente y hago mis cuentas en silencio para relajarme, seguir los pasos. Cinco segundos. Levántate. El temblor sigue. Despierta a Sol, despierta al maldito perro. Diez segundos. Salgamos todos de aquí. Dos segundos. ¿Hay tiempo de buscar cosas vitales? No, no lo hay. Cartera. No hay mochila con los papeles, pero tengo todo escaneado. La cuestión del perro es nueva. Abro la puerta para buscar una correa. La puerta se bambalea. Tiene tiempo que no me tocaban esos.
En Puebla raras veces tiembla así, tiembla menos. Mucho menos. Salimos. Le digo a mi esposa que mire la casa, que mire como se abren y cierran las puertas. Todo se mueve. Pero regresamos y pudimos dormir. Muy fuerte, muy fuerte, pero no pasó a mayores, y empiezo a redistribuir mal la información en mis redes sociales del movimiento oscilatorio y trepidatorio. Eso nos salvó, créame que sí. Nadie me corrige: no se trata de “dos tipos de movimiento”, sonso. El temblor es un concierto que sigue sus propias reglas. La tierra tiene sus estridentes y terribles modos de hacer música.
13 de septiembre. Mi esposa manejaba sobre un puente. Creo que se ponchó una llanta, me dice, porque no puedo controlar bien el auto. Me voy a parar. No, le digo, salgamos del puente. Ella se da cuenta: Puta madre, dice espantada, está temblando. El mono de la ansiedad me sube al pecho pero lo empujo. No, no habrá taquicardias ni temblorucas ni sustos pendejos, amigo. Cuenta, le digo a Sol en voz alta, cuenta poquito a poco y salgamos del puente. Paso a paso. No me puedo mover, dice. No, le digo, si el puente se cae ya valió. Despacito sal del puente. No hay bronca. No pasa nada. No está tan fuerte. Me hace caso y salimos. En el camino al veterinario para recoger al perro bien bañado, vimos a la gente afuera, asustada, contemplando los enormes edificios corporativos y sopesando lo que hubiera pasado, lo que hubiera valido. Con dos segundos de internet me permito un chiste: la fila de conga nos salió demasiado bien, cancelaron mi taller. Minutos más tarde leería y vería, sin poder dejar de hacerlo, cómo caen los edificios en la Del Valle y Narvarte. Algo ha destruido las calles de mi pasado.
Hay dos eventos que el chilango tiene instalados en su memoria: el temblor del 85 y la matanza de los estudiantes en Tlatelolco. Estos dos eventos siguen distribuyéndose y modificando nuestra vida. Te vas de grillero y el gobierno te va a matar. Quizás por eso, a pesar de las marchas y la constante huida, el chilango tiene una instrucción de prudencia antes de convertirse en el hombre de una sola guerra.
Si tiembla, antes del pánico, los viejos me dijeron que cerrara los ojos y repitiera un mantra, la continuidad para resolver y salvar la vida, no sólo la propia pero la de los nuestros, mantener una mente constante para hacer las cosas a pesar del sudor, de los gritos y las propias lágrimas. Después moverás los escombros, dirán los señores, porque no sólo perderás tus cosas, perderás a tus amigos, tus maestros, tu familia. Los niños y los viejos se harán polvo junto con los edificios destruidos y el pasado comprimido entre varillas y cemento. Pero no olvidaron decirnos que también tomaremos la mano de los extraños y de los abandonados, también ofreceremos tazas de café caliente y tamales en abundancia. Vendrá, pues, el tlacuache a compartir el fuego al hombre del maíz y salvar a la humanidad una vez más, y ofrecerá mezcal y cigarros para sus amigos y hermanos. Y el tlacuache lo perdona y lo aplaude todo, oportunidades encuentra para bailar y aplaudir, incluso a los malos poemas.
El tlacuache sabe mejor y habría que hacerle caso, al menos, un ratito más. Ya están desarrollándose las discusiones de los días futuros. Yo, personalmente, he notado la docilidad de nuestros políticos. Qué tranquilitos están, qué poco proselitistas, qué cautelosos. La mayoría de ellos están pasmados, leyendo y releyendo sus redes sociales para darse cuenta que nadie los quiere, nadie los necesita y algunos estarán haciendo las cuentas de los dineros desviados que bien podrían calmar la angustia del votante, ese mal necesario. Alguien, quizás, si el dios de la ironía es justo, les pasará un recibo. En otra parte, escucho la pregunta de cómo un temblor 10% más débil que nuestra cruz del 85 tiró edificios nuevos. ¿Y las regulaciones? ¿No que ya habíamos aprendido? Otros no dejan dormir a los funcionarios rastreros de comunidades alejadas y los voluntarios dan todo un inventario de lo han intentado robarse pegando estampitas, bodegas y sellos. Miserables.
Pero antes de entregarnos a la cacería de brujas, la cual no va a parar, primero aceptemos la ofrenda del tlacuache, su fuego y su fiesta; el mexicano sabe que no puede confiar en el gobierno y lo mejor es seguir dando lo nuestro, a medida de nuestras posibilidades. Ya habrá tiempo de exigirles. Los abandonados descansan pero cuando despierten, estarán muy enojados. Mientras tanto, quienes estamos en posibilidades, podemos dar una donación a la cruz roja, un día (o una semana) de voluntariado, cuidar a las mascotas de quienes perdieron el hogar en el derrumbe, ofrecer un momento de lectura en voz alta para los niños huérfanos y los adultos perdidos. Estos no irán a ninguna parte, nuestra tragedia y nuestra responsabilidad durará meses, quizás años. Las primeras madrugadas del temblor me dediqué a distribuir la información y desmentir algunos derrumbes ficticios; cualquiera puede hacer lo mismo, pasar los papelitos a la gente adecuada, leer atentamente, informarse y buscar información veraz para cuidar a la gente que está allá afuera. Esto es el verdadero México: no estamos solos, alguien escucha, la mayoría de nosotros somos buenas personas.