Escribo una historia única, pero a la vez ya contada. Es inédita, pero muchas veces escuchada. Hablaré en el tiempo, escribiré en un pasado cuyos recuerdos se me agolpan y van surgiendo, encontrados, escondidos, muy actuales. Hace treinta y dos años ni yo, ni el mundo éramos lo que ahora somos, y aquel día cambió la historia para siempre.
Ese día mi única preocupación debió haber sido llegar con bien a la escuela. En mi inocencia de niño de seis años, recuerdo que mientras mi papá se rasuraba, me habló para que observara la cortina de la regadera y el movimiento de vaivén que hacía. Ha de estar temblando, dijo el viejo, y sin soltar su maquinilla de afeitar, de esas de manguillo y navaja de hoja, me mandó a ver la tele por si algo se decía.
En Aguascalientes, por aquellos años, en la televisión había solo dos o tres canales y, eso sí lo tengo muy presente, uno de ellos, el de caricaturas, empezaba transmisiones a partir de las 4 de la tarde. La televisión era de esas viejas que el abuelo llamaba cariñosamente mueble (básicamente porque la pantalla venía empotrada en un mueble de una sola pieza) y por más que di vuelta al sintonizador para cambiar de canal, no logré ver algún programa. Así nos fuimos a la escuela.
No recuerdo más de ese día. Sí de los siguientes. La tecnología no nos daba para una comunicación instantánea, y lo que comenzó siendo un murmullo a lo lejos, se fue convirtiendo en un río caudaloso de voces sin sentido aparente: colecta, damnificados, magnitud, Richter, oscilatorio, trepidatorio, sismo, evacuación, albergue, devastación, son palabras difíciles de entender cuando tienes seis años de edad.
Lugares que nunca conocí han regresado hoy a mi memoria. El Regis, el edificio Nuevo León y el Hospital Juárez. Tampoco los conoceré y mis recuerdos se remiten a fotografías de montañas de escombro gris con gente alrededor.
Justo hace unas semanas, y a consecuencia de haber experimentado el funcionamiento de la alerta sísmica en la Ciudad de México, hacía referencia a lo impresionante que puede ser un fenómeno de esta naturaleza. Y sin embargo insistiré una vez más en que, dentro de todas las sensaciones que causa en cada uno de nosotros un evento de tal magnitud, lo que se hace necesario es un momento de reflexión.
En la remembranza presiento que, tras la tragedia de los años ochenta, se pueden rescatar experiencias positivas. Es curioso porque pareciera que cada escena de esta película ya la vimos, y por lo tanto sabemos cuál es el final… y no nos va a gustar mucho. Por increíble que parezca en esta nueva versión hay cosas que aún alientan y esperanzan.
Ni México ni yo, fuimos los mismos después de aquel día. Ante un panorama gris de construcciones derruidas, escombros y polvo, se veía la actuación desorganizada de un gobierno, también gris, que se notaba sobrepasado por la tragedia imposible de creer. Y, para fortuna nuestra, ese fue el momento en que nació la sociedad civil.
Después de treinta y dos años algo en mí había cambiado como en millones de mexicanos, en el gobierno, en los servicios, en la geografía, en el paisaje, en el país entero. Y si bien habrá cosas que no cambien, como el hecho de que la Ciudad esté asentada sobre una zona de actividad sísmica, habrá otras cosas que sean distintas, pero iguales, que ayer se llamaron Hotel Regis, Nuevo León o el Centro Médico, y ahora llevan por nombre Colegio Rebsamen o el edificio en Coquimbo, sin que exista parangón entre el número de construcciones derrumbadas de antes y de ahora. Antes no existía Protección Civil, simulacros y alertas; y si bien se perdieron vidas, situación lacerante en una o diez mil, la cantidad tampoco es comparable con la del antecesor. Incluso, cambió la reacción del gobierno, ahora más apropiada y, salvo algunas cuestiones dignas de análisis en lo particular, sabedores de que las experiencias sufridas duelen lo mismo al tiempo en mitigan un poco la pena, que también es la misma, me atrevo a decirlo, porque al menos cala igual.
Lo único que no cambió fue la gente. Esa masa amorfa de personas que, tras la tragedia, en uno y otro caso, salió inmediatamente a buscar al prójimo, para hacerle ver que estaba allí. En el 85, la inactividad gubernamental fue más que evidente y eso provocó que se supliera ese ente monstruoso y lento que era la burocracia ochentera por una ágil respuesta ciudadana que, sin conocimientos previos sobre rescate y protección civil, supo arrebatar de los intestinos del terremoto la vida del hermano mexicano. En esta ocasión la preparación permitió que los daños fueran cuantiosos y la pérdida injusta de vidas, como en toda ocasión, irreparables, se diera a una expresión mínima en comparación (a falta de un resultado oficial) entre los eventos. Pero volvió a florecer en los que estaban alrededor, hombres y mujeres, la capacidad de empatía, de pensar en el otro, de mitigar el dolor con el bien común, de la acción favorable sin esperar respuesta, de la coordinación sobre la marcha. Esa es la esencia de una sociedad civil, de una sociedad solidaria que se sabe democrática al entender que los demás y yo, uno y otro, somos los mismos.
/LanderosIEE | @LanderosIEE